Después que viajamos “al exterior” (como se le llamaba eufemísticamente en Cuba al resto del mundo) mi mujer, mi hija y yo vivimos varios meses en Saskatoon, un pueblito feísimo situado en los confines del Canadá. Un congelador era aquello. Podía usted cazar un venado y dejarlo una semana a la puerta de su casa sin miedo a que se le pudriera… Menos mal que al fin conseguí visas para Estados Unidos y caímos de patitas en Miami.
Aunque no todo fue color de rosa, eh. Nada de llegar y besar el santo. Al principio me encontraba desorientado, luchando con el inglés y con la incomprensión de los compatriotas que llevaban cuarenta años aquí. No querían entender que uno fuese también, carajo, tan exiliado como ellos. Los que vinieron en los sesenta trataban a los recién llegados como a unos apestados. Y hasta los marielitos, fíjese usted, que ésos sí tenían fama de maleantes y drogadictos, los marielitos aplatanados (o enmiamados) también nos miraban por encima del hombro. Nosotros, los que vinimos en los noventa, resultamos ser la última carta de la baraja, los contaminados por una larga permanencia en el sucio suelo patrio, que tanto ellos dicen querer pero que en el fondo desprecian… En fin, que Miami tiene más castas que la India, se lo digo yo.
Ahora, mi generación, modestia aparte, es sumamente emprendedora. Yo llegué a este país, como me gustaba decirles a mis hijos para que se inspirasen, con una mano adelante y otra atrás. Empecé a trabajar en una imprenta, haciendo deliveries, pero en cuanto tuve los papeles al día y un poquito de plata ahorrada entré al Miami Dade College para aprender inglés. ¡Cuando un montón de quienes nos critican llevan medio siglo en este país y no dicen ni yes! Y al semestre siguiente, todavía atorándome con el idioma, matriculé en un curso sobre la compra y venta bienes raíces. Al terminarlo, sentí que había encontrado mi verdadera vocación: mandé el delivery al demonio y me dispuse a comenzar una nueva vida.
¿Que qué hacía en Cuba? Pues había estudiado derecho, pero nunca ejercí la abogacía. En lugar de lidiar con tribunales y pleitos, me metí a dirigente. Ser dirigente es un cargo sumamente ecléctico, mezcla de administrador con líder político con actor de telenovela. Es un puesto utilísimo en la isla, pero que no sirve para nada fuera de ella. Con mi experiencia de dirigente y dos dólares, me compraba una taza de café con leche en cualquier timbiriche de la Calle Ocho y pare usted de contar.
Aquella clase del Dade College me abrió los ojos. Todo era muy sencillo: teniendo un buen producto que ofrecer (y aquí había propiedades a la venta hasta para hacer dulce) y un poquito de labia, el que no se forraba de dinero en la Florida era bobo o haragán de marca mayor. Como yo no me consideraba ninguna de las dos cosas decidí convertirme en vendedor estrella, aún sin haber leído a Og Mandino. Y lo logré.
Primero trabajé para otros corredores y me empapé de todos los trucos del oficio. Cuando sentí que estaba listo para dar el gran salto adelante, que diría Mao, me despedí de ellos y abrí mi propia oficina, Carballo Properties. Pedí un préstamo al banco, alquilé un local céntrico y lo amueblé muy bien. Frente al buró colgué un afiche que decía “No hay nada como un sueño para crear el futuro.” Sembré las paredes con más letreros del mismo estilo inspirador, a lo Dale Carnegie. Y ya fuera por las buenas vibras de las palabras o por la maña que me di, el caso es que empecé a ganar plata a burujones.
A los cuatro meses contraté a un puertorriqueño listillo que desde entonces se volvió mi mano derecha. Pero el negocio crecía y cada día teníamos más papeleo y más clientes que atender, de modo que decidí buscar una secretaria también. Porque con mi mujer no podía contar para nada. Según ella, desde que llegamos aquí se dedicó a criar a mis hijos. Pero cuando los muchachos estaban ya criados (y bastante malcriados, además) todavía seguía la doña empeñada en vivir a costillas mías.
Puse un anuncio en El Nuevo Herald y la primera en llamar fue una muchacha, que, se notaba con sólo oírle la voz, era cubana hasta la médula. Mi plan original consistía en contratar a una americana para que me ayudase con el inglés. Y porque, nativa al fin, sabría más de negocios que cualquier inmigrante. Pero pensé que me hacía falta coger práctica en entrevistar candidatas y le di una cita a la compatriota.
Lo que me cayó en la oficina fue un monstruo. Un monstruo en minifalda roja, tacones de vértigo y una blusa tan ajustada que se le marcaban hasta unos pelitos negros que le crecían sobre las tetas talla treinta y ocho, copa D. El monstruo me extendió una hoja con su currículum, tan diminuto como grandes eran sus nalgas y, sin que nadie lo invitara, se sentó frente a mí con las piernas cruzadas. Para disimular le eché un vistazo al papelejo.
—Bueno, muchachita, veo que no tienes mucha experiencia en ventas ni en mercadotecnia —fue lo primero que le dije, cuando me recobré de la impresión.
—Oiga, compañe… perdón, señor, yo acabo de llegar de Cuba. Todavía tengo los pantalones empapados con agua del Caribe. No puedo saber na de merca… ¿cómo dice usted? mercatenia o lo que sea.
Me di cuenta de que aquello no tenía arreglo y para terminar rápido le pregunté:
—¿Sabes conducir? Porque moverse en carro es un requerimiento para este tipo de trabajo.
—Conduciendo vine. En el Nissan de un amigo mío, que si la mujer se entera de que me lo prestó, lo deja sin pelo. Y en cuanto tenga una oportunidad voy a sacar la licencia.
—¿Cómo te las arreglas con el inglés?
—Me defiendo. En el par de meses que llevo en Miami se me ha pegado algo con los programas de la tele. No se vaya a pensar que una es bruta. Yo tengo tremendo mendó, míreme. Míreme bien.
Ante tal estímulo le hice una radiografía visual sin ningún recato.
—Sí, se nota que tienes… tremendas aptitudes. ¿Cómo es que te llamas, mi amor?
—Yordanka López.
—Yordanka, oye eso. Ustedes los jóvenes se aparecen con cada nombrecito que no hay quién lo pronuncie.
—Por eso estoy pensando en cambiármelo a Jennifer, pa que me digan como a la JLo. Yo creo que nos parecemos un poco. Y hasta mis piernas son igualitas a las de ella, fíjese.
Conversamos un rato más y la aspirante a secretaria siguió engolosinándome con los atributos que la madre naturaleza le había derramado encima a raudales. Me contó que trabajaba en un restaurante de Hialeah como mesera, lavaplatos y lo que se terciara, pero estaba buscando algo que dejara más dinero y le diera oportunidades de prosperar. Tenía motivación y empuje, lo que le admiré tanto como los pezones pintiparados. En Cuba había sido técnica en protección e higiene del trabajo en una farmacia. Revisaba los extintores, vigilaba que el agua de los bebederos no tuviera cucarachas, reportaba si se tupía un inodoro… El típico convenio cubano de “yo hago como si trabajara y el administrador hace como si me pagara,” admitió. Entonces le eché un sermoncito para que supiera que las cosas eran diferentes aquí:
—Ése es un gran problema que traen ustedes, los exiliados nuevos. Están acostumbrados a recibir un sueldo, por escaso que sea, sin levantar un dedo. Métete en la cabeza que en La Yuma las cosas son distintas. En este país hay que sudar los dólares porque ningún administrador te los va a regalar.
Y hasta se molestó. Vaya, que le piqué el orgullo.
—¡Ya lo sé! Y no he venido a que me regalen nada. Tengo salud para trabajar, gracias a Dios y a la Virgen del Cobre, y muchas ganas de echar para alante. ¿No ve que estoy buscando empleo? Yo no quiero pasarme la vida dependiendo del Güelfea, ni del gobierno ni de nadie.
Su entusiasmo me conmovió, lo juro. Y sólo por una cuestión de principios le endilgué la segunda parte del discurso que les soltaba siempre a los recién llegados:
—Por otro lado, ustedes tienen complejo de carneros. Todos se escabulleron en cuanto les dieron la más mínima oportunidad, sin arriesgar el pellejito ni tratar de cambiar la situación en la isla. Dime una cosa: ¿alguna vez se te ocurrió hacer algo contra el de la barba? ¿A que no le tiraste nunca ni un hollejo de naranja a un retrato suyo?
—Seguro que no. ¿Para que me metieran presa? Y el pellejito, como usted dice, me lo cuido muchísimo. ¿No ve que es el único que tengo? A mí no me gusta buscarme líos, qué va.
—Ah, pero yo sí que “me busqué líos.” Ésa es la diferencia. Mira, yo era director de una empresa de alimentos, un cargo de categoría. Andaba en carro por toda La Habana. Claro, un Lada ruso es una basura si lo comparo con el Mercedes Benz que tengo ahora, pero tú sabes lo que significaba un Lada en Cuba.
—Sí, un privilegio —asintió, impresionada—. Suerte que tenía usted.
—No me faltaba nada, muchachita. Vivía en una casona del reparto Miramar; una mansión con aire acondicionado, televisor a colores, video, un barcito en la sala, baño con agua fría y caliente… de todo. Si me fui es porque yo no aguanto las injusticias. Y cuando empezaron a no dejar entrar cubanos a los hoteles y a vender hasta las aspirinas en dólares, me entró la indignación. Un día, mientras quién tú sabes echaba un discurso en la Plaza de la Revolución, me le paré delante y dije: “Comandante, aquí tienen que cambiar las cosas. El pueblo no puede seguir así. Esto se ha convertido en un apartheid peor que el de Sudáfrica.”
—¿Usted le dijo eso en medio de la Plaza?
—Sí, chica, sí. ¿Tú no oíste las noticias? Porque toda La Habana supo del escándalo aquel.
—Es que yo soy de Banes.
—Ah, por eso… Allá en el intestino del mundo no se enteran de nada. Pues para no hacerte el cuento largo, enseguida se me tiraron arriba un montón de guardaespaldas y soldados y milicianos y la madre de los tomates. Me llevaron a un calabozo de Seguridad del Estado. Luego me condenaron a quince años en Kilo Ocho, una cárcel que no quieras tú ver ni en pesadillas. Estuve en celda de castigo varios meses y cumplí dos años completos, plantado. Pero logré salir cuando hicieron una amnistía para los presos políticos. El propio embajador de España intercedió por mí, fíjate si mi caso le dio la vuelta al mundo.
Confieso que me tomé unas cuantas licencias literarias al contarle mi historia a la compatriota. Después de todo, no estaba hablando bajo juramento. Y ya me había decidido a contratarla así que quería… vamos, darle una imagen de tipo duro, de patriota íntegro. Para que me respetara, ¿comprende?
Luego pasamos a otro asunto. Como el curriculum de Yordanka lucía bastante anémico, me di a la tarea de comprobar sus conocimientos. O, hablando en plata, la falta de los mismos.
—¿Sabes lo que es un anuncio comercial? —me miró como si le hubiera preguntado por la capital de Burundi—. A ver, ¿cómo describirías esta propiedad?
Le mostré unas fotos. Y comenzó la pobre a rebuznar:
—Una casa… eh… una casa vieja y chiquita, con patiecito atrás.
Me armé de paciencia y le expliqué que decir “una casa vieja” no era apropiado. Que “chiquita” así, a secas, tampoco sonaba bien. Que tenía que aprenderse el vocabulario del negocio y avivarse porque si no, no iba a vender ni una tienda de campaña. Entonces la muy culipronta, para usar una palabreja de mi mujer, se levantó y se me puso al lado con el pretexto de mirar los anuncios que tenía en el buró. Vaya, que me plantó el trasero, aquel trasero suculento, en plena cara. Aquello era una provocación. Y uno es… era hombre. Empecé a manosearle las nalgas, duras y redondas como pelotas de fútbol. Y ella a soltar risitas y a retorcerse como anaconda epiléptica y a apretujarme la…
Perdón, ya sé que estos detalles tan gráficos no interesan. Borre, borre. Delete. El caso era que estábamos muy entusiasmados con el masacoteo cuando entró mi hijo Bill. Llegó pidiendo mil disculpas —fino que ha sido desde niño— y un aventón para la práctica de baloncesto.
—¿Tu madre no te iba a llevar? —le pregunté, apartándome de Yordanka y arreglándome con disimulo los pantalones estrujados.
—Sí, pero el gato vomited a big lizard y ella salió corriendo con él para el veterinario y me dropeó aquí afuera para que me llevaras tú —contestó Bill de carretilla, observando a Yordanka con el rabillo del ojo.
—Me dejó aquí afuera —lo corregí—. Si vas a hablar español, háblalo bien.
—La práctica empieza a las tres.
Eran las dos y media. No tuve otro remedio que apresurar las cosas, dándoles un corte más brusco de lo que había planeado.
—Está bien, ahora vamos —me volví hacia la solicitante—: Señorita López, quedamos en que usted comienza a trabajar mañana a las ocho en punto. Llévese estas carpetas con anuncios y estudie el lenguaje de los bienes raíces. Recuerde venir vestida… profesionalmente.
Así fue el inicio de mi asociación con Yordanka, que abandonó la oficina meneando la retaguardia a noventa revoluciones por minuto. No me arrepiento de haberla contratado porque, en su honor sea dicho, se civilizó rapidísimo. A los dos meses se ponía todavía sus vestiditos ajustados, pero sin llegar a la indecencia, y transcribía mis cartas a la computadora con sólo una o dos faltas de ortografía en cada párrafo. Aprendió a chapurrear el inglés, a tratar con los clientes y a manejarse con soltura en el negocio. Porque esa chica es una comerciante nata, capaz de venderle un bloque de hielo a un esquimal y un saco de arena a un árabe.
En el trayecto hacia el estadio de baloncesto quise poner a Bill de mi parte, por si las moscas.
—¿Viste que hembrota? —le dije, guiñándole un ojo—. No hay como las cubanas, hijo. Yo creo que es medio analfabeta, pero se manda un nalgatorio que Dios se lo bendiga.
—¿Ella es… tu lover?
El hecho de que recurriera al inglés, como siempre que se azoraba, me confirmó que algo había visto.
—No, no vayas tan rápido. Por el momento va a ser mi secretaria, mi office girl. Estábamos jugando, nada más. Pero cuidadito con que se te escape una palabra de esto delante de tu madre o de tu hermana, ¿oíste? Los hombres de la familia tenemos que apoyarnos unos a los otros. Y tú tienes que aprender a ser hombre desde chiquito para que crezcas bien machote, como yo.
El que vive de ilusiones, muere de desengaños. Ése no se hace hombre ni a chanclazos. Menos mal que no me alcanzó la vida para verlo pirujeando de un lado a otro, con las uñas pintadas y el pelo teñido de rubio. ¡Después de los buenos ejemplos que le di!
El difunto Fidel, fue la obra ganadora del V Concurso de Novela Corta de Rincón de la Victoria, 2009. Descárgala aquí