El cuento como género narrativo, pareciera que está pasando de ser considerado «la cenicienta» de la literatura escrita en prosa, a reina encumbrada y favorita del modo de narrar actual. Las inclinaciones del gusto de los lectores que aún se aferran a este hábito cultural, tocados por la velocidad con que se consuman las actividades cotidianas, así parece demostrarlo. La tendencia reciente por parte de instituciones culturales de favorecer a escritores dedicados al relato corto y las convocatorias a concursos, al menos así lo señala. No es casual que una escritora del relato corto y cuento, la canadiense Alice Munro, en el 2013 se haya llevado la presea literaria más importante en el campo cultural como lo es el premio Nobel. Quizás sea un indicativo no despreciable la creación del Premio Internacional de Cuento Gabriel García Márquez, en Bogotá, con una bolsa de cien mil dólares, inaugurado en el 2014 y otorgado en su primera versión al escritor argentino Guillermo Martínez.
Para nadie constituye duda alguna el hecho de la consolidación de este formato narrativo a partir de obras de los grandes del género tales como Poe, Chejov, Cortázar, Borges; apuntalado teóricamente con juiciosos trabajos como los del dominicano Juan Bosch; o el famoso Decálogo del perfecto cuentista de Horacio Quiroga; la teoría estructuralista del Cuento de Vladimir Propp; o los diversos escritos sobre la teoría del cuento del mismo Cortázar, dentro de los cuales encontramos la carta que le enviara en 1954 al mexicano Juan José Arreola.
Pero, para no dispersarnos en diletantes disquisiciones sobre el particularísimo tema, los invito a enfocarnos en el aspecto referente al «tiempo psicológico» en el cual el lector de hoy es inmerso cuando lee un cuento; vamos a especular sobre la extensión perfecta que debería tener. Para comenzar, excusemos de este breve análisis, al Microcuento, al estilo de los de Augusto Monterroso: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí; o el de Arreola: Estabas a ras de tierra y no te vi. Tuve que cavar hasta el fondo de mí para encontrarte; que son piezas de una profunda belleza y sabiduría. También vamos a obviar los cuentos largos, para centrarnos en el texto de una duración aproximada entre 15 a 25 minutos. Supuestamente para el gusto actual, es el tiempo de duración ideal para vivir una emoción estética de alto regocijo. Habría que aprovechar ese estado de atención privilegiada, de concentración y expectación máxima durante el cual el lector estaría seducido totalmente por la historia que se le está narrando, antes de que su atención se debilite y se diluya en otros menesteres. El fundamento— válido o no— se ampara en que todo el mundo vive de afán y a la carrera. «Vivir el momento, vivir el instante», escucha y lee uno por todos lados. En este sentido, el cuento se ajustaría como anillo al dedo, al modo de vida azarosa y rápida del gusto posmoderno.
Sin embargo, la premisa que defiende la tesis del tiempo intenso, profundo y breve— quizás para algunos acuciosos teóricos una peregrina idea—, posee en el cuento elementos esenciales y substanciales que lo caracterizan como tal y que lo diferencian de la novela, por compararlo con otra forma narrativa.
El asunto para el cuentista infiere un compromiso inexcusable: su texto debe ser fulminante y fatal, que golpee por nocaut los registros de un tiempo expansivo y vertical sobre la conciencia absorta del lector.
El perfecto cuentista debería estructurar su narración dentro de un espacio único y en un tiempo mínimo, con un argumento preciso y un solo protagonista, de emociones profundas con un dramatismo in crescendo; con un suspenso que lleve al lector a agazaparse tenso durante ese instante primordial, el cual se abrirá hacia un final de fuegos pirotécnicos o de orgasmo compulsivo unas veces, u otras, invadiendo la psiquis del afortunado lector de sensaciones que sacudan y zarandeen su ser con una vivencia inesperada que lo lleva a reaccionar a fondo, seducido por esta nueva aventura interna que le abre las puertas para avanzar hacia lo esencial.
De cualquier forma, la intención es la de dejar al lector convulso y exhausto en la convicción de haber pasado por un trance de inolvidable belleza.
Finalmente, convoquemos luces teóricas que nos den—por oposición entre Cuento y Novela— más elementos de juicio para comprender el porqué de una condensación plástica y radical del texto del relato corto. Nada mejor para ello que citar algunos fragmentos de la Carta que Cortázar le enviara a Arreola (citada arriba), y que viene justo a propósito cuando compara algunos de los elementos constitutivos del Cuento con los de la Novela:
“(…) Es curioso que muchos cuentistas no han reflexionado jamás sobre el género. No hablo de la reflexión estilística, pues no es imprescindible, sino de esa meditación primaria, en la cual colaboran por partes iguales la inteligencia y el plexo, y que debería mostrarle al cuentista lo riesgoso de su territorio, su complicada topografía, y la responsabilidad que supone. El cuento está desprestigiado por los cuentos. ¿Ha visto usted lo que se publica habitualmente en las revistas? Para uno bueno, para un cuento que caiga parado como un gato de un cuarto piso, el resto o son recortes de una situación mucho más extensa (las tijeras son la haraganería del escritor, o su incapacidad para seguir adelante), o difusos tratamientos de cualquier tema, bueno o malo; lo que en realidad estropea a estos últimos es siempre la falta de concentración, de ataque.
” (…) Juegan al fútbol en vez de torear, someten la materia narrativa a una serie de evoluciones y combinaciones complejas, a largo plazo, es decir aplican la técnica privativa de la novela y que en ella da resultados maravillosos (que lo digan Balzac, Stendhal y Proust). Porque no ven —y esto es capital— que el cuento es una cuestión de lenguaje formando cuerpo con el relato, y entonces escriben sus cuentos exactamente con el mismo lenguaje más o menos discursivo de la novela. Pero dando un paso más abajo, no cuesta ver que ello sucede porque el
impulso motor del cuento es novelesco, y ahí está la gran macana como decimos en la Argentina, ahí está la burrada sin perdón, creer que un cuento, que es el diamante puro, puede confundirse con la larga operación de encontrar diamantes, que eso es la novela. No me gustan las fórmulas pero me parece que aquí tengo razón: un cuento es siempre el vellocino de oro, y la novela es la historia de la búsqueda del vellocino. La novela es una maravilla, pero su técnica malogra el cuento”.