Cuando Joe Tres Dedos entró en la habitación del hotel Circus Circus de Las Vegas en donde descansaba Merengue Flou, el boxeador negro de casi ocho pies de alto se olió lo peor.
— Has de perder mañana — le dijo a bocajarro el preparador, sin mirarle directamente a los ojos.
Merengue se levantó de un brinco de la cama, con los ojos inyectados en sangre, cogió a Joe Tres Dedos por el cuello y lo arrastró hasta la pared llevándolo en vilo durante todo el recorrido, sin que los pies le llegaran al suelo, ahorcado de su gran mano negra.
— ¿Qué mierda me estás diciendo? — gritó, escupiendo una nube de babas sobre el pálido rostro de Joe Tres Dedos.— ¿Pretendes que se rían de mí? ¿Queréis hundir mi carrera? ¿Cómo puedo yo perder ante ese viejo de John Galiano que se mea en los calzones?
— ¡Suéltame y te lo explicaré! Me estás ahogando — suplicó Joe, con la voz entrecortada.
Merengue aflojó la tenaza de su mano y Joe Tres Dedos pudo respirar por fin y tocar con los pies el suelo de la habitación.
— Explica lo inexplicable — gruñó el boxeador negro recorriendo la habitación a saltos y golpeando a su sombra—. Explica por qué tengo que perder ante esa mierda italiana de Galiano. Explica por qué tengo que perder la bolsa de 200 millones de dólares.
— Dinero, Merengue. Cuestión de dinero simplemente. Las apuestas van tres a uno a tu favor, y se espera que lleguen, antes del combate, a cuatro a uno.
— ¿Y?
— El señor Russmeyer apuesta por la mierda italiana.
— ¿Por qué no lo hace conmigo?
— Vamos, Merengue. Es complicado. Ese es el mundo de las apuestas y no me hagas entrar en él. Lo que parece cierto es que los beneficios del combate serán tan cuantiosos, en lo que concierne a las apuestas, que el señor Russmayer está dispuesto a igualarte los 200 millones de la bolsa aún perdiendo.
Merengue se dejó caer bruscamente sobre la cama y el lecho crujió bajo su peso, como si fuera a desintegrarse.
— Lo pensaré.
— No hay nada que pensar. Hay que obedecer, así de simple. Perder un combate no es nada. Puede haber luego una revancha y entonces te puedes dar el gusto de machacarlo.
— ¿Y cómo debo perder?
— En el tercer asalto. Has de dominar en los dos primeros, que la gente confíe, y en el tercero besas la lona, bajas la guardia y encajas unos cuantos golpes, y no te levantas.
— ¿Y si no quiero?
— Vamos, Merengue. No me hagas hablar más de la cuenta. Tú no eras nadie hasta que llegó el señor Russmeyer; él te sacó de la calle, del presidio, te hizo un boxeador, invirtió en ti. Tú no eras otra cosa que unos kilos de músculos.
— Creo que ya se lo he pagado con creces.
— Y está tu familia. Piensa en tu mujer y en tus dos hijas.
Merengue se levantó de golpe, como impulsado por un resorte, y en un salto plantó su enorme y musculado cuerpo ante el de Joe Tres Dedos.
— No te entiendo, lisiado — gritó junto al oído de su interlocutor que parecía encogerse a medida que el gigante de ébano se le aproximaba peligrosamente.— ¿Es una amenaza eso que estoy oyendo? ¡Di! ¿Lo es?
— Yo sólo te advierto, Merengue. Mira mi mano — y Tres Dedos extendió la deforme extremidad de la que hacía diez años habían sido amputadas dos falanges—. Russmeyer no bromea.
***
Merengue trataba a las zorras de las que se servía como a los sparrings que le echaban al cuadrilátero. Y con aquella rubia siliconada, delgada y tetona que le había enviado a la habitación la agencia de modelos por indicación de Joe no hizo ninguna excepción. La persiguió alrededor de la cama, en estado de priapismo agudo, la tomó cuando la notó sudada y sus manos pudieron deslizarse resbalando por sus curvas y la montó obligándola a permanecer a cuatro patas junto a la ventana, mientras aporreaba suavemente con los puños cerrados sus nalgas suaves y su vista se perdía en el horizonte polvoriento de Las Vegas que agonizaba por la ventana del undécimo piso del hotel Circus Circus.
— ¡Vístete, muñeca! — ordenó mientras se envolvía en una toalla y volvía a la cama.
— ¿Tú eres ese boxeador tan grande que mañana combate contra Galiano? — preguntó la azafata mientras metía con dificultad sus tetas de silicona en el sucinto sujetador.
— Sí. ¿Cómo lo sabes? — Merengue conectó el televisor y fue zapeando por todas las cadenas sin dar tiempo a que las imágenes se asentaran.
— Está anunciado en todas Las Vegas. Eres inconfundible. ¡Dios, qué musculatura! Me gusta hacérmelo con negros musculosos como tú. Me muero por tus bíceps y por tus pectorales.
— Seguro.
— Voy a apostar por ti.
— ¿Por mí? Hazlo por el italiano.
— ¿Quieres que pierda? ¡Estás loco! Los que entienden de boxeo creen que Galliano no aguantará ni el primer asalto.
— ¿Sí? Me alegra oírlo.
— Si quieres vengo mañana a celebrarlo contigo.
La azafata se había vestido por completo y resultaba mucho más obsceno su aspecto de esa guisa que sin la ropa. Los pantys aleonados le ceñían tanto la pelvis que, más que vestirla, la desnudaban.
— Mañana no sé dónde estaré.
***
Zita le llamó como solía hacerlo siempre, la noche antes del combate, y pilló a Merengue a mitad de una bolsa de patatas fritas y una lata de Seven Up. Zita le habló con la misma voz dulce y melosa de siempre, y Merengue se la imaginó al otro lado del teléfono, con la cabeza enrulada, el delantal de flores y la cocina humeante en donde se le debía haber quemado el guiso de la noche.
— Hola, mi amorcito, mi corazoncito.
— Hola, Zita. ¿Y las niñas?
— En la cama, durmiendo.
— Estupendo.
— ¿Estás tranquilo?
— Claro, lo estoy.
— Mañana te veré por el televisor. Van a retransmitir el combate a toda la nación.
— Míralo desde casa de mi hermano — dijo, tras un instante de silencio que empleó en vaciar de un trago la lata de Seven Up.
— ¿Tu hermano? Moisés vive en Alabama.
— Ya lo sé. ¿Crees que no sé dónde vive mi hermano?
— ¿Y pretendes que coja el avión y me vaya a Alabama para verte boxear por televisión? No te entiendo, cariñito.
— Zita, no hagas preguntas y haz exactamente lo que te digo.
— ¿Qué ocurre? — Merengue advirtió un signo de alarma en la voz de su mujer.
— No ocurrirá nada si ves el combate en casa de mi hermano Moisés.
— ¿Has bebido?
Merengue eructó ruidosamente a través del auricular.
— He bebido un Seven Up. Ciao, cariño.
***
El recinto hervía de luces y gritos. Las gradas rebosaban de espectadores. Pero Merengue nunca miraba a su público. Sabía que estaban allí, miles de ellos, de todas las razas y condición, hombres y mujeres que vitoreaban cada uno de sus mazazos, pero no los tenía en cuenta. En cuanto salía al ring estaba ciego y sordo, era una máquina de golpear que se lanzaba como un toro rabioso contra el contrario y lo demolía tras una lluvia de golpes.
Galliano tenía la musculatura lacia de un atleta de treinta y seis años, el michelín amenazando por encima del calzón y el bíceps caído y movible dentro de su envoltura dérmica. Bailó con cierto garbo en el primer asalto, paró sus primeros golpes de tanteo, intentó una incursión por el flanco derecho que se saldó con un formidable puñetazo que Merengue conectó a su zona lumbar y en el segundo asalto se mantuvo a la defensiva, rehuyéndolo cada vez que el gigante negro atacaba, retrocediendo hasta la esquina de las cuerdas en donde parecía sentirse seguro y ofrecía una resistencia férrea cruzando los puños a la altura de la cabeza y bajándolos cuando intuía una descarga baja. Merengue lo había podido noquear en, al menos, diez ocasiones, diez instantes en que los brazos de Galliano no fueron lo suficientemente rápidos como para predecir el ataque y llegaron tarde, pero se limitó a señalarlo con el puño, a hundirlo y marcarle las costillas, dibujar en la carne algo fofa del italiano una marca morada en la cintura, bajo la tetilla derecha, en el costado, en el hombro.
Joe Tres Dedos aproximó la boca al oído de Merengue mientras a éste le masajeaban las piernas, le secaban el sudor de la frente y le ajustaban el bocal.
— Ahora sales confiado, con la guardia baja, y encajas los golpes que sean hasta que te tumben. Ok?
— Ok.
Era difícil dejarse ganar por Galliano, sobre todo cuando le había vencido sin dificultad siempre que se habían enfrentado. Pero lo intentó. Salió confiado al centro del ring, con los brazos bajos, y Galliano se abalanzó sobre él y le golpeó con contundencia el hígado, el pecho, la barbilla. Le dolió. Merengue retrocedió aturdido mientras sentía molestias en la dentadura y le llegaba un murmullo ensordecedor del público. Galliano conectó sus puños a su cara, golpeó con contundencia el rostro del adversario, aplastó su nariz con un formidable directo que hizo crujir el hueso y luego golpeó la mandíbula del boxeador negro una y otra vez. Merengue estaba maduro para caer, incluso se tambaleaba: le dolía la cabeza y el ring le daba vueltas. Olía el sudor excitado de Galiano y sentía el curso de su sangre corriendo por la cara, cuello y pecho.
— Te voy a matar, mierda de negro — rugió Galliano estampando su puño en medio del rostro deforme de Merengue que se abría por sus múltiples cortes y exudaba sangre.
Y entonces se olvidó de lo pactado, del señor Russmeyer que le sacó de la cárcel, de Tres Dedos y su mano deforme, y se vio en una de las muchas peleas callejeras de las calles de su Harlem natal que le llevaron al cuadrilátero. Detuvo el ataque de Galliano, paró sus golpes y comenzó a conectar los suyos sin descanso, uno tras otro, hasta alcanzar de lleno su mandíbula. Galliano voló por encima del ring, chocó contra las cuerdas y quedó tendido en medio de la lona mientras el árbitro contaba hasta diez.
***
Los hombres de Russmeyer le asaltaron antes de que llegara al coche. Al más fuerte de ellos lo tumbó de un derechazo y el tipo salió despedido contra un enorme contenedor de basura quedando tendido con el tabique nasal roto, pero los otros consiguieron inmovilizarlo por la espalda mientras el tercero conseguía que entrara en razón con el cañón de un revólver en la sien.
Russmeyer estaba sentado en su silla de ruedas, tras la mesa de su despacho, mientras Merengue permanecía tirado en el suelo, esposado a la espalda, como un perro, ahogándose en su propio vómito y en su propia sangre. Alguien, mientras había permanecido sin sentido, había medido su cara con un bate de béisbol y ahora era el color rojo el que prevalecía sobre el negro de la piel.
— Te lo advirtió Tres Dedos — dijo el señor Russmeyer aspirando el humo de su cigarro con fuerza mientras jugueteaba con la cadena de oro de su reloj —. ¡Valiente hijo de puta! Te prometió los doscientos millones de dólares, pero tuviste que joderme, puto negro. Escoria maldita que sin mí no serías nada. ¡Nada! Yo hice de esta mierda que eres algo de provecho y la mierda me lo paga haciéndome perder en una noche dos mil millones de dólares. Te voy a hacer filetes, mierda de negro. Te vamos a trocear para venderte a lonchas en mi cadena de supermercados, para meter tu carne en las hamburguesas y en los tacos. Vas a morir como un cerdo, descuartizado, sufriendo horrores, ¿me oyes?
— Quiero decirle algo, señor Russmeyer, en mi descargo.
— Veamos que tienes que decirme. Ponedlo en pie.
Lo ayudaron a levantarse. Merengue miró a Russmeyer a través de la cortina de sangre de sus ojos y midió mentalmente lo que le separaba de él: la mesa. Menos de medio metro de madera. Sonrió.
—Bien, habla, ¿o es que Galiano se ha merendado tu lengua, negro del demonio?
En silencio, sin previo aviso, saltó sobre él, con la misma diligencia que empleaba a los quince años cuando la policía batía el barrio y él coronaba la verja antes que nadie; lo derribó y cayó sobre él pesadamente. El tullido se agitó unos segundos aplastado por su mole, farfulló auxilio y luego quedó inmóvil. Cuando uno de los sicarios consiguió rebanarle la garganta a Merengue con una daga ya era demasiado tarde; el boxeador había hincado el diente en la yugular del señor Russmayer, como un perro de presa, y ahora su rostro sí que era ya todo sangre, suya y ajena.
*”Cristal en la mandíbula” forma parte del libro de relatos “Marero” (Ediciones del Contrabando, 2015) que acaba de publicar José Luis Muñoz