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El corazón de las tinieblas

Creo que fue en 1963 cuando leí El corazón de las tinieblas, una de las obras más importantes de la literatura universal, y de las más oscuras, que se publicó en 1902, no bien despuntaba el siglo. Era menos que adolescente cuando me enfrenté a ese libro, pero la novela medio autobiográfica de Joseph Conrad me atrapó tanto como me inquietó. Ése quizá fue uno de los textos que, por aquella época, leí a destiempo y que quizá debiera releer si no tuviera, todavía, tantísimos libros que me esperan en los anaqueles de mis librerías. Leía por entonces a Robert Louis Stevenson y Jack London, que fueron determinantes en mi vocación literaria, y en mis viajes, pero el polaco era mucho más complejo que el británico y el estadounidense. Muchos años más tarde, en 1980, la versión que hizo Francis Ford Coppola, trasladando la novela de Joseph Conrad del Congo a Vietnam en Apocalypse Now, una de las mejores películas bélicas jamás filmadas, volvió a recordarme la existencia de la novela y me acercó de nuevo al horror humano, al mal tan presente en la humanidad a lo largo de su historia, intrínseco en casi todos nosotros. En el libro Kurtz, el megalómano en que se ha convertido el dueño de la explotación de marfil, muere de enfermedad cuando Marlow, el marinero que asciende el río Congo en su búsqueda, lo intenta sacar de esa selva africana en la que ha enloquecido; en la película el coronel Kurtz—un memorable Marlon Brando cuyo papel se construye desde su no presencia, uno de los muchos aciertos del film—, se ha convertido en un problema para sus superiores, que consideran que ha traspasado todos los límites con su reinado en la selva de Camboya, y es ejecutado por el capitán Benjamín L. Willard que sube el Mekong en su búsqueda—sin duda el mejor papel que tuvo en su manos Martin Sheen—, y en ambas ese megalómano personaje muere pronunciando unas palabras enigmáticas: ¡El horror, el horror! El que causa él, y el hombre, por extensión.

            No ha mejorado mucho el mundo desde la salvaje colonización del Congo a cargo del rey Leopoldo de Bélgica, que recogía Joseph Conrad en su novela, ni tampoco desde una de las guerras más sucias, cruentas y estúpidas como la que libró y perdió Estados Unidos en Vietnam y que filmó Francis Ford Coppola. Me he acordado mucho de Conrad estos días, y también de las imágenes de Ford Coppola. He visto una foto estremecedora de doscientos cincuenta soldados del ejército sirio, anónimos combatientes del tirano Al Assad, medio desnudos y conducidos como un rebaño en el desierto por los matarifes del Estado Islámico, y por un segundo me he metido en su piel para salir de ella a la velocidad de la luz y agradecer haber nacido en este lugar de la tierra en el que nos quejamos por muchas razones olvidando que existen otros infinitamente peores en los que lo milagroso es sobrevivir. Me ha recordado esa foto cruenta, en otra escala, a los judíos conducidos mansamente a la cámara de gas por sus inhumanos verdugos nazis. ¡El horror, el horror! La crueldad sin límites del hombre hacia los suyos que no encuentra parangón en el despiadado reino animal del que salimos. Esos 250 hombres derrotados, inermes, sirvieron luego de propaganda, una vez ejecutados, como banderín de enganche para los fanáticos enloquecidos y sedientos de sangre del Estado Islámico que aspira superar en brutalidad y terror a sus colegas de Al Qaeda. Como los nazis de antaño, estos yihadistas filman sus atrocidades, orgullosos de ellas, y las cuelgan en la red. Cine snuff que provoca lo que ellos quieren: la propagación viral del terror. ¡El horror, el horror!

Otra cinta snuff ha sacudido las retinas de medio mundo. El asesinato de James Foley, un periodista de guerra norteamericano—Ramón Lobo contaba que se ha abierto la veda de los periodistas, antaño respetados, en los conflictos porque ya no son útiles y los dos bandos ya tienen sus propios corresponsales—capturado en Siria, a manos de un ejecutor que, al parecer, es un rapero londinense afiliado al Estado Islámico. Antes de ser degollado y decapitado ante la cámara, James Foley lanza un alegato con voz firme y contundente contra su país culpándole de su muerte, lo que quizá indique que fue engañado con la falsa promesa de que con esa declaración iba a salvar la vida. Las imágenes, con la arena dorada del desierto como telón de fondo, la víctima arrodillada vestida con un mono de color naranja, como los prisioneros de Guantánamo, y el verdugo a su lado, de negro, cubierto con un antifaz y blandiendo el cuchillo homicida, parecían una puesta en escena cinematográfica, el fragmento de una película de horror. Pero allí no había ningún director que gritara ¡Corten! y el actor murió, inhumana y cruelmente, ante una cámara de cine en un nuevo hito de la pornografía del horror. ¡El horror, el horror!

Imagino que todos ustedes ya lo habrán advertido y que estarán de acuerdo conmigo en que reina en el mundo el caos generalizado, del que nos llega estas y otras imágenes atroces de lo que sucede fuera de la balsa Europa para helarnos la sangre, y supongo que no es una casualidad el que media humanidad se haya vuelto loca, sino que este estado de paranoia debe de estar inducido por quien maneja los hilos del mundo y mueve los peones a su conveniencia. Despertamos de la barbarie sin paliativos de los bombardeos salvajes de Israel contra la población civil de Gaza, con imágenes de muerte y destrucción pavorosas, y vemos como en Siria y en Irak campan unos fanáticos que asesinan a sangre fría a todos los que no profesen su fe. En esta partida de ajedrez geopolítico resulta que Al Assad, que ha estado bombardeando a su población desde hace más de dos años, ya no es tan malo porque los que lo combaten, o una parte importante de ellos, el Estado Islámico, es todavía peor que él y pobres los martirizados sirios si llegan al poder los talibanes de Mesopotamia. O puede que simplemente Al Assad no filme las atrocidades que comete y de este modo tenga algo de mejor prensa ahora.

El Estado Islámico se está convirtiendo en una alternativa a Al Qaeda que, a su lado, hasta parece moderada. Combate en dos países limítrofes, en un Irak que prácticamente es un estado fallido, como lo es Afganistán o Somalia, y en una Siria devastada por una guerra civil que ni Occidente, ni Estados Unidos, ni las Naciones Unidas han querido detener. A sangre y fuego, un ejército de sanguinarios fanáticos que cuenta entre sus filas con europeos y estadounidenses, pretende instaurar un califato en Mesopotamia y extender el islamismo suní radical por la zona. Estados Unidos lo combate con drones y bombardeos aéreos en Irak y no descarta intervenir en Siria, con lo que ayudaría al detestable Al Assad al inclinar la balanza bélica a su favor. Podría además darse la paradoja que dos enemigos irreconciliables, como la potencia norteamericana y el régimen de los ayatolás de Irán, llegaran a una alianza contra natura para desembarazarse del Estado Islámico que es una amenaza para ambos y persigue a muerte a los chiitas. Persiste más al sur la amenaza de otro loco sanguinario, el líder de Boko Haram en Nigeria, que asesina a diestro y siniestro, y sigue en poder de esos desalmados las niñas secuestradas de las que ya nadie se acuerda. Y el Sajel es pasto de los terroristas de Al Qaeda del Magreb Islámico, que secuestra turistas cuando le viene en gana y atenta contra pozos petrolíferos, y a punto estuvo de hacerse con todo Mali si no llegan a intervenir los franceses. Mientras en Somalia, otro estado fallido, campan a sus anchas otros yihadistas igualmente siniestros: los de Al Shabab. ¡El horror, el horror!

Habría que felicitar al trío de las Azores, a Bush, Blair y Aznar, por el destrozo sin solución que hicieron en la zona, por lo mucho que alentaron para que aflorara en Mesopotamia el terrorismo que decían combatir; me los imagino viendo en su casa esa recua de soldados sirios dirigiéndose al matadero o esa escena de terror protagonizada por James Foley y me temo que no se sentirán ni tan siquiera un poco responsables de tanta muerte. La invasión ilegal de Irak, ante la que todavía no han respondido ante la justicia—un juez, por favor, que los siente en la corte penal de La Haya—, aparte de dejar 400.000 muertos en el camino ha servido para desmembrar Irak y que se vea abocado, seguramente, a su desaparición como nación en los próximos años. Una solución salomónica, y de justicia, sería coger a los tres y lanzarlos en paracaídas a la zona para que trataran de arreglar el desaguisado que han provocado: los veo cayendo, en el mejor de mis sueños, entre el Tigris y el Éufrates. El trío, con su acción sustentada en una ristra de mentiras—Bill Clinton se tambaleó en la Casa Blanca al mentir por una relación sexual, pero nadie le ha pedido cuentas a George W. Bush por sus mentiras letales—, sembró el caos en la región y de ese caos salió ese nuevo monstruo llamado Estado Islámico que parece haber deglutido en sus fauces a Al Qaeda de Mesopotamia que surgió tras la invasión de Irak y la muerte de Sadam Hussein. En Libia, otro estado fallido, nadie sabe lo que pasa desde que el sátrapa Muammar Al Gaddafi fue linchado con la connivencia occidental. Y en lo que ha derivado la esperanzadora primavera árabe, un estallido de libertad que se ha convertido en todo lo contrario, es un misterio que deberá explicarme algún politólogo que conozca la zona.

Tengo tendencia a pensar mal y a elucubrar que nada de lo que está sucediendo es casual. Habrá que averiguar quién se beneficia directamente de todo ese caos al sur del Mediterráneo que provoca una invasión masiva de Europa por parte de emigrantes que huyen despavoridos de países en guerra, y es que todos están prácticamente en guerra, y preguntarse por qué Occidente dejó caer todas aquellas satrapías que, al menos, hacían frente eficazmente al integrismo religioso y eran más o menos laicas. No creo que les espantara mucho que violaran todos los derechos humanos puesto que llevaban haciéndolo desde siempre los Gaddafi, Sadam Hussein y Mubarak de turno. ¡El horror, el horror!

Por si no tuviéramos bastante con ese hervidero en una de las orillas del lago que separa África de Europa, el cuarto mosquetero del Trío de las Azores, D’Artagnan, el más discreto, un tipo que se llama José Manuel Durao Barroso, que nadie ha elegido y se mantiene por encima del bien y del mal en su puesto de Presidente de la Comisión Europea desde hace diez años, casi perpetuo, nos advierte del peligro que supone para Europa lo que está sucediendo en Ucrania con la invasión rusa que se está produciendo, algo que Vladimir Putin niega a pesar de las múltiples evidencias. Hablaba ayer el amigo de Bush, Blair y Aznar, con tono solemne, como si de una declaración de guerra se tratara, que la situación en Ucrania estaba entrando en un punto de no retorno, y el zar ruso, casi al mismo tiempo, recordaba a los que le están cercando con vetos económicos y amenazando—y que Ucrania entre en la OTAN, como van a pedir las autoridades de este país dividido, es considerado por Putin una provocación militar y una amenaza directa— que Rusia es una potencia nuclear, por si se había olvidado.

No quiero ser malpensado, pero aquí hay alguien que está moviendo los hilos para que el caos sea generalizado y nos veamos todos implicados en alguno de los muchos conflictos que están prendiendo a nuestro alrededor. Algo hay que hacer con el excedente de cerca de treinta millones de personas sin empleo que hay en Europa, deberán pensar los que siempre han manejado la historia a su antojo, y no son suficientes los recortes que recortan la vida, la acortan. Quizá en algún salón secreto nos estén montando en varios frentes la Tercera Guerra Mundial para destruir y después construir, que es el mantra del capitalismo más salvaje que necesita de la destrucción total para seguir sobreviviendo y alimentarse, y la crisis global y el caos generalizado formen parte de un todo.

Un analista norteamericano, Paul Craig Rogers, cuando empezó lo de Ucrania alertaba de que Armagedón está al caer. Quizá estemos avanzando hacia la distopía que recreé en Ciudad en llamas y lo que yo situaba en 2070 se encuentre a la vuelta de la esquina.

Voy a volver a leer El corazón de las tinieblas, si estoy a tiempo. ¡El horror, el horror!

 

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