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El bar de Poe

Carlos Salem

El tren del amanecer

Sotanovsky había perdido la cuenta de los años, días, o semanas, que llevaba en la estación. La rutina en que vivía desde su llegada a la plataforma al costado de la vía, en el centro de la nada, no era propicia a la exactitud. Y la estación en sí era poca cosa: apenas el kiosco de pipas en el que moraba, la plataforma, el banco de madera que durante la noche cambiaba de lugar, y el cartel con el nombre de la estación, que nunca era el mismo cuando lo volvía a leer.

En todo caso, a Sotanovsky esa imprecisión le daba igual, porque sabía lo que esperaba.

Esperaba el tren del Amanecer.

Recordaba también por qué había llegado allí.

Y ese recuerdo le causaba tal bochorno que cuando lo asaltaba, se ocultaba al otro lado del kiosco de pipas –el que tocara ese día- para que el banco no lo viera llorar. Había llegado allí empujado por una pena de amor, cuando Ella lo dejó a causa de un grave desacuerdo sobre el dibujo que estampaba las sábanas de su nido de amor.

«¡Qué bello desierto!, ¿no?», había comentado Ella, desnuda y a cuatro patas sobre la sábana, la funesta noche en que todo acabó.

Ella era generosa con su cuerpo, famélica en su sensualidad e infatigable en el propósito de experimentar con Sotanovsky nuevas formas de placer. (Su recuerdo estaba tan cargado de sexo que procuraba no pensar en Ella cuando estaba dentro del estrecho puesto de pipas, porque la añoranza se transformaba en erección y  luego tardaba horas en poder salir). En la soledad de la estación, Sotanovsky se interrogaba a menudo sobre el fugaz pero irreversible rapto de locura que lo había llevado a perderla para siempre. ¿Acaso no había pasado meses y meses sin decir palabra cuando Ella aseguraba que el ascensor de su casa era en realidad el vestidor, y allí se desnudaba sin pudor, para solaz y esparcimiento de los vecinos, que llegaron a ofrecer a Sotanovsky correr con su alquiler para evitar que se mudaran? ¿No había sostenido largas conversaciones con amigos y familiares de Ella utilizando el florero, que Ella llamaba «teléfono» con total seriedad? (De hecho, juntos habían contado con voracidad las monedas guardadas en el microondas -que de Ella recibía el nombre de «hucha»-, la mañana en que recibieron la factura atrasada de la floristería, y  el propio Sotanovsky proclamó sin dudar, ante el cajero del banco, que «vengo a pagar antes de que me corten el florero».) ¿Qué extraño influjo lo llevó a destrozar la húmeda felicidad que vivían, aquella noche de ingrato recuerdo?

Ella lo era todo, y todo con Ella era sexo, aunque lo nombraba de diferentes modos. Así, no era extraño que, mientras jadeaban sobre el colchón, conversara con su abuelita por el florero, y le informara que estaban amasando buñuelos. En su defensa, Sotanovsky argumentaba a menudo que era difícil acertar, y recordaba aquella Semana Santa en que Ella le prometió que se pasarían cuatro días «sin parar de hacer buñuelos». Y en efecto, hicieron 345.934 buñuelos de bacalao, para entusiasmo de los pobres del barrio durante las primeras semanas, y alivio de los ricos más tarde, porque los pobres, hartos de buñuelos, acabaron por mudarse, con lo que las propiedades en la zona se revalorizaron de un modo considerable.

Inútil recordar, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Durante las primeras semanas se entretuvo realizando sencillos dibujos con las pipas, que dejaron lugar a diseños más complejos a medida que Sotanovsky adquiría pericia en el asunto. Cuando acabó una reproducción perfecta de La Gioconda, la sonrisa de Mona Lisa le recordó el gesto saciado y ávido de Ella después del amor, cuando le dejaba recuperar el aliento, despedía a los enfermeros que habían acudido a comprobar las constantes vitales de Sotanovsky, y con una mirada cargada de lascivia le decía: «ahora nos pasaremos la noche fregando platos». Sotanovsky suspiró. Como solía decir Ella, lo suyo era un verdadero amor platónico.

Y él lo había echado a perder la funesta noche que, pegado aún a su cuerpo, cuando Ella exclamó, jadeando todavía, «¡Qué bello desierto!, ¿no?»; él observó el verde diseño de las sábanas, los árboles tropicales, los coloridos guacamayos decorando las ramas y el perfil sinuoso de los tigres acechando en la espesura, y murmuró, contra toda evidencia: «pues hubiera jurado que era una selva».

Herida por semejante afirmación, ella lo abandonó para siempre, advirtiéndole que si alguna vez recuperaba la cordura, Sotanovsky podría encontrarla en la Estación del Amanecer.

Desesperado, él salió a la calle como un hombre sin destino, compró media docena de caramelos de licor y se comió tres.

Lo siguiente que recordaba fue bajar tambaleante de un tren, en esa estación en el centro de la nada.

Allí veía pasar los trenes que siempre se dirigían al Oeste, hacia el Crepúsculo. Algunos se detenían, pero nunca bajaba nadie.

En ocasiones, Sotanovsky interrogaba a los pasajeros aplastando su cara contra la ventanilla, preguntándoles si la habían visto, o a qué hora pasaba el tren del Amanecer.  Muchos no contestaban, otros se reían, y sólo unos pocos intentaban, detrás de la frontera del cristal, responder de alguna manera. Pero aunque Sotanovsky tenía la costumbre de dar por buena cualquier respuesta -dado que solía olvidar una pregunta cuando acababa de formularla- en lo referente al tren del Amanecer no podía admitir que «colibrí» fuera un horario exacto. «Con lo breve que es un colibrí y lo poco puntuales que son los trenes, es imposible», murmuraba mientras el tren se marchaba hacia el Oeste. Un día dejó de preguntar y se limitó a entretener a los viajeros durante la escueta parada, bailando claqué o imitando a Frank Sinatra por mímica. Alcanzó tal perfección en esa tarea, que un día pudo leer sorprendido el periódico que una anciana pasajera pegaba al cristal y en el que se veía una foto suya bajo el titular «¡Confirmado: Sinatra vive, pero se ha vuelto imbécil!». El subtítulo afirmaba: «Miles de testimonios no dejan lugar a dudas: su voz es inconfundible». Respetuoso desde siempre de la fama ajena, él, que nunca poseyó una propia,  dejó de imitar por mímica a Sinatra. Y empezó a imitar a Elvis.

También dejó de intentar interrogar al maquinista, como hacía los primeros días. Esa tarea se veía dificultada por el hecho de que el tren tenía una máquina en cada extremo, y cuando por fin estaba por alcanzar la elegida, alentado por los gestos de los pasajeros, el simpático maquinista le saludaba con la mano desde la otra, mientras el tren se ponía en marcha. No se desalentó, porque, matemáticamente, alguna vez acertaría con el extremo adecuado. Pero esa esperanza recibió un duro golpe cuando comprobó, a través de las ventanillas del tren, que el maquinista corría en dirección contraria a la suya, soltando grandes carcajadas, y que en los gestos de aliento de los pasajeros afloraba algo parecido a la sorna.

Pasaba horas mirando hacia el Oeste, para ver venir el tren que lo llevaría al Amanecer, al abrazo envolvente de Ella.

Una tarde particularmente gris, creyó verla a través de los cristales, cuando el tren del Crepúsculo se detuvo en la estación. Estaba en brazos de otro hombre y era Ella, no cabía la menor duda.  Corrió hasta la ventana y golpeó el cristal para llamar su atención, con tal insistencia que la pareja acabó por verlo y lo saludó amablemente con las manos. El tren partió y Sotanovsky quedó sumido en la desesperación durante horas, hasta que, como sólo le ocurría en raras ocasiones, el aleteo de una duda vino en su auxilio. «¿Estoy seguro de que era ella?– se preguntó-. Al fin y al cabo yo llevaba mis gafas graduadas, pero dudo que en bolsillo de la camisa tengan el mismo efecto benéfico sobre mi miopía. Además, Ella es rubia como un trigal y la muchacha del tren juraría que era calva. Ella tenía los ojos azules y la del tren los tenía castaños. Pero lo que más me hace dudar, es que recuerdo que ella había cumplido los 27 años, y la muchacha del tren, como mucho, tendría seis meses. Ahora que lo pienso, bien puede ser que, en base al fabuloso parecido entre ambas, me haya confundido, y en lugar de tratarse de una pareja entregada a los juegos previos del amor, fuera una madre amamantando a su bebe. Porque de lo que estoy seguro es de que he visto un pecho desnudo. ¿O era un codo?»

Pese al alivio que le provocó este pensamiento, Sotanovsky supo que había tocado fondo. Con un gesto inapelable, buscó los tres caramelos de licor que le quedaban en el bolsillo, les quitó los envoltorios, y se los metió en la boca.

La noche iba perdiendo su negrura cuando, desde el Oeste, el tren se aproximó a la estación.

Sotanovsky no lo oyó llegar porque roncaba una profunda borrachera dentro del puesto de pipas.

El tren se detuvo.

Hizo sonar el silbato una vez.

Dos veces.

Tres.

Y luego se perdió rumbo al Amanecer.

La tarde ya era rosa cuando Sotanovsky despertó. Un tren llegaba desde el Este, como cada día.

Y por primera vez no interrogó a los viajeros ni intentó sorprender al maquinista.

Tampoco bailó.

Resignado, se limitó a  cerrar el puesto de pipas, le dio unas palmadas al banco de  madera, y sin despedirse del letrero acunado por el viento, que en ese momento ponía «suerte y adiós», subió al tren.

Más tarde, mucho más tarde, cuando veía por las ventanillas que el horizonte se ensangrentaba, y el crepúsculo aguardaba al final de la vía, Sotanovsky dejó de luchar contra los recuerdos y la resaca, y permitió que todo el tiempo junto a Ella volviera a su memoria: su amor desaforado, su nula pero encantadora habilidad para cocinar, su manía de nombrarlo todo al revés…

Comprendió de pronto y se echó a reír.

No dejó de reír cuando el tren se detuvo en la estación terminal, que según el letrero se llamaba Crepúsculo, ni cuando bajó al andén mientras se desnudaba, y preguntaba a los asombrados transeúntes por la ubicación del florero público más cercano.

 

 

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