El asistente de manager
me da unos latigazos
superiores a los del manager
en cantidad y calidad.
Mientras el manager
quiebra el pellejo
pasados los treinta minutos
el asistente solo demora
quince minutos
o menos.
Después lame la herida
como un perro a un caballo
y me lanza un caramelo
de limón.
El manager no lame la herida
ni me lanza caramelos.
Solo en raras ocasiones
lo he sorprendido
mirándome la herida
de reojo
como un caballo a un perro.
Los cristales de limón
más dulces que ácidos
y artificiales
se derriten en la lengua
convirtiéndose en espuma.
Entre las tres y las cuatro
puede localizarse
un pequeño cementerio
de envolturas de papel
junto a mi estación.
Las doscientas calorías
de cristal y azúcar
no hubieran caducado
hasta después
del año y un día
tiempo límite
para convertirme
en residente.
A un residente
no le puedes
provocar heridas
ni aunque seas asistente de manager
ni aunque seas manager.
Con un residente
el cuento es otro.
A un residente
no le importa
que le pases la lengua
como un perro a un caballo
no le importan
el cristal saborizado
ni la lengua.
A un residente
hay que respetarlo.
Mientras tanto
aprendemos a
no tenerle miedo al manager
y tampoco miedo a su asistente.
Y aprendemos a
escupir el caramelo
en la basura
sin que el asistente de manager
nos vea.
Y aprendemos a
pedirle perdón al manager
si hacemos algo indebido
como por ejemplo
usar el teléfono
en horario de trabajo.
Y aprendemos a
pedirle perdón al manager
si hacemos algo en contra del negocio
como por ejemplo
quitarnos la gorra
de la cabeza
porque la cabeza
sin su gorra
pierde cualquier valor.
Las diferencias
entre el valor de la gorra
y el valor de la cabeza
son incomprensibles
pero obvias.
Incluso aprendemos a
cogerle cariño al manager
y cogerle cariño igual
al asistente de manager.
En el cariño
no hay diferencias.