De Seúl a Bogotá: fotos, museos y un asesinato

Mientras descendíamos hacia Bogotá, a veinte minutos de aterrizar, me repetía que deberíamos haber pagado los cien dólares extras para llegar al mediodía y no a las cuatro de la madrugada. Desde que el capitán nos dijo que íbamos a empezar a descender, apoyé mi frente en la ventanilla del avión y mi cuerpo se tensó con una mezcla de vacío estomacal y sudor frío que siempre me acompaña en los aterrizajes. Seo-Jin no me había soltado la mano por más de una hora y podía sentir su emoción de aterrizar por primera vez en Latinoamérica, de venir a visitar a mi familia, y a diferencia mía, que había decidido guardarme los quinientos dólares que traíamos en la media del pie derecho por simple precaución, su rostro expresaba curiosidad, unas ganas intensas de aterrizar ya y respirar el aire denso de la montaña. Seguimos descendiendo, hasta que por la ventanilla vimos las luces de los barrios circundantes del aeropuerto y, al ver las señales verdes a lado y lado de la pista, aterrizamos en Santa Fe de Bogotá. A las cuatro tomamos el taxi que nos llevaría hasta el apartamento de mi abuela, en el sur occidente de la ciudad, donde nos quedamos por las siguientes cuatro semanas.

Habíamos planeado este viaje desde hacía tiempo, pero no había dejado de pensar en los peligros de la ciudad: el famoso paseo millonario, el atraco con burundanga, el raponazo del teléfono celular, el atraco a pico de botella en la buseta, la “ayuda” en el cajero automático para clonar la tarjeta de crédito. Regresaba con estas películas en la cabeza, convencido de que la ciudad nos esperaba con el mismo rostro con el que se había despedido de mí veinte años atrás cuando me fui de Colombia. Mejor dicho: volvía con la certeza de que Bogotá continuaba siendo la ciudad del miedo cotidiano, donde uno podía ser atracado a la vuelta de la esquina. Regresaba con cuarenta años, casado con Seo-Jin y después de visitar su familia en Corea del Sur, país donde uno deja el teléfono celular en la silla del bus y al siguiente día lo encuentra en el mismo lugar.

La primera salida que hicimos al centro de la ciudad fue la mañana siguiente de nuestra llegada. Mientras desayunábamos antes de salir, le repetí a Seo-Jin la misma cantaleta que ya le había echado varias veces: el teléfono mejor no sacarlo cuando estemos en el centro; lo mejor es no llevar bolso ni papeles; si un desconocido viene a hablarnos, lo mejor es no ponerle cuidado porque nos irá a pedir plata; mejor no abrir la ventana del taxi con el semáforo en rojo, pues en menos de lo que te imagines pueden meter la mano y agarrar lo que encuentren. Le solté el mismo sermón que ella ya conocía bien y del cual ya se había empezado a cansar. Se paró de la mesa, entró al baño a lavarse los dientes y, tras lanzar un “tranquilo, no sea paranoico”, yo seguí con el sermón, ahora a mi abuela, que nos había preparado una changua con almojábana y café con leche. Todo lo que mi abuela hizo fue alcanzarme otra almojábana.

Después de desayunar, llamamos un taxi y nos fuimos al centro de la ciudad. Recuerdo que el taxista agarró la Esperanza, subió por Paloquemao y después tomó la Diecinueve para llevarnos hasta la Cuarta con Séptima, donde empezamos nuestro recorrido a pie. En el taxi, a pesar del calor del mediodía, había decidido no bajar la ventana; le pedí a Seo-Jin que las fotos que tanto le gustaba tomar las redujéramos a los monumentos más importantes o para cuando subiéramos a la iglesia de Monserrate que, por estar en la cima de una montaña, me parecía más segura. Seo-Jin había terminado por ignorar mi paranoia y, cuando llegamos a la Plaza de Bolívar, me dijo que se había cansado de mi hostilidad contra mi propio país, que tenía el trauma del extranjero que regresa a su país creyéndose de mejor familia, y me pidió que la esperara en un café mientras ella se iba a dar una vuelta por la plaza para ver el Palacio de Nariño… sin mi compañía. Accedí y simplemente le repetí: “Seo-Jin, guarda el teléfono y ponte la cartera al frente”. Para entonces ya estaba tomándole fotos a las palomas que se congregan en el centro de la plaza a pedirle maíz a los turistas.

Al día siguiente pasamos toda la jornada en el centro. Como si hubiéramos hecho un pacto secreto en aquel momento en que nos separamos en la plaza, dejé de cantaletear a Seo-Jin con lo de la seguridad y ella siguió en lo suyo, disfrutando de Bogotá. Visitamos el Museo de Botero, la Casa de la Moneda y el Centro Cultural García Márquez, y almorzamos una bandeja paisa en el Chorro de Quevedo. Por diez dólares nos tomamos una foto juntos con una llama que se parecía a un familiar lejano y a las cinco de la tarde regresamos a la casa de mi abuela, donde nos esperaban doña Marina, la vecina de toda la vida que nos invitó a tomar onces. A su casa también llegaron otros vecinos, y entonces llegaron las invitaciones para el resto de nuestra estadía en Bogotá.

Con el paso de los días, empecé a sentir como si en cada salida, la ciudad quisiera demostrarme qué tan equivocado había estado y qué tan injusto había sido con ella. En las calles, en vez de atracos, descubrí la cantidad de gente que andaba en bicicleta y a pie rumbo al trabajo con la misma naturalidad con la que yo lo hacía en Ann Arbor. En los Ubers, en vez del paseo millonario, me encontré con hombres y mujeres que solo buscaban ganarse el pan. En una ocasión, en la calle, alguien se me acercó no para pedirme dinero sino para recordarme que habíamos estudiado juntos en el bachillerato. En vez de cuchillos para matar, vi cuchillos pelando frutas; en vez de sicarios, vi taxistas hablando de fútbol; en vez de pistolas, vi cámaras fotográficas de turistas apuntando a las casas de la Candelaria. Bogotá no terminó por robarme la billetera, sino que terminó por robarme la paranoia.

Regresamos a Michigan en junio.

En su teléfono Seo-Jin tendría por lo menos unas quinientas fotografías de la ciudad. En mi billetera traía unos dólares y no en la media sudada de nuestra llegada. En la fila para subirnos al avión aproveché para disculparme con Seo-Jin por mi paranoia, pero antes de llegar a la puerta de embarque una mano grande y pesada me detuvo: era la policía antinarcóticos. Requisa de rutina, dijeron. Nada grave, nada nuevo. Todo lo que encontraron fue café y chocorramos. Sin embargo, esa mano me recordó que la ciudad nunca me dejaba ir por completo. Para rematar, dos días después recibí un mensaje de WhatsApp de mi abuela: asesinaron a Miguel Uribe, el candidato a la presidencia. En la esquina del apartamento. Mierda, pensé. Ya se me hacía raro que no nos hubiera pasado nada. Con el teléfono en la mano no supe si mostrarle el mensaje a Seo-Jin. Fui a la sala y puse las noticas. En Bogotá la tregua nunca dura demasiado, pensé.

 

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