Yo era un joven inocente que, por la nefasta influencia de los cómics, acabé siendo lo que soy
Terry Gilliam
Les llamábamos funnies, ¿lo recuerdan?
Colgaban de un mecate que atravesaba, en forma perpendicular, desde el mostrador hasta el escaparate de las carnes frías. Estaban ahí, en las alturas, pavoneándose en sus múltiples personajes: extraordinarios todos ellos, en sus distintos y exóticos ambientes: el viejo oeste con sus cowboys enmascarados, la edad media con sus caballeros andantes y sus guerreras amazonas, la Segunda Guerra Mundial con sus nazis odiosos o la tierra del futuro con sus naves espaciales y sus pistolas de rayos láser.
Hablo de la tienda del chino, que estaba a tres casas de mi casa, y a donde mi madre me mandaba por algún ingrediente que le faltaba para sazonar la comida del mediodía. Hablo de entrar a la tienda y verlos ahí, como tesoros coloridos con sus portadas como anuncios de mundos por conocer, de vidas por vivir. Hablo, desde luego, de las revistas de historietas, esas que los niños de la colonia, en el Mexicali de los años sesenta del siglo XX, llamábamos funnies y que fueron por un buen tiempo, durante los años de mi infancia primera, una de las fuentes principales de conocimientos acerca del mundo que existía más allá de mi casa, mi cuadra, mi barrio y mi ciudad.
De vez en cuando, sobre todos los domingos, mi padre me daba unas cuantas monedas para que las gastara en lo que quisiera. La mayoría de los niños compraban dulces y chocolates. Yo, en cambio, iba corriendo a la tienda del chino y compraba una o dos o tres revistas que me pasaba leyendo toda la semana. El problema era decidir cuáles serían mis adquisiciones. Porque entre la pequeña Lulú y La zorra y el cuervo, entre Batman y El llanero solitario, entre el pato Donald y los Archies, debía escoger unas frente a la otras por más que todas me encantaran, a pesar de que todas me interesaran.
Al leer estas historietas aprendí el arte de narrar gráfica y textualmente, supe que lo visual y lo escritural son complementos que crean un arte nuevo. Con el tiempo, de las caricaturas pasé a los libros sin ilustraciones, pero el recuerdo de aquellas historietas, de aquellos cómics, lo conservo porque esas publicaciones me dieron asombros que nunca he olvidado, personajes entrañables que aún llevo como escudo por la vida. El sumergirme en eso mundos de fantasía me permitían entender mejor el mundo real, con sus héroes y villanos, con sus seres de una sola pieza y sus payasos rompedores de solemnidades, gente que luchaba por cosas nimias, como la justicia, la fraternidad, la rebelión en un orbe que pugnaba por la uniformidad y la censura, por el orden a pie juntillas.
Y ahora mismo, al pensar en este arte que nació en los periódicos como tiras diarias o dominicales, para luego volverse revistas y libros y novelas gráficas, puede uno volver a contemplar muchos de los personajes que me entretuvieron y educaron hace buen tiempo, sino descubrir también a los artistas que los crearon y dibujaron con tanto ingenio, creatividad y osadía. Artistas de la talla de Ernie Bushmiller, Johnny Hart, Chic Young, Bob Montana, Carl Barks, Walt Kelly o George Mac Manus.
Estamos ante un viaje que nos devuelve historietas conocidas sino que nos ofrece otras tantas que ya habíamos olvidado, pero que son tan valiosas por su contribución a las artes gráficas como al periplo emocional de crecer con esas criaturas en dos dimensiones, con esos seres que terminaron siendo nuestra familia extendida, con esos protagonistas que nos hablaron por vez primera de lo que necesitábamos saber: la vida del descastado, la amistad como don supremo, la rebeldía como la parte más sana de la personalidad, el anhelo de aventura más allá de casa.
Si no me creen, vayan y pregúntenle al príncipe Valiente, a Daniel el travieso, a Beto el recluta, a Snoopy o a Mafalda. A ellos, los sabios, los audaces, los terribles. Esos personajes que dejaron su huella indeleble en nuestra infancia y que ahora se han vuelto un deleite para todas las edades, gustos y preferencias. Porque de las historietas devino una creación que hoy domina buena parte del imaginario cultural de nuestro tiempo: las novelas gráficas que ya son, junto con las series de televisión o de internet, nuestra forma contemporánea de contarnos cuentos unos a otros, de hacernos viajar al corazón de las tinieblas de la condición humana. Pero para que eso ocurriera es necesario entender sus inicios, los orígenes de un arte que siempre ha estado acompañándonos, en casa, cerca de nuestras vidas como niños, adolescentes y adultos. Llamémoslos funnies, caricaturas, historietas, comics o tebeos, lo fundamental es los viajes que nos permiten realizar, los mundos que nos llevan a conocer.
Breve recapitulación de un arte mayor
En 2013, en una tira de historieta de apenas cuatro páginas, la caricaturista estadounidense Laura Park sintetizó la historia de este arte. En su tira vemos a un joven que llega, cargando papeles, a un faro que se encuentra situado frente a una gran ciudad con rascacielos, probablemente Nueva York, y que se instala a dibujar en el cuarto más alto del faro. El joven extiende una hoja de papel en blanco y se queda pensativo con el lápiz en la mano. Como no le viene pronto una idea mira por un telescopio lo que pasa en la ciudad. Descubre una pelea familiar entre un hombre y una mujer. En su lugar dibuja una pelea entre dinosaurios y seres humanos. Por los atuendos de los observados y por los objetos del estudio improvisado podemos precisar que estamos en las primeras décadas del siglo XX. Allí está una cafetera eléctrica, una lata con pinceles, lápices y borradores, unos periódicos en blanco y negro y nada más.
En las siguientes imágenes, el personaje sigue observando la vida urbana, como motivo de inspiración, pero los tiempos y él mismo han cambiado. En la segunda página, ubicada a mediados del siglo XX, el estudio contiene, en vez de periódicos, revistas de historietas a colores y en la ciudad, un ladrón le roba el bolso a una señora. Nadie la ayuda en ese trance y el caricaturista dibuja, en compensación, a un superhéroe enmascarado que auxilia a los desamparados. En la tercera página, el dibujante viste de hippie, lo que indica que estamos en los años sesenta del siglo pasado. Ahora observa que en la calle un joven de pelo largo intenta regalarle a una pareja de ancianos una flor, recibiendo un golpe por su gesto. El artista crea un mundo lleno de flores y amistad en contraposición de la realidad reinante.
En la última página, el dibujante se sitúa en el siglo XXI y está acompañado de su computadora portátil y su teléfono celular, aunque el telescopio sigue siendo el mismo. Con éste observa a la gente haciendo fila sin comunicarse entre sí, pues los habitantes de la metrópoli sólo están atentos a las pantallas luminosas de sus teléfonos. ¿Qué dibuja el artista de hoy? A un joven que llega, cargando papeles, a un faro que se encuentra situado frente a la gran ciudad. El círculo se ha cerrado, pero Laura Park nos dice algo más importante: más que los cambios en el tiempo, la labor de un caricaturista es mantenerse al día de lo que pasa a su alrededor, es seguir siendo un testigo de lo sucede en el mundo y de cómo eso le afecta a él y al público que va a ver su trabajo, transformando la realidad en un espacio cuadriculado donde todo puede suceder.
En cierto modo, esa es la historia del cómic, brillantemente planteada por Park, desde sus días de entretenimiento puro y simple, de sección dominical para los niños en los periódicos, hasta el momento actual en que se le acepta como un arte mayor, con creadores que construyen sus propios mundos con la más desatada imaginación. La metáfora visual de Park expresa, además, que en esa evolución de temas y técnicas gráficas lo que nunca cambia es el artista, es ese dibujante que hace de la realidad una creación propia, un sello personal. Ahora el problema es explicarnos qué es un cómic. Aquí le cedo la palabra a Jeff Smith, quien en la introducción de The Best American Comics 2013 (2013), advierte que:
En estos días de novelas gráficas, álbumes, libros engrapados, fanzines autopublicados y sitios en la red para cómics, a los lectores se les presenta un impresionante conjunto de nuevos y tentadores formatos, más que en ninguna otra época en la historia del cómic. Pero los cómics son, sin duda, más que objetos en sí mismos. ¿Son, entonces, la suma de su temas, sean estos los superhéroes, los animales hablantes o los cuentos literarios sobre la vida moderna en sus zozobras y desesperaciones? No. Esos son géneros. Tengo que decir que los cómics son una forma de arte en sí misma: el arte de tomar dibujos fijos y hacer que se muevan usando la emoción, destreza, caracteres, escenarios y tramas que los mantengan vivos panel tras panel. Este es un raro talento entre los caricaturistas del mundo, pero cuando uno lo encuentra, es todo un tesoro.
Smith considera que, hasta hace poco tiempo, los cómics eran vistos como una diversión infantil o como el trabajo de marginados de la sociedad. Pero con la explosión creativa de los últimos cincuenta años, toda esta percepción negativa ha cambiado. El cómic es una oportunidad de plantear lo que somos en un mundo de cambios constantes, de vidas a la deriva, de conflictos sin solución a la vista. Jeff Smith lo refrenda al decir que:
La era del cartonista (ese artista que escribe y dibuja su propia creación) ha arribado. Ya no hay otras reglas ni fronteras que las de su propia imaginación y de su destreza manual para dibujar lo que sueña. La democracia traída por las autopublicaciones, las editoriales independientes y el internet ha hecho que el cómic ya no pueda ser controlado por las grandes compañías que antes imponían sus historias y personajes, o pueda ser restringido por las ideas convencionales de lo que un cómic debe ser o para quién va dirigido. Ahora el campo de la caricatura ha explotado abarcando todo tópico conocido. Desde los días de las vanguardias (se refiere a los años sesenta del siglo XX), sus relatos pueden ser sobre sexo y drogas hasta ficciones y autobiografías, pasando por documentos testimoniales y reportajes históricos, narraciones humorísticas, de aventuras o de pleno surrealismo. Hoy los cómics se han vuelto la expresión idiosincrática de todo lo que nos es humano y trascendente.
¿Cómo ocurrió semejante desplazamiento? ¿Cómo la obra creativa de estos artistas logró transformar una diversión periodística en uno de los ejes vitales de la cultura mundial? Para ello hay que entender de dónde procede este arte y cómo ha ido evolucionando desde sus orígenes hasta la fecha.
De lo infantil a lo adulto, de la sátira a la reflexión social
Las primeras historietas surgieron en el siglo XIX y son hijas del auge de la prensa liberal y de su impacto en la sociedad industrial. No fueron obras para niños sino comentarios sarcásticos sobre el estado de cosas prevalecientes. Ya sean Las aventuras de Obadiah Oldbuck (1837) de Rodolfo Tópffer (1799-1846) o La historia de la Rusia sagrada (1854) de Gustavo Doré (1832-1883). Pero la historieta se vuelve una tira cómica (con énfasis en la comicidad mordaz) con Max y Moritz (1865) de Wilhelm Busch (1832-1905), que aparece como una sátira de las costumbres de su época y tiene como blanco la hipocresía de la sociedad y el puritanismo clerical de su tiempo.
De ahí en adelante, con personajes como El niño amarillo (1894), Mutt y Jeff (1907), Krazy Kat (1913), Félix el gato (1923), Popeye el marino (1929), Buck Rogers (1929), Dick Tracy (1931), Mickey Mouse (1933), Tintin (1934), El príncipe Valiente (1937), La familia Burrón (1937), Superman (1938), Batman (1939), Archie (1941), La pequeña Lulú (1945), Condorito (1949), Charlie Brown (1950), Beto el recluta (1950), Daniel el travieso (1951), Astro Boy (1951), Santo el enmascarado de plata (1952), El eternauta (1957), Los pitufos (1958), Mortadelo y Filemón (1958), Fantomas (1960), Los cuatro fantásticos (1961), Asterix (1962) o Mafalda (1964). En este periodo, que podríamos llamar clásico, se pasa de la historieta de travesuras y gracejadas de Mutt y Jeff a la aventura existencial de Charlie Brown y de ésta al planteamiento social del papel de los niños y adultos en el mundo moderno, tal y como el dibujante argentino Quino lo hizo con Mafalda.
La historieta tradicional se ubica en la creación de personajes simpáticos al lector, que pueden ser figuras extraordinarias con vidas ordinarias (los superhéroes) cuyo deber es salvar a la humanidad o, al menos, a la chica de sus sueños; la vida familiar como un cosmos cerrado y autosuficiente (Lorenzo y Pepita) y la aventura exótica por el mundo (Tarzán), ciertas épocas históricas (El llanero solitario, El príncipe Valiente) o el futuro lleno de novedades tecnológicas (Flash Gordon). La fuerza mayor de estos cómics radica en hacer de un lugar específico (una casa, una oficina, una escuela secundaria, un bosque, un pueblo) la representación universal de lo humano en sus distintas etapas de vida, el paradigma de un estilo de existencia, de una forma de lidiar con los problemas cotidianos de amar y crecer, de luchar y convivir. Punto focal donde se dan cita alegrías y peleas, cuitas y gozos que se comparten con un lector que se identifica con tales personajes y aconteceres, que se siente unido a esas vidas, viajes, descubrimientos y aventuras.
Todas estas historietas, a primera vista, responden a un público infantil o juvenil. Pero habría que mirar de nuevo la realidad del mundo del cómic del siglo XX. Ya Francisco Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón, ha asegurado que «la gente que dice que mi trabajo es obra para niños está equivocado. Si yo hubiera tratado de vivir de los niños ahora estaría limpiando ventanas». Porque buena parte de los cómics también eran leídos por los adultos. Y aunque, desde el principio hubo cómics más orientados al público adulto (desde Terry y los piratas a Betty Boop, pasando por Li´L Abner o Jane), el cómic siempre fue un trabajo creativo para toda clase de espectadores, hombres y mujeres, chicos y grandes.
Así, para los años sesenta, mientras los cambios culturales se suceden a velocidad vertiginosa en la música, el arte, el cine, la televisión o la moda, van apareciendo heroinas sexualmente activas como Valentina en Italia o Barbarella en Francia y el propio cómic muta, vía la costa oeste estadounidense sumergida en el fenómeno psicodélico, con obras retadoras de los típicos valores americanos, como ocurre con los cómics de Robert Crumb: Fritz The Cat (1965) y Mr. Natural (1967) o con Garry Trudeau y su Doonesbury (1970), donde Trudeau hace una especie de bitácora del imperio americano en clave burocrática, por lo que sus protagonistas son los políticos, militares y periodistas de su país dentro de cada una de las guerras y presidencias en que éste se ve envuelto. Aquí hay que señalar que el antecedente inmediato del nuevo cómic de esta época lo da la revista Mad (1952), en la que colaborarían caricaturistas tan reconocidos como Bill Elder, Jack Davis, Al Jaffee y Sergio Aragonés, quienes abrirían la historieta a la crítica incisiva de la conformista sociedad estadounidense de su tiempo. El cómic contestatario es un nuevo espacio para poner en juego la confrontación entre lo viejo y lo nuevo, lo prohibido y lo placentero, lo patriótico y lo subversivo, lo convencional y lo libertario.
En Europa sucede lo mismo, aunque en un plano más literario y de ciencia ficción, con Philippe Druillet con El misterio del abismo (1967) y Hugo Pratt con Corto Maltese (1967). Estamos ante una caricatura ya adulta, una que escudriña los intersticios de la política, la filosofía zen, el uso de las drogas o la sexualidad explícita y sin recato. En las décadas siguientes, el género de la caricatura japonesa, el manga, se apodera del imaginario mundial con obras que van desde Candy Candy (1975) de Yuniko Igarashi a Neo Evangelion génesis (1995) de Yoshiyuki Sadamoto, pasando por trabajos tan significativos como Akira (1982) de Katsuhiro Otomo y Nausicaä del valle del viento (1982-1994) de Hayao Miyazaki, donde las especulaciones sobre el fin del mundo, la contaminación ambiental, las confrontaciones de la adolescencia y el mundo adulto o la relación máquina-ser humano están al orden del día. A la vez, los caricaturistas franceses, con Jean Giraud (Moebius) a la cabeza y teniendo como supremo instigador al cineasta Alejandro Jodorowski, se reúnen alrededor de la revista Metal Hurlant (que en los Estados Unidos se llamará Heavy Metal) para crear mundos de fantasía, ciencia ficción, crítica social y esoterismo milenarista, con títulos como Arzach (1975) y El Incal (1980) de Moebius y la Trilogía Nikopol (1980) de Enki Bilal.
En los Estados Unidos se comienza a dar un cambio hacia el relato autobiográfico y la reflexión visual sobre la vida cotidiana en obras como Esplendor americano (1976) de Harvey Pekar, Maus (1977) de Art Spiegelman, Palomar (1982) de Gilberto Hernández, Locas (1982) de Jaime Hernández, La perdida (2000) de Jessica Abel y Jimmy Corrigan, el chico más listo de la tierra (2000) de Chris Ware. Al mismo tiempo, tanto en América como en Europa, la conciencia política, incluso militante, se mezcla con el cómic para crear novelas gráficas, trabajos de gran extensión y ambición creadora, que exponen los problemas sociales de su tiempo, como en Fantomas (1966) de Guillermo Mendizabal y Rubén Lara, V de Vendeta (1982) y Watchmen (1986) de Alan Moore, con la famosa pregunta que sigue tan pertinente desde entonces a hoy en día: ¿Quién vigila a los vigilantes? Lo mismo va para Cuando el viento sople (1982) de Raymond Briggs, Cerebus (1986) de Dave Sim, Palestina (1992) de Joe Sacco, Tamara Drewe (2005) de Posy Simmonds o Habibi (2011) de Craig Thompson. Otras tendencias a considerar son las que se abren a mundos oníricos, como en The Sandman (1989) de Neil Gaiman, a reinos encantados, como en Bone (1991) de Jeff Smith, a círculos del infierno, como en Agujero negro (1995) de Charles Burns, o a pasados recreados en clave moderna, como en 300 (1998) de Frank Miller y Lynn Varley.
Ya para nuestro siglo el mundo entero se vuelve fuente de inspiración y de todas partes del planeta surgen dibujantes originales, entre ellos están la iraní Marjane Satrapi con Persépolis (2000), los italianos Barbara Canepa y Alejandro Barbucci con Muñeca celestial (2000), la coreana Park Kun-woong con Flor (2004), el australiano Shaun Tan con El arribo (2006), el brasileño Marcello Quintanilha con Mi querido sábado (2009), el argentino Pablo Holmberg con Edén o los españoles Antonio Altarriba y Joaquim Aubert con El arte de volar (2009), entre muchos otros. Tal vez sea Persépolis la obra que mejor muestre el nuevo espíritu de la novela gráfica como síntesis de la existencia cotidiana en cualquier parte del mundo. En este trabajo, Satrapi cuenta su propia historia, la de una niña-adolescente-mujer cuya vida corresponde a los momentos más exultantes y deprimentes de su patria, desde el tiempo de la dictadura del Cha a la creación de un estado confesional, con los ayatolas a la cabeza, donde las mujeres desaparecen detrás de un velo, lo que no les impide decir qué piensan sobre el estado de cosas que guarda su país y actuar en consecuencia.
Recuentos de lo propio y lo ajeno, travesías hacia lo ignoto, lo incongruente, los intangible, el nuevo cómic, vuelto ya novela gráfica, que va de lo cómico a lo trágico, de lo poético a lo vulgar, explora con ahínco los choques que se dan entre la realidad y el deseo, entre la vida estructurada como casa-escuela-trabajo y la vida libre, sin ataduras, hedonista, minoritaria en gustos y conductas. Las ideas que se ilustran ya no son convencionales sino extremistas en todos los sentidos, radicales en cuestiones sociales, sexuales o políticas. El mundo no es un lugar maravilloso para vivir sino un campo de experimentos y paranoias, de seres tortuosos y torturados, de criaturas que representan sórdidas sabidurías, pesadillas sangrientas, mundos imposibles. El resultado final es una serie de historias absurdas, crueles, despiadadas, siempre obsesionadas en mostrar tanto las sucias entrañas de lo real como los sublimes pensamientos de sus creadores. Bellos u horripilantes, estos comics sólo quieren estremecernos, hacernos saltar de nuestras confortables creencias. Son espejos implacables de horrores sin fin y amores sombríos, de paisajes delirantes y lúcidas meditaciones sobre el tiempo y sus ritos de paso, sobre la vida y la muerte en sus reveladores dilemas, situaciones y percances. Bombas de tiempo donde sus ingredientes básicos son lo familiar y lo bizarro, lo razonable y lo irracional.
De las márgenes al centro de la cultura, de la sociedad abierta a la represión
Volvamos a Jeff Smith y su apología del cómic actual: «Frente a ti aguarda el ingenio, el estilo, el peligro, la curiosidad, la filosofía, las visiones metafísicas, el amor, la angustia, el sexo, la traición, las técnicas depuradas, todo metido dentro de esa cosa, de esa experiencia llamada comics». Como lo dice Smith, todo eso cabe en este arte, por lo que el dibujante, aunque a veces lo niegue, es un sujeto público, un agente de cambios, un vocero de sus propios miedos y esperanzas, una piedra en el zapato del poder en turno. Pensemos en la tradición de los caricaturistas mexicanos, desde Guadalupe Posada en adelante: allí están José Clemente Orozco, Miguel Covarrubias, Gabriel Vargas, Alberto Isaac, Rius, Calderón, Ricardo Cucamonga, Jis y Trino, que con sus obras nos hablan de las pulsiones internas de nuestra sociedad, de los puntos dolorosos de nuestra vida pública y privada, de los personajes que nos definen en sus manías y prejuicios, como la Tetona Mendoza, el rey chiquito o Cindy la regia.
El cómic es, hoy en día, un instrumento de persuasión y de escarnio, una herramienta que, a golpes de tinta, libera conciencias aunque muchos se resistan o se enojen. No existe sin riesgos. No se difunde sin amenazas o castigos. El 7 de enero de 2015, en las oficinas parisinas del semanario satírico Charlie Hebdo, dos terroristas matan a varios periodistas, entre ellos a los caricaturistas Stephane Charbonier (Charb), Bernard Verlhac (Tignous), Jean Cabur (Cabu), Georges Wolinski y Phillipe Honoré por burlarse, en sus dibujos, de la religión musulmana. Charlie Hebdo es una publicación que se pitorrea, sin distinciones, de todas las religiones, partidos políticos y figuras públicas. Ahora podemos entender que el cómic, como el resto de las artes, ha derramado la sangre de sus creadores por apostar por una sociedad democrática, laica, capaz de burlarse de todos los miembros de la sociedad, de todas las ideologías, sistemas y creencias.
Como lo señala el filósofo español Fernando Savater, en su artículo «Comicadictos» (El País, 26-I-2015), las historietas «mezclan el absurdo, lo insostenible, lo provocativo, la guarrada y la franca puerilidad. No son morales ni inmorales, ni docentes ni decentes. ni satíricas ni apologéticas». ¿Qué son entonces? Son la saga prodigiosa de la libertad con todos sus humores y discusiones, con todas sus ingenuidades y cinismos. Por ello don Fernando acepta que el cómic pertenece a la «tradición estética del gran arte…porque los ilustradores de este género mantienen vínculos evidentes y a veces no meramente serviles con los grandes maestros de la pintura. ¿Quién que esté familiarizado, por ejemplo, con Otto Dix se sentirá sobresaltado por las más audaces caricaturas de los provocadores moralistas -los verdaderos moralistas siempre los son; los demás son catequistas- de Charlie Hebdo?»
En una sociedad abierta todas las ideas tienen derecho a ser expresadas y todas las caricaturas y los cómics -por más que para algunos sean obscenos o sacrílegos- tienen el derecho de circular y difundirse. Ya no estamos en la época en que las historietas se consideraban un simple entretenimiento infantil, sino en una era donde las tiras cómicas son, en todas sus vertientes y formatos, un arte donde sus creadores lidian con los temas de su tiempo, con las distintas posturas sobre lo que es un ser humano, sobre la sociedad y sus carencias, sobre el poder y sus estragos. Sea este poder una iglesia, un gobierno, un sistema de pensamiento o un programa económico.
En este siglo XXI, donde el ciudadano común ha adquirido su propia capacidad de movilización pública, de manifestación social, el caricaturista ya no es un individuo solitario: ahora es Fuenteovejuna. Por eso el arte del cómic se ha vuelto universal en la lucha por defender su libertad creativa frente a todos los totalitarismos y fanatismos que se le pongan enfrente, frente a todos los gobiernos y corporaciones que buscan clientes sumisos, ciudaanos callados. Es una lucha eterna, desde luego, porque siempre habrá quien se escandalice, quien se sienta ofendido, quien quiera reprimir o censurar en nombre de su dios, su nación o su cultura. El cómic, a partir de la masacre de Charlie Hebdo, ya sabe de qué son capaces sus enemigos y, sin embargo, no ceja en dibujar sus verdades, en colorear sus ironías, en ilustrar la vida sin ataduras ni fronteras. Espacio donde la libertad vive y actúa, escupe y sonríe.
La novela gráfica, en cambio, parece oscilar entre lo exacerbación existencial, los desgarros de la política, las confesiones personales y la creación de mundos que nacen del pasado pero que apuntan al porvenir. Pienso aquí en la obra de Manuele Fior (1975), artista gráfico de origen italiano. En obras suyas como Celestia (2021) o Hipericon (2022), lo antiguo y lo moderno sirven para contar historias desde lo cotidiano, lo marginal, lo intimista. En la obra de Fior se mezclan por igual el arte clásico en su dibujo de lugares y personajes, el arte romántico en su propensión a mostrar las ruinas como portentos melancólicos y el arte surrealista con sus asombrosas hibrideces. Tal es la novela gráfica actual: mundos donde el tiempo cruza las fronteras de la normalidad, misterios que se despliegan ante nuestros ojos para ofrecernos la flor intacta de lo ignoto. Meditación visual a las puertas del horror. Ventana abierta donde la belleza es a la vez mortífera y seductora, donde la vida es todo menos una línea recta. Sombra que se expande hasta oscurecer la realidad con su caos insaciable. Astro que ilumina la condición humana en su evolución permanente.
En todo caso, el arte de la historieta nos hace viajar por mundos nuevos y antiguos, por tiempos y espacios conocidos y extraños. El cómic nunca ha sido una creación neutra. Apuesta por la vida sobre la muerte, por la risa sobre la solemnidad, por la democracia sobre el orden jerárquico e inmutable. Es una bocanada de aire fresco en tiempos asfixiantes. Una luz que permanece con nosotros aunque habitemos el corazón de las tinieblas. O como lo dice la dibujante Alison Bechdell, para leer cómics siempre hay que ajustar la mirada, siempre hay que reconocer que estas imágenes son un territorio por explorar, un horizonte por descubrir. Que vale la pena avanzar a su encuentro y, como el niño que aún somos, dedicarles un buen tiempo para perdernos en sus vivencias, personajes y tramas. Como lo expresa Bechdell, leerlos es toparse con «un atisbo de felicidad, con un momento de dicha y liberación. Algo que nunca vas a olvidar».