En la boca un sabor amargo, metálico. Los pies se mueven mecánicamente entre los autos, las bocinas, las carretillas repletas de llantas usadas, fierros retorcidos. Aire húmedo y frío colándose entre la lana de la chompa. El cielo encapotado con manto de nubes. Siempre mecánicamente, los pies intercalan su empuje y lo llevan hasta la casona bañada de polvo y hollín. Un letrero rodeado de focos amarillentos sobre la puerta lo invita a pasar. Apoya las manos sobre la madera pegajosa de la barra y pide aguardiente. Unas cuantas sombras acodadas en las pequeñas mesas redondas desperdigadas. Las conversaciones parecen un zumbido eléctrico, bajas, rumiantes, continuas, incomprensibles. Pide otro aguardiente. El calor en el estómago pelado. Sabor amargo y metálico en la boca. La pesadez en el pecho. La sensación de no estar ahí. Una luz violeta de neón que de pronto se enciende y lo obliga a despegar la mirada del vaso y voltear hacia el diminuto estrado en forma de media luna donde una cortina de terciopelo rojo amoratado se descorre. Ve aparecer al cantante vestido con saco y corbatín azul impecable. Camisa blanca, pelo negro corto pero abundante alrededor de un rostro angular, fuerte, un rostro además grácil y sereno. El cantante toma el micrófono con mano pausada, echa el cuerpo hacia un lado ligeramente, y empieza a cantar. Su voz es también fuerte y grácil, aunque tierna, barítona, empática:
Porque es pura fantasía nuestro amor, ilusiones que se forjan con el tiempo, porque es tanta la distancia entre los dos, que es difícil que podamos entendernos.
La voz es gruesa y completa, pulida y a la vez llena de asperezas. El cantante mira hacia un punto perdido, en un lugar que nadie en el bar puede acceder. Y él escucha esas palabras y la pesadez en el pecho se le hace más profunda. Casi punzante. Y ahora él también recuerda, y aprieta el vaso con firmeza, mientras el cantante prosigue:
Ya está bien de niñerías, ya está bien de tanto miedo. Ya no soy ningún muchacho, sabes bien que te deseo. Sé que tú sientes lo mismo, Y en el fondo estás pidiendo que te llene de caricias […] Esta noche te voy a estrenar y a beberme tu amor de un solo trago.
Y el también recuerda esos mismos instantes y esa misma noche. Una dulzura enredada, picante, emerge de la voz, la cual pareciera proyectar en su memoria una especie de película con los instantes y sentimientos que él también vivió, instantes y sentimientos que ahora lo aprisionan y jalonean por dentro, como una marioneta invertida. Pero escuchar al cantante lo ayuda a aliviar la presión. Toma un trago inmenso y sigue escuchando la dulzura desazonada y potente de esa voz, enmarcada por la cortinita de terciopelo y la luz de neón violeta:
Me pongo como un loco, y se me va la vida, al ver que te acarician delante de mis ojos. Tener que callarme, decirte hasta mañana. Pensar que allí en la cama disfrutarás sin mí […] Quiero perderme contigo.
Rabia. Y dulzura. Y la voz que lo trae de vuelta a una realidad donde esas memorias parecen una ficción casi vivible, soportable. Y recuerda esa misma locura que él sintió al verla perderse en la noche, abrazada a ese desgraciado. Y el ridículo y la rabia que él sentía y lo tiraban por dentro como una marioneta invertida:
Dicen que soy payaso, que estoy muriendo por ti, y tú no me haces ni caso. Dicen que soy un payaso, que te sigue por ahí, con el alma hecha pedazos […] Dicen que soy un payaso, que no tengo ni valor, para pegarme un balazo.
Y ya han transcurrido horas interminables en el bar, escuchando la voz dulce y áspera que le cuenta la historia de su propia vida. El cantante ligeramente inclinado entonando canciones que parecieran la bitácora de su propio amor echado a perder, de los engaños que lo convirtieron en un hazmerreír, en un pobre diablo que se gasta las horas navegando nubes en las cantinas. Pero la voz también le da esperanzas y no solo vistazos de su propia amargura:
Porque el sentimiento es humo, y ceniza la palabra, el amor acaba. Porque el corazón de [tanto] darse llega un día que se parte, el amor acaba […] Porque el tiempo tiene grietas, porque grietas tiene el alma, porque nada es para siempre y hasta la belleza cansa, el amor acaba.
Sí, piensa, el sentimiento es humo, y el corazón se cansa. Mi amor también acaba. Firme la mano alrededor del vaso, toma otra gárgara de aguardiente y ve esas memorias irse como los barcos que veía en el muelle durante los veranos de su infancia. Pero las cuerdas vuelven a jalar por dentro, más fuerte aún. Un hazmerreír, un payaso, un tipo ridículo que mendiga migajas a la luz del día:
Espera, aún me quedan en mis manos primaveras, para colmarte de caricias todas nuevas, que morirían en mis manos si te fueras. Espera un poco, un poquito más, para llevarte mi felicidad, espera un poco, un poquito más, me moriría si te vas.
No, él no quiere esa amargura en la boca y esa sensación de vacío, de llanto que se desespera por romper. Él no quiere lágrimas, ni mocos chorreando. Él quiere otro aguardiente, y que el cantante siga con sus canciones. Sí, canciones que lo reconforten, que lo enfrenten a sí mismo pero también lo ayuden a rehacer su memoria, sus emociones. Él no es un tipo débil. Es inteligente, hábil, bien preparado, puede salir adelante, puede rehacer su vida. Le sirven otro aguardiente, el puño firme alrededor del vaso. El cantante anuncia su última canción observando por primera vez a la pequeña audiencia de cuatro gatos en el bar. Observa las sombras mudas en sus mesas con una mezcla de lástima y compasión. Luego suelta las últimas notas con el cuerpo siempre inclinado. Su saco y corbatín derraman un brillo limpio, casi fragante que el aire rancio del bar no ha podido corromper:
Ya lo pasado, pasado, no me interesa. Ya lo sufrí y lloré. Todo quedó en el ayer. Ya olvidé, ya olvidé, ya olvidé.
El cantante deja el micrófono en el estrado y se retira tras las cortinas sin decir adiós. Él se para, deja el dinero sobre la barra, seca el último concho de aguardiente que quedaba en el vaso y se va. Al cruzar la puerta y enfrentarse a la luz ambigua y lánguida del mediodía se siente renovado. Su cuerpo está cansado, pero una especie de llama muy tenue se ha encendido allí donde las cuerdas de marioneta lo jalaban más. Y piensa: gracias José José por tus canciones, por contarme mi vida, por traerme de vuelta a la brega.