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David Bowie, esquina 40 Stansfield Road

En el ’83 yo era apenas un niño que había pasado el metro de altura por sólo veinte centímetros. En la vida amaba dos cosas, los robots y las naves espaciales. Cuando mi padre ofreció comprarme un cassette para escucharlo en mi primer walkman, elegí ‘The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders from Mars.’ No conocía a Bowie, pero la portada había sido diseñada para captar niños de mi edad, la ilustración era como la de una revista de cómic norteamericana: la calle oscura y brillosa después de la lluvia, las ventanas de las casas apagadas, una fila de autos estacionados a la izquierda y bajo una luz tenue en Heddon street, Bowie iba vestido con una piel de culebra resplandeciente, llevaba botas negras, y cargaba la guitarra a un costado como quien esconde una ametralladora que está a punto de fulminarnos a todos.

En el lado A, me había enganchado al tema ‘Starman’ y en el lado B mi favorita era ‘Ziggy Stardust’. Cuando mi padre tradujo las letras al castellano con ayuda de un diccionario de bolsillo Collins, no me cabía la menor duda que Bowie era uno de los míos, que pensaba como yo: existía un Starman esperando en el espacio exterior y algún día vendría a conocernos. Después de un par de años, me llegó el póster del mismo álbum. Ahí estaba Bowie con un rayo rojo que le cruzaba el ojo derecho, dentro de un rombo que alternaba los colores celeste y rosado. Los mechones de su cabello estaban parados como una cresta de gallo y le daban una apariencia de recién llegado de una larga travesía galáctica.

En mi adolescencia cambié el póster de Bowie por uno de Madonna: en blanco y negro, media desnuda, donde sonreía recostada en una cama king size. La razón no era que había dejado de escuchar a Bowie, si no más bien, se debía a un asunto estrictamente de hormonas y juventud. Para ese entonces también me había desecho de mi colección de robots y naves espaciales, pero debo admitir que ese cassette era el artículo más valioso en mi cuarto, había sobrevivido a mi niñez. Además, era el adolescente que más bailaba en las fiestas cuando la voz de Bowie entraba eléctrica y distorsionada por los parlantes mientras cantaba ‘Modern Love’. Con ese tema, no dominaba los movimientos de mi cuerpo, era como si se intentase controlar los latidos del corazón. Recuerdo que saltaba con tanto entusiasmo en la pista de baile que terminaba cabeceando las nubes del cielo en un estado de epilepsia y esquizofrenia pura.

Cuando llegué a Londres hace más de una década, mi primera dirección fue Brixton, vivía en un área en que todas las calles tenían nombre de poetas ingleses. El glitter rock había desaparecido mucho años atrás y en las plazas y pubs se escuchaban bandas que empezaban a sonar a indie rock n‘roll. Los primeros días, cuando sentía que la soledad y el trabajo me aplastaban, solía caminar hacía la casa de Bowie en el 40 Stansfield Road, a diez minutos de mi piso. Con mis audífonos conectado, tarareaba las canciones que recordaban mi infancia. El tiempo parece ser siempre igual en un calendario, pero no lo es para los que recordamos con nostalgia a nuestros ídolos de la niñez. Para nosotros, el tiempo es como un abanico de colores, un calidoscopio cósmico. Además de los recuerdos, sus temas también me servían como gasolina para seguir cabalgando sobre esas calles oscuras de Londres, que habían sido barridas por la lluvia en la ilustración del álbum de Bowie. Algunas veces me encontré con ancianos que me observaban con curiosidad. Esas pocas veces nos poníamos ha conversar sobre Bowie. Una viejecita una vez me dijo que él era extremadamente flaco, y que si no hubiese sido músico, habría sido modista. Le pregunté si escuchaba su música, me dijo que no, pero que había escuchado a los Beatles en su juventud.

Ayer regresé a Brixton después de mucho tiempo. La gente se congregó para celebrar y rendir tributo al espíritu de Bowie. Nadie en esa multitud había nacido cuando Bowie hizo sus hazañas más famosas. La muchedumbre estaba conformada en su mayoría por rostros jóvenes, casi adolescentes, todos sin excepción, estaban cautivados por el Duke. Habían sido impactados y compactados por el artista de alguna forma. Coreaban sus canciones y sonreían y lloraban. Una muchacha se acercó y me invitó una lata de cerveza, traía en su mochila un arsenal de Carling. Con Bowie hemos aprendido a no tener miedo a ser diferentes. Hemos aprendido que todos compartimos el mismo pequeño planeta, respiramos el mismo aire y compartimos el mismo destino, me dijo mientras alguien rascaba su guitarra a mis espaldas. Ella venía del otro extremo de la ciudad y yo podría haber sido su padre. Ahora pienso que la música de Bowie no pertenece a un pequeño grupo de especialistas o a una generación, la música de Bowie nos pertenece a todos. Sus temas nunca fueron convencionales, nos hablaban de amar seres del espacio exterior y a pesar de ello podían ser de una nostalgia infinita, pero también eran un llamado de resistencia a los complejos, a la conformidad y una promesa a un futuro colectivo sin importar el género, la raza. Donde los alienígena, extraterrestre y excéntricos teníamos un lugar.

Al leer la noticia de su muerte, sentí como si alguien hubiera arrebatado mi niñez, mi adolescencia y lo hubiera aplastado en la palma de una mano gigante. El once de enero, mientras tomaba unos tragos con un amigo de la infancia en un pub del south west, una llama se apagó, una luz de juventud. Y sin embargo no fue así. Bowie se nos ha ido, la galaxia le ha abierto sus puertas plateadas a Ziggy Stardust, pero sus canciones permanecerán como el soundtrack de muchas vidas. En Brixton o en otros lugares pequeños y remotos de la tierra, otros escucharán su música y mantendrán prendida la luz del mundo.

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