Cuando todos creían que París era una fiesta
Richard Yates fue de esos escritores que a lo largo de la vida, y tras publicar siete novelas y dos libros de cuentos, recibió siempre excelentes críticas pero jamás tuvo un éxito de ventas. Esta historia comenzó a cambiar después de que el director Sam Mendes adaptó la primera novela de Yates, Revolutionary Road (1961) y la llevó al cine con las actuaciones de Kate Winslet y Leo DiCaprio. Pero eso fue en 2008, dieciséis años después de la muerte del escritor en Birmingham, Alabama, solo, olvidado, víctima de un enfisema y de su obstinada adicción al alcohol.
Yates había nacido en Nueva York en 1926 en el seno de una familia en conflicto, y a sus tres años de edad los padres se divorciaron. A los dieciocho se enroló en el Ejército y fue destinado a Francia, donde enfermó de tuberculosis. A su retorno a Estados Unidos se casó por primera vez y con un subsidio de guerra pudo volver a Europa, donde empezó a escribir. Nuevamente en su país, trabajó en la agencia de noticias United Press y en la fábrica de máquinas de escribir Remington Rand. Tenía treinta y cinco años cuando publicó la mencionada Revolutionary Road. En sus páginas abordó la peripecia de un matrimonio que descubre que la tristeza es mayor que la alegría que los une, que sus fatigados sueños han dejado de tener sentido, que acaso París sea la salvación, que la muerte los ronda. De cierta manera estaba escribiendo acerca de su propia vida, lo que siguió haciendo en el resto de su obra.
Seguramente sin quererlo, Yates inauguró con esta novela lo que luego daría en llamarse la “era de la ansiedad”, parafraseando la celebrada “era del jazz” que había tenido en Francis Scott Fitzgerald su mayor exponente. Esta ansiedad caracterizó a una nación con aspiraciones hegemónicas en lo internacional y con un mediatizado imperio de la felicidad en lo doméstico, arropado por un mensaje de bienestar que ya apenas a mediados de los 60 se había hecho trizas, y cuyo escenario por excelencia fueron las instituciones familiares. Esa es la época retratada una y otra vez en buena parte de la literatura yanqui de aquel entonces, con títulos notables como Años luz, de James Salter y Pájaros de América, de Mary McCarthy, y con piezas teatrales como El zoo de cristal, de Tennessee Williams y ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de Edward Albee.
Tiempos inciertos
A principios de los 60 Yates se mudó a Hollywood. Al mejor estilo de su admirado Scott Fitzgerald (“Si no hubiera un Fitzgerald”, dijo alguna vez, “no creo que me hubiera convertido en escritor”) redactó numerosos guiones, entre ellos el de la novela Tendidos en la oscuridad, de William Styron, que le había encargado el director John Frankenheimer (El mensajero del miedo, El hombre de Kiev), y que nunca llegó a filmarse. Tras esta frustrada experiencia, se ganó la vida escribiendo los discursos de Robert Kennedy hasta poco después del asesinato de JFK, y luego obtuvo un cargo docente en la Universidad de Iowa. Para ese entonces, según cuenta el novelista Stewart O’Nan en el extenso artículo “El mundo perdido de Richard Yates”, este, ya divorciado y con problemas respiratorios a causa de la tuberculosis, “fumaba como una estufa, bebía fuerte y constantemente, y con frecuencia no comía”.
Un año después de publicar Revolutionary Road apareció su primer libro de cuentos, Once tipos de soledad, en los que con una prosa depurada y precisa también estaba adelantándose generosamente al minimalismo que en los 80 tendría en Raymond Carver, Richard Ford y Tobías Wolff a sus mentores más destacados. En 1968 se volvió a casar, y recién en 1969 apareció su segunda novela, Una providencia especial. El protagonista, Robert Prentice, se enrola en el Ejército y viaja a Europa tratando de poner distancia de su madre, una mujer divorciada, con problemas con el alcohol y unas vanas inquietudes artísticas, personaje que con escasas variaciones se repetiría en otros libros del autor.
A esta siguieron las novelas Una buena escuela, Perturbar la paz, la brillante Las hermanas Grimes (originalmente The easter parade, seguramente el mejor título de toda su producción novelística), Cold Springs Harbor y El salvaje viento que pasa (en algunas traducciones Jóvenes corazones desolados). En Las hermanas Grimes Yates sigue durante cuatro décadas la vida de dos hermanas, Kate y Emily –la conciencia narrativa–, y de su madre Pookie, alcohólica y divorciada. Relata en sus páginas los pormenores afectivos de esas tres mujeres, los distintos y engañosos derroteros que van recorriendo, la aparente frialdad de Emily, el asiduo cambio de parejas y la fragilidad de los hombres que frecuenta, y el matrimonio de Grace que, bajo un barniz de fortaleza, termina sumido en la decepción.
En 1981 apareció su segundo y último libro de cuentos, Mentirosos enamorados, recientemente traducido al español. “Debería haber escrito mucho más, casi el doble de libros. Pero tuve varios problemas a lo largo de los años”, le dijo poco antes de morir al crítico Scott Bradfield. “Períodos de bloqueo, de tener que hacer tantas otras cosas para ganarme la vida y así sucesivamente, impartir cursos de escritura creativa o escribir en Hollywood.” Durante sus últimos meses de vida estuvo trabajando en una novela que iba a llamarse Uncertain times, centrada en su experiencia como amanuense de Bobby Kennedy, pero nunca la pudo terminar.
Vagabundos del arte
Siete cuentos de mediana extensión componen Mentirosos enamorados. Algunos de ellos son casi embriones de breves novelas, pero no obstante se desarrollan y ocupan una justa medida: es Yates un escritor de exactitud, que sabe presentar a sus personajes, ubicarlos en la situación que los impulsará a desarrollar sus dramas, hacer los comentarios adecuados para que el lector no se aleje ni un momento de la aventura personal que nos está narrando. Los párrafos iniciales de los cuentos son por lo general brillantes, como el que abre “Adiós a Sally”: “Jack Fields tardó cinco años en escribir su primera novela y cuando terminó quedó razonablemente orgulloso pero con un agotamiento rayano en la enfermedad. Tenía treinta y cuatro años y seguía viviendo en un sótano oscuro, penoso y barato en Greenwich Village que le había parecido lo bastante bueno como para refugiarse a terminar su trabajo después del fracaso de su matrimonio”.
Un puñado de palabras le basta para presentar una historia, pintar un personaje, describir una cadena de acontecimientos, y de allí en más el relato crece con morosidad en una trama que, como bien quería John Gardner parala mejor ficción narrativa, “no es una sucesión de sorpresas sino una sucesión cada vez más emocionante de descubrimientos, o de momentos de comprensión”. La mayoría de los cuentos están narrados por una tercera voz omnisciente pero discreta, casi siempre desde un punto de vista masculino, que no apuesta a adelantarse a sus personajes ni los somete a caprichos de ningún tipo. Ese narrador maneja con responsabilidad decisiones y vicisitudes; diríase que respeta profundamente a sus criaturas, por las que siente una evidente empatía e incluso a veces una cierta compasión.
Sus protagonistas son hombres y mujeres en la treintena que se debaten ante sus vínculos afectivos, ante sus posibilidades laborales y, por sobre todo, ante aquello que les permita alcanzar una identidad propia en un mundo que no es todo lo maravilloso que les habían asegurado. Son por lo general divorciados que han pasado la juventud haciendo todo lo que se esperaba de ellos: ser exitosos profesionalmente, ser maridos y esposas amantes y fieles sin perder nunca una brumosa inocencia frente al sexo, ser padres comprometidos con el futuro de sus hijos, habitantes de unos años de posguerra que prometían ser los mejores y más prósperos de sus vidas. Y son también hijos que no terminan de entender a sus madres, siempre divorciadas e implicadas en proyectos infantiles y peregrinos, “vagabundas del arte” como dice uno de los personajes del cuento “Saludos en casa”.
Este es el misterio
El protagonista de “Saludos en casa”, Bill Grove, es el mejor ejemplo de un joven en busca de su identidad, y para ello descubre necesario definir carácter y comportamiento de quienes lo rodean. Comenta con su mujer a propósito de un compañero de trabajo: “El artista, Dan Rosenthal… creo que está entrenándose para convertirse en un viejo”, para de inmediato admitir que ellos no son una pareja ideal y analizar algunos modismos que usa su propia esposa: “Así hablaban entonces las secretarias inteligentes, sensatas de Nueva York, y eso era lo único que ella se había permitido ser en la vida: una secretaria inteligente y sensata de Nueva York”.
Es su amigo Dan quién le pregunta, cuando Bill le cuenta que su esposa está embarazada, “¿Cómo puede ser que vayas a ser padre si todavía pareces un hijo?”, y un par de páginas más adelante, Bill persevera en sus reflexiones hasta concluir que cuando “uno es joven puede sentir cierto tipo de satisfacción aparentando ser algo que no es”. Una y otra vez Yates se repite en sus personajes y todos se le parecen, como bien ocurre en los relatos de Lucia Berlin, pero sin embargo el lector queda con la sensación de que lo que está leyendo es la más pura y descarnada ficción. Los hombres de Mentirosos enamorados han ido a la guerra o han sufrido tuberculosis, sueñan con que París sigue siendo una fiesta donde podrán conjurar sus tempranas derrotas. Y quizás la mejor manera de explicar esto la haya dado el propio Yates cuando conjeturó que si su obra “tiene un tema, sospecho que es simple: que la mayoría de los seres humanos están inevitablemente solos, y ahí está su tragedia”.
Es O’Nan en el texto ya citado quien se pregunta por qué la obra de Yates pasó años sin lectores a la vista. “Este es el misterio de Richard Yates: ¿cómo un escritor tan respetado, incluso amado, por sus compañeros, un escritor capaz de conmover a sus lectores tan profundamente, cayó fuera de la imprenta, y tan rápidamente? (…) En su prosa y elección de personajes, ¿ahora se puede encontrar solo por orden especial o en el extremo polvoriento a nivel del piso de la sección de ficción en tiendas de segunda mano? ¿Y por qué nadie sabe esto? ¿Cómo es que nadie hace nada al respecto?”
Al borde del precipicio
Pero como ocurrió con autores como Salter y Berlin, fueron otros escritores los que salieron a su rescate, y en una suerte de golpe a tres bandas lograron para ellos un reconocimiento súbito, ya a través de un prólogo de Richard Ford para una edición londinense de Años luz, o gracias a las denodadas labores de Lydia Davis y Barry Gifford para publicar Manual para mujeres de la limpieza, o también por una presentación como la que Richard Russo escribió para The Collected Stories of Richard Yates (2001): “Ha sido descrito como un escritor para escritores por quienes consideran esto un halago; pero sospecho que, al sugerir que sólo otros escritores serían lo suficientemente sofisticados para apreciar sus cualidades, el propio Yates habría encontrado ahí el indicio de un insulto involuntario. La verdad es que Richard Yates no es un escritor sofisticado. No necesita serlo; posee tal talento que no requiere hacer uso de humo ni espejos.”
Yates usó una frase de Scott Fitzgerald como epígrafe de la novela La buena escuela: “Acerca tu silla al borde del precipicio y te contaré una historia”. Ese seguramente fue su lema, y acaso allí resida una de las razones por la que sus libros nunca se vendieron bien. O’Nan agrega también que, siendo un escritor de orientación tradicional, le tocó compartir su tiempo con el auge de la llamada “ficción postrealista”, en la que el experimentalismo marcaba un ritmo preponderante. “Sé que todo está muy a la moda”, sostuvo el propio Yates, “y sé que proporciona un suministro interminable de pequeños e ingeniosos rompecabezas y juegos de palabras, juegos y diversión para los estudiantes graduados, pero está emocionalmente vacío. No se siente.” Los discursos vacíos siempre se extinguen.
Otra de las virtudes de este magnífico volumen es la traducción del narrador y ensayista español Andrés Barba, quien también ha traducido entre otros a Herman Melville, Henry James, Dylan Thomas y Edgar Lee Masters. Un respeto absoluto por la cadencia gramatical, un uso del lenguaje siempre acertado y, además, ni un solo madrileñismo.