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Cuando la distopía ya es presente

EN LA CARRETERAEl año pasado publiqué una novela, Ciudad en llamas (Neverland, 2013), que, sin ser yo muy consciente de ello cuando la estaba escribiendo, está dando mucho juego. Se trata de una distopía, lo contrario a utopía, bajo la apariencia de una novela negra futurista, que lo es. En todos los foros en donde se presentó el libro (Barcelona, Getafe Negro y Noviembre Negro), todo el mundo, incluido el autor, cayeron en la cuenta de que lo que se narraba en esas algo más de doscientas páginas, sucesos terribles que pudieran ser tomados como hiperbólicos, no es el futuro sino el rabioso presente ya. A mi pesar.

Hay algunos maestros de la literatura distópica de los que, sin lugar a dudas, bebo. George Orwell de 1984; Cormac McCarthy de En la carretera; Philip K. Dick de Sueñan los androides con ovejas eléctricas, que luego inspiró Blade Runner, la estupenda película icónica de Ridley Scott; Farenheit 451, de Ray Bradbury. Entre otros.BLADE RUNNER

En mi mundo futuro, a la vuelta de la esquina (2070, pero yo creo que 2014 ya), no existe democracia porque es inútil, obsoleta y onerosa, como está sucediendo ahora, en el que la población se desencanta con unos políticos que no limpian sus partidos de su cota insoportable de corruptos, incumplen su contrato social con el ciudadano que los elige, el programa que no sirve más que para recoger votos, y gobierna luego, si tiene mayoría absoluta, como es el caso de nuestros país, con auténtico desprecio hacia la ciudadanía. En mi mundo de 2070 el gobierno mundial recae en un ente denominado Corporaciones Unidas (Industria bélica, sanitaria, trasplantes, construcción, medios de comunicación, etc) que tiene su sede en una ignota isla de Europa (bueno, realmente estoy hablando del club Bildelberg, pero a lo bestia, sin subterfugios, o de Spectra, como decía el buen amigo Manolo Vázquez Montalbán cuando nos comunicaba, misteriosamente, con su ironía habitual, que ese ente imaginado por Ian Fleming, el creador de James Bond, era el que gobernaba realmente el mundo); en Ciudad en llamas la guerra es el negocio redondo del capitalismo salvaje, ese no es un descubrimiento (destruir para construir es uno de los leit motiv que de forma entusiasta repite Corporaciones Unidas como mantra), y la civilización occidental, siguiendo la inspiración de estrategas ilustres del pasado (Adolfo Hitler, llamado el Gran Estratega en mi ficción, Augusto Pinochet…) machaca y borra de la faz de la tierra al gigante chino (demasiados chinos en una tierra pobre en recursos para una ideología en la que el hombre es una bacteria a exterminar, menos los elegidos, los nuestros). Una de las Corporaciones más importantes, Trasplantation, se centra en el negocio de los trasplantes de órganos (algo que ya existe en China, en donde de las miles de ejecuciones se extraen enormes beneficios con el despiece de las víctimas, algunas de las cuales fueron a esa repugnante exposición que se llamó Body’s y triunfó por el morbo de sus espectadores poco escrupulosos; algo que se produce también, aunque de forma clandestina, en Ciudad Juárez, por ejemplo, en donde muchas de las víctimas femeninas han sido evisceradas y se sospecha que existen granjas humanas a la espera de peticiones de órganos de hospitales sin escrúpulos del otro lado de la frontera). La justicia, siguiendo el modelo norteamericano, y bajo criterios economicistas, ha sido sustituida por la ley del Talión y los presuntos delincuentes, detenidos por policías privadas, son entregados a los familiares de las víctimas para que ejerzan sobre ellos el legítimo derecho a la venganza, cosa que suprime tribunales y cárceles, muy onerosas y con escasas posibilidades de negocio; y en cuanto a los medios de comunicación, completamente controlados, dan información sesgada, como ahora sucede con nuestros medios públicos, retransmiten ejecuciones en directo (ya lo estaba haciendo China y uno de sus programas estrella, recientemente retirado por el escándalo social, en el que se entrevistaba a los reos minutos antes de recibir el disparo en la nuca, se les insultaba y vejaba como si no tuvieran ya suficiente castigo con perder la vida un instante después) y ocultan todo lo que pueda perjudicar a Corporaciones Unidas.

En cuanto a la composición social de ese Nuevo Orden, que no es tan original como yo creía mientras lo estaba construyendo en mi ordenador, los ciudadanos han pasado a denominarse súbditos, tienen algunos privilegios con los que el sistema les engaña (trabajo, casa digna, seguridad, educación de sus vástagos…) a cambio de que permanezcan mudos, sean obedientes, no cuestionen ninguno de los principios del régimen y no indaguen en el pasado de la humanidad (cosa que sí hace un ético profesor y esa es la razón por la que es asesinado: el núcleo policial de la novela); y luego están los intrusos, que son los excluidos del sistema, una especie de zombis que deambulan enloquecidos por las calles de la ciudad, BCN inundada y rodeada por el fuego en el caso concreto de Ciudad en llamas, el excedente humano, el lumpemproletariado marxista que conformo con emigrantes que cruzan el abismo del estrecho, comunidades musulmanas fanatizadas por sus credos religiosos que se hacen estallar en centros comerciales y súbditos que han perdido su condición por su mala conducta y han sido condenados a vivir con los intrusos. La policía, y el ejército, como no podría ser de otra forma, son privados, como ya vimos en ese ensayo que fue la guerra de Irak del Trío de las Azores que fue el saqueo sistemático de un país después de su destrucción. Y del caos imperante en la ciudad y en el planeta obtienen los poderes fácticos el grueso de sus ganancias, porque nada como la inseguridad permanente y el miedo para implementar las soluciones más drásticas con el mantra de que no hay otra solución, son necesarias e ineludibles todas las medidas represoras que se toman: lo que dicen nuestros actuales gobernantes con toda esa cascada de recortes que nos hacen retroceder treinta años y perder todo lo que conquistamos con las movilizaciones sociales en mi país, España.

Cuando terminé la novela, y terminarla es releerla una docena de veces antes de dar el plácet y que ésta se imprima, me di cuenta de que casi nada de lo que explicaba resultaba muy original porque ya estaba sucediendo en el mundo en el que vivimos, para nuestra desgracia; de que más que una novela distópica y futurista, era una novela realista y actual.

 Me parece absolutamente distópico que se nacionalicen como italianos a los cadáveres de emigrantes de Lampedusa (para ahorrarse los gastos de repatriación de los féretros con sus restos a los países de origen), pero no a los vivos que serán expulsados; que en Ceuta haya una valla de cuchillas en la que los que huyen del hambre se cortan brazos y piernas; que los delincuentes de cuello blanco, a pesar de lo atroz de sus delitos, que atañen a miles de personas a las que han sumido en la ruina con su ingeniería financiera, nunca vayan a la cárcel y sí los pequeños delincuentes; que la policía tenga carta blanca para matar (los mossos de esquadra, la policía de la comunidad autónoma de Cataluña, en el escandaloso caso del Raval de Barcelona)  y nadie se disculpe por ello ni dimita, un verbo que nadie conjuga en nuestro país; o que se esté gestando un código penal en el que los recortes a la libertad de expresión y manifestación sean tales que de ciudadanos nos convirtamos en súbditos, como en Ciudad en llamas. La distopía más sangrante es que con un gobierno de derechas, al que le estamos permitiendo por acción u omisión, que atropelle todos y cada uno de nuestros derechos ciudadanos, hemos entrado en el túnel del tiempo y vamos a terminar en la oscuridad del franquismo contra el que una parte importante de la población estuvo luchando toda su vida para tener una democracia que han prostituido nuestros políticos y la han vaciado de contenido. Con la llamada ley de seguridad ciudadana, que es exactamente lo contrario a lo que su enunciado indica, un atentado en toda regla a nuestras libertades, el escrache puede ser penado con 600.000 euros de multa (a nadie le importaba el escrache cuando existía el cobrador del frac, un sistema por el que un tipo ataviado de forma estrafalaria y con un maletín se convertía en la sombra de los morosos); convocar a través de las redes sociales concentraciones o manifestaciones que no hayan sido previamente autorizadas conllevarán penas económicas de hasta 600.000 euros; la resistencia pasiva, el tenderse en el suelo sin una actitud violenta a la policía, será considerada atentado a la autoridad;  ayudar económicamente a un emigrante ilegal, cuando no sea por razones humanitarias (es decir, que se esté literalmente muriendo), también será delito; y con la reforma del código penal se instaura la cadena perpetua en el país bajo el burdo eufemismo de prisión permanente revisable. Con el nuevo código penal del ministro Ruiz Gallardón, uno de los más reaccionarios del gabinete de Mariano Rajoy, y la ley de seguridad ciudadana promovida por el ministro del interior Jorge Fernández Diaz, se produce la indefensión absoluta del ciudadano que pasa a ser súbdito obediente, mudo, sordo y ciego.

¿Distopías? No, rabioso presente.

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