Verónica Vega
Una vez que abro la puerta, que el aire acondicionado da en la cara, entro a otro país. Y qué olor a nuevo, a limpio, donde se aglutinan tantos otros aromas: el de las baldosas pulidas, los envases intactos, hasta el detergente con que la dependienta lavó el uniforme. Su perfume, la loción de afeitar del administrador.
Me hipnotiza lo que se ve en la vidriera: los potes multicolores, las luces del papel plateado. Pero mi decisión ya está hecha, pediré un helado de chocolate, el más grande que pueda pagar. Ay, tchocolath, los aztecas tenían prohibido beber más de tres jarras de cacao. Cuántos demonios resucitará aún con sus poderes afrodisíacos. Ese sabor a prohibido, a demasiado, que hasta te hace cuestionarte si es pecado, porque no puede ser moral algo tan delicioso. Dicen que Moctezuma lo bebía siempre antes de hacer el amor.
La dependienta ya me vio, pero está muy ocupada verificando números de un ticket que marca en el teclado. Se está tan bien aquí. Es como un agujero negro, sólo empujas la puerta, y ya. Después de todo estamos en la era digital, unas pulgadas de universo pueden revolucionar el concepto de espacio.
Estoy a punto de creérmelo de nuevo, que las cosas deberían ser sólo así, como decía Marlene. Esa loca de Marlene, un día se le ocurrió que pescáramos turistas sólo para que nos invitaran a Coppelia, a la parte de los extranjeros. Era pleno período especial. Mientras en la de cubanos sólo había vainilla, ahí no faltaba el chocolate ¡y hasta con almendras!
Aquellos turistas ¿serán alemanes, o suizos, suecos…? sus rostros pálidos tienen expresión de despiste, casi de inocencia. Es sólo porque están de paso, no te confíes, decía Marlene, en sus países no son tan simpáticos ni sonríen tanto.
La dependienta sacude contrariada sus rizos. Las uñas con ribetes en perla vuelven a danzar sobre el teclado.
Cuánto hace que no me tomo un helado de verdad, y de chocolate. Para los aztecas el cacao era un alimento sagrado. Su siembra se hacía mediante un ritual: parejas que habían hecho previa abstinencia de sexo y alimento, copulaban justo al colocarse las semillas en la tierra, mientras invocaban a Tláloc, el dios de la lluvia.
La dependienta me olvidó completamente. Se ha sumergido en los dígitos del papel, de las teclas. En el imperio azteca se podía pagar con semillas de cacao, tanto era su valor. Ahora vale todavía, hay que pagar lo que fue sagrado, su desacralización, su itinerario con los conquistadores, -dicen que Colón lo conoció pero no le hizo el menor caso- su expansión, los aportes de Nestlé y Peter… No es un simple helado, es historia. Y en todos los países la historia se cobra.
Coño, ¡cómo se demora! ¿Valdrá la pena gastar el dólar? Puedo regresar en taxi y me quedaría dinero para mañana… aprieto el billete en mi mano. Marlene decía riendo que el primer mes en París engordó seis libras. Y todo por el chocolate. Que Jacques hasta le recomendaba los cafés donde vendían los mejores helados. Hasta que una mañana ella se miró en el espejo y dio un grito.
La dependienta cierra la caja de un golpe.
-¿Dígame…?
-Eh… quiero un Nestlé, de chocolate.
-Un dólar.
Pongo el billete en su mano blanquísima, impecable. Con una sola mirada, ella resume mi pelo, mi vestido, mi larga estancia en semáforos, bajo el sol, alzando con desesperación la mano a la impasible columna de carros.
Corre la puerta de la nevera, elige un envase y lo suelta sobre el cristal.
Palpo el cilindro frío, su sudor perlado bajo la tapa transparente: leche, grasa láctea o vegetal, azúcares, saborizantes, emulsificadores…
Levanto el borde con las uñas mientras camino. Siempre queda lo más cremoso en el envés de la tapa. Lo lamo con gusto, mm… el sabor de siempre, mi chocolate.
Me decido por la mesa más próxima a una ventana. Me siento, dejo voltearse en mi boca la crema fría, su dulzura acre. Cualquiera de los que esperan la guagua bajo ese sol quisiera estar aquí adentro. Cambiar tres días de salario por un helado.
Pero no hay mucha gente. Algunos cubanos, bendecidos por la mala suerte: mecaniqueros, jineteras, quién sabe si pingueros. Y otros por la buena suerte: un trabajo en turismo… La remesa por la Western Union, o por algún conocido que ahora se gana la vida como mula de carga, viniendo desde Miami por un tercer país.
Hacer un surco en esta tierra espesa, deliciosa. Es una pena esta cuchara minúscula. Esos alemanes-suizos-suecos no parecen saber lo que hizo Europa por el chocolate, ni de la galería de adictos famosos: Casanova, Madame du Berry, ¡hasta el propio cardenal Richelieu! Se contentaron con pedir agua mineral.
Balanceo las piernas, me reclino mejor en la silla. En la última mesa hay una pareja muy joven. Él, sin duda es el mejor partido del barrio. Rubio, atlético, con ropa de marca, bajo el pulóver se entrevé una cadena de oro. Ella es casi una niña. Para llegar hasta aquí ha comprimido con velocidad los ciclos, en MP3: se habla tanto de que el proceso hormonal, la madurez de los órganos… Cuánta burocracia para el acto más simple y animal.
El círculo de la orilla, cuando empieza a derretirse, hace una espuma exquisita. La mujer que está a la entrada también pidió chocolate. Un mulato gordo, con marcas de acné en las mejillas, acuña el terreno con su mano gruesa, fija en los glúteos de ella. Sube la cuchara, devora, baja… hacen círculos, ella sobre el chocolate, él sobre sus nalgas.
Si hubiera podido comprarme una malta. Mezclarla con el helado.
La adolescente estalla de pronto en una risa falsa. A su edad ya conoce del suplicio de los decolorantes, si es posible Loreal, con acondicionador y crema. Bajo la blusa corta, el diámetro de anoréxica que casi cabe en dos manos. Un jean elastizado que sirve para maniobrar rápido cuando se monta en la moto, detrás de él. Ver la gente difusa, casi abstracta, amontonada en las paradas.
Hay cuatro dedos al fondo, de marrón espumoso, denso todavía. Qué corto es el placer, decía Marlene, tanto desgastarse para disfrutar sólo unos segundos. Y yo pensaba en que desgastarse empezaba con alisarse el pelo, elegir la ropa, mostrar las piernas perfectamente depiladas.
Ay Marlene. Cómo le habrá ido en Pavía, que nunca fue París, me dijo la hermana. Y que jamás hubo un tal Jacques, diplomático de 37 años, sino un viejo italiano que conoció en la playa, cuando el horror de no salir de Cuba la estaba enloqueciendo. Qué distinta en la foto, Marlene, qué extraña esa sonrisa, apurada para el segundo en que parpadea el diafragma.
La mujer y el mulato corren ruidosamente las sillas. Se van. Los alemanes-suizos-suecos también se van. Dejo el pote en la mesa. Me levanto. Camino entre las mesas vacías. Hay dos niños pegados al cristal, del lado de afuera. Las narices aplastadas contra el vidrio, los ojos fijos, hipnóticos en la nevera.
Me preparo para cuando abra la puerta, para el violento contraste de temperatura.
¿Cómo estará la parada? ¿Y si sigo hasta el semáforo de Malecón? Pero con este sol… Si no hubiera entrado aquí, qué estupidez. Y gasté mi último dólar.
Verónica Vega, Alamar, enero 2003