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     Un toro camina al borde de la carretera de tierra. Cuando llega a la ciudad, los peatones levantan sus dispositivos y le apuntan. El toro avanza por la avenida, espera a que la voz mecánica le indique su turno y con un chasquido de alarma, continúa hacia la plaza de concreto. Una hilera de brazos, ahora decenas de ellos se alzan para encuadrarlo en sus pantallas. El toro, sin atender a los curiosos, sube las escaleras que le llevan a la entrada del Banco Principal. Se detiene ante las puertas, que son abiertas solo por las máquinas a las seis de la mañana y a las seis de la tarde. El toro espera. Vira su cabeza dos veces. El movimiento de los cuernos repite la misma hora en un reloj que nadie ve, en un reloj imaginario. Ninguno de los testigos pudo descifrarlo, quizás por estar distraídos con un toro que esperaba ante las puertas del gran Blanco Principal; ese lugar en donde los recuerdos confiscados se revenden a quienes puedan pagarlos.

     Las máquinas decidieron abrir las puertas, porque el reloj del banco marcó las seis de la tarde con cero minutos. El toro, sin atreverse a dar un paso más, recibía cada vez en números mayores a quienes laboraban en el tráfico cruel de sentimientos, en la compra y venta de experiencias foráneas, los primeros días, los primeros engaños; el primer beso. Vistiendo de traje, brotaban del edificio en masas intermitentes, buscando no tropezarse con el bóvido.

     El toro bajó su hocico y embistió con fuerza a uno de ellos, elevándolo hacia las columnas de espejos. Su atuendo negro, con marcas rojas, calzando zapatos sin trenzas, el hombre agujereado gritaba por su vida. Pedía ayuda, pero los demás se le alejaban. Sobre sus rodillas, incrédulo, con las palmas hacia enfrente, el hombre suplicó al animal. El toro exhaló un vaho con saliva y regresó. La fuerza bruta en sus tres, cuatro cornadas, y en la quinta alcanzó la cabeza. El hombre susurra boca abajo un quejido mudo y horrendo; y en el delirio de su muerte, reconoce al asesino. Lo ve, está seguro. Revive el recuerdo de una criatura que agoniza, pero es un recuerdo que no es suyo. No realmente. Son los residuos de una vida descompuesta, armada en fragmentos, comprada en paquetes. Y está, si lo recuerda bien, en un lugar donde le aplauden de pie, bajo el clamor de los fanáticos, cientos de miles de ellos; y le arrojan rosas desde los pisos más altos, desde donde los grafitis no pudieron borrarse. Y las flores caen también sobre una bestia exhausta, distinta, moribunda, idéntica, la misma.

     Y, a pesar de la baleada de las máquinas, el toro yacía satisfecho sobre las escalinatas de cemento. Sintió alivio al ver morir, antes de morir, a un enemigo impropio, difuso, familiar, idéntico, el mismo. Encontró a su adversario anciano y lo mató. Aquél laureado torero punk, el gladiador de los antiguos coliseos urbanos; ese que tanto elogiaron los periódicos el día que los kioscos pusieron candado y empezaron los días de lluvia.

 

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