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Carta de Ulises a Circe

http://www.metmuseum.org/art/collection/search/705224

   Mientras camino a tu casa, Hermes se cruza en la senda y me adelanta tu jugada. Me advierte sobre tu prístino ardid. Al entrar a la amplia sala del castillo de piedra, me recibís con los brazos abiertos y me das el licor perverso que has preparado para atraparme. Como yo tengo la advertencia del dios, el líquido dañino no hace efecto.

   Horas más tarde, hacemos el trato salvador. Y te perdono.

   A partir de ese día, deambulo por el castillo como si fuera tu esposo humano. Las doncellas me sirven licores y carne exquisita, esas panzadas que disfruto durante meses en aquellos rincones prodigiosos de la isla.

   Una noche me invitas a tus aposentos. La penumbra reina y la luna luce en lo alto su vestido de plata. Tu cuerpo, cubierto de tules y de aromas intrépidos, me envuelve en el frenesí como un caballo imparable. Somos uno entre las telas inolvidables. La penumbra insepulta es testigo del inicio de una vida inesperada, plagada de los días de caza, el arreglo de las naves, los juegos feroces con los amigos, la preparación de las armas.

   Durante semanas adiestro a mis hombres en la lucha con los gigantes. Ya hemos vencido al cíclope cruel y hemos perdido muchos cuerpos. Pero no sé si habrá más lestrigones o cíclopes que tratarán de comernos. Nunca te lo he dicho, pero paso días infatigables con el rostro de mi madre en el Hades. Ya sé que la vi y que intenté rodearla con mis brazos en vano. En esos meses en tu isla aún no hablo con el ciego Tiresias ni con la madre de Edipo. Solo imagino la salida vana de las cóncavas naves; solo espero la inútil victoria.

   Confieso que, con el paso de los días, se acumula en mi alma una curiosa ansiedad. No quiero irme. Mi cuerpo se ha apegado al tuyo como el bajel victorioso al mar. Y aunque mi propósito es llegar a Ítaca, ya no deseo subir a la cóncava nave. En tu isla, en tu castillo, en tu cama, tu rostro magnético y tu figura divina mejoran mi esperanza.

   Desde la lejana Ítaca evoco ahora las noches en las que fuimos un único cuerpo hecho de luna y frenesí. Hay allí, en ese pasado brumoso que está lleno de ayes y de risas, una moneda de oro que guarda una parte de la felicidad. Si hay un niño que engaña a los hombres, esa sombra divina es el amor. Y aunque ese niño no puede cambiar el destino de los hombres, sí ha instalado en mi memoria una sombra alada que retiene lo que vivimos ayer.

   El regreso al pasado no es imposible. Ahora estoy frente a mi ventana y una escena se repite como aquella vez. Veo tu cama blanca atravesada por la flecha de la luna, veo tu cara transida por el placer, veo los torpes leones en mi pecho, siento el fervoroso latido de mi corazón. Rozo tu piel con mis dedos jóvenes. Dejo que mis ojos dibujen en el aire la misma oscuridad brillante: solo estamos tu y yo bajo la fina capa de plata; te beso, me besas, y esa noche se repite una y otra vez.

 

 

 

 

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