Pretty girls don’t know the thingsthat I know.
Magnets, Disclosure
Me parecía atractiva. Gozaba de un rostro irrepetible. Podía hacer que bajaras la mirada si rompía la línea de continuidad, cuando lograba posar sus albinos ojos sobre la cámara. Simplemente desviabas la vista, no podías sostenerle la mirada, y a mí esa sensación entre atracción y espanto me cautivaba en demasía. Me capturaba esa singularidad, que estaba tan lejos de Kelly Kapowski (Tiffani Amber Thiessen)y tan cerca de Mickey Rourke.
Quise que el mundo fuera horrendo también, descompuesto, desarreglado, de figuras escupidas por la industria, rescatadas por la alternatividad para la filmación de películas del subterráneo. Siempre quise ser un marginal, y aunque en el fondo lo fui, nunca logré sentirme como “Cara de Hacha” (Kim McGuire). No obstante, lo acumulaba en el aliento, muy cerca de mí, de mi decadencia, mis dipsomanías, mareas y tristezas, de mi ofuscación al verme en el espejo, y observar la pintura de un niño de ojos gigantes, una de esas representaciones tan famosas en los años 60. Un crío, un animal con enormes rasgos llenos de angustia, una pintura barata de Walter Keane.
Nunca formó parte del consenso de la estética tradicional, de una pauta de belleza, como si de arquitectura se tratara, como si el ser humano pudiera convertirse en un inmueble, para ser definido en categorías y parámetros en la historia del arte. Déjenme ser un edificio entonces, uno que necesita ser dinamitado de manera incontrolada, sin ingenieros de por medio. Necesito ser reconstruído desde hace tiempo, y supongo que así se sentía también Kim McGuire, mi querida Mona Malnorowski “Hatchet Face” en Cry Baby, el musical que dirigiría John Waters en 1990, con Johnny Depp como insulso protagonista. La verdad es que Kim le robaba cámara a Johnny, el rebelde chillón de la película, y quien tenía la habilidad de lloriquear con una sola lagrima en un Baltimore colorido y monótono. Esa era la única habilidad de Wade Walker (Depp), además de remedar a un Elvis ramplón; personaje autocompasivo y quejumbroso. Pero Kim, con toda su “fealdad” y su mal carácter, lograba sacar a flote el personaje, le robaba la pantalla a actrices como Amy Locane, Ricki Lake, Tracy Lords y Kim Webb, e incluso a la mismísima “Iguana” (Iggy Pop), quien también realizaría en la cinta de Waters, uno de los cameos más grises en la historia del cine.
Conservo una foto de Kim McGuire en mi escritorio, para afear más mi contexto y estropear mi escritura. La belleza es un lastre, un infortunio, la belleza ha terminado por recurrir a la verborrea, como escribiría Yukio Mishima (quien cometería suicidio al no poder proteger a su país) en El color prohibido(1954). La belleza es despiadada, no la miras tú, te mira ella y no perdona. Quisiera decir que soy como Kim, un punk alejado, impetuoso y discordante, pero sólo soy el niño retraído de los cuadros de Keane.
Ella seguirá ahí, en mi mesa de trabajo, porque en verdad me cautiva, me conmueve, me ayuda a moverme entre los monstruos. Me gusta, Kim McGuire me arrebata. Es una fotografía en donde camina tomada del brazo de Depp, en una premier de la película Cry Baby. Ambos con copa en mano, sonrientes. Kim se ve preciosa ahí, voluptuosa, epicúrea y poderosa. Ustedes dirán que soy un mórbido, que Cara de Hacha no tiene un gramo de beldad, pero la verdadera presencia humana no se sostiene de una efectividad estética. La televisión ya murió, y con ella la belleza vacía. Discutir la naturaleza y la significación de la experimentación estética sería demasiado difuso. Basta aquí con sugerir que esa imagen nos puede proporcionar algo más que simple placer, nos advierte respecto a la naturaleza de la perfección, que la belleza no es una convención, ni una moneda que pueda tener curso en determinado tiempo y en determinado lugar.La tradición estética es para mí una manifestación sediciosa, un registro y una celebración de la vida de los bajos mundos, un medio para promover su desarrollo, su integridad, y también el juicio último sobre la cualidad de una civilización, no de un estereotipo aristócrata. La belleza, la verdadera, germina en las alcantarillas y se expande por los barrios, incomodando la nariz del respetable.