Leo Campo Rojo, de Ángel Gracia, publicado por la editorial Candaya, y cuando descubro que el narrador protagonista pretende engañar a sus compañeros de clase diciendo que su padre tiene un Seat 850 (17) y que los muchachos de la escuela consideran que los niños que van al colegio de los Escolapios, en la periferia de Zaragoza, son unos “mariquitas” (23), me reencuentro de golpe con mi propia autobiografía y mis recuerdos de la infancia. No solo por la cita del libro de lectura Senda de la primera página, también por una infancia recorrida con el 850 de mi padre mientras iba a estudiar a otro colegio de mariquitas del barrio, en este caso de la Sagrada Familia y en la periferia de Barcelona. Una combinación difícil en una escuela donde todo el mundo alardeaba de dinero y en la que un coche como el nuestro no vestía mucho entre los ricos del barrio. Por suerte y por desgracia, la situación duró hasta la siguiente crisis económica, en que mi padre no pudo pagar más el colegio de “mariquitas” y tuve que ingresar en el colegio público en el que me esperaban los chavales con la misma condición social que yo. No conservo a ningún amigo de mi primera escuela. Aún me veo con aquellos chavales del colegio público. Así que comprenderán que esta novela me ha llegado al fondo. Me ha supuesto conocer de primera mano algo parecido a lo que eran las vivencias de los que luego fueron mis amigos.
Permítanme por tanto que no utilice la teoría literaria para escribir sobre esta novela, sino la pura y simple experiencia lectora de un libro que me ha gustado mucho. A fin de cuentas, esa es la estrategia retórica principal del autor: la sencillez. Una sencillez que le mueve a utilizar viejas palabras coloquiales que ya creía olvidadas y sustituidas por la jerga actual, como sabihondo, cuatroojos, marisabidillo o mecagoendios. Y eso pese a tratarse de un poeta que cuando quiere maneja el tono poético a su antojo como cuando afirma “El cielo se ha incendiado” (39) o “unas ojeras muy oscuras debajo de los ojos. Nubes grises llenas de lluvia.” (255)
Así que podemos considerar que la sencillez es una decisión deliberada del discurso del narrador, un narrador en segunda persona del singular que arranca de una forma terrible: “Tiemblas” (9), y que utiliza ese recurso para tomar distancia con esos recuerdos que nos va a relatar, y que estructura en la primera parte en torno a una decisiva excursión escolar. Podría hablar aquí de Goytisolo y el uso que también hace de la segunda persona para hilvanar un relato memorístico, pero he prometido no utilizar la teoría literaria para hablar de este texto, así que como el narrador tiene unas intenciones muy distintas de las que tenía Goytisolo cuando utilizaba la segunda persona permítanme de nuevo que me centre en las razones del autor de Campo Rojo.
Existe una tensión indudable entre el narrador y la apuesta estética del autor implícito. Un narrador obsesionado por la forma cuando la maestra repite de forma incorrecta “callaros” una y otra vez; que ante la excelsa dicción de un compañero afirma: “Odias tanta perfección pero lo escuchas embelesado” (152); que puede suspender la narración reflexionando sobre la palabra “pasmarote” (98); y que se sorprende cuando descubre que las palabrotas también se encuentran en el diccionario. Una tensión que podría resumirse con la frase: “Follar. Un palabro masculino, pero también una palabrota femenina.” (180) Pero que no es óbice para que el autor implícito sepa que esa es la única apuesta posible para describir el puente de la autopista que va a Barcelona o el Campo Rojo que preside la novela. En definitiva, la estética del cardo que se desarrolla en la página 80 del libro. Un recurso que permite utilizar las repeticiones para describir sin melancolía la crudeza de aquellos años, y también las complejidades humanas, como la relación del narrador con los padres. También el uso de la sátira y la ironía en una espontaneidad que te arranca la carcajada en más de una ocasión, como cuando el narrador habla con los dos policías y sentencia “Seguro que follan” (228), espontaneidad que sería imposible sin esa segunda persona.
Sin embargo, también se observa una segunda tensión a partir de ese humor al percibir un tono de culpa en la feroz autocrítica que el narrador ejerce consigo mismo (por ejemplo, cuando se le rayan las gafas recién compradas [38]), culpable por su necesidad de pertenecer a un grupo de chavales a los que odia y que le va a llevar a desarrollar su propia violencia. De hecho, la violencia está muy presente en todo el texto. La encontramos en los maestros. En el capitalismo que resalta las diferencias económicas de los que visten desgraciadamente en SEPU frente a los que no, estos últimos, los que tienen coche y apartamento en la costa. En el machismo imperante en los diálogos de los muchachos. Y en las elipsis que permiten narrar de forma no explícita esa violencia cuando ya es irremediable. Todo eso es lo que, pese a la ironía, hace que el narrador protagonista se mueva al final con los códigos de violencia adquiridos en la ciudad para relacionarse con otros chavales (los muchachos del pueblo al final del libro), y con su perro, pese a ser su fiel amigo. Suerte que de manera sorda, esa complejidad paterno-filial sigue recorriendo en paralelo la trama para, de una forma sorda, acabar transformando una historia de violencia adolescente en una novela de valores.