Si va a Venecia en tren hasta la última parada, Santa Lucía, quedará deslumbrado al salir de la estación. La vista del Gran Canal, con el puente de los Descalzos a la izquierda y el palazzo Foscari Contarini al frente, es una de las más bellas del mundo.
En Venecia no hay automóviles. No hay espacio para que circulen. El único medio de transporte son las embarcaciones o andar a pie.
Cuando se baje del tren en Santa Lucía, a menos que tenga mucho dinero para gastar, no cometa el error de aceptar un servicio de taxi acuático privado para ir al hotel. En vez de ese costoso transporte, tome el autobús (también acuático), una embarcación conocida como vaporetto. Es barato, no tendrá que esperar mucho tiempo para tomar una, y lo llevará a cualquier parte de Venecia.
En el vaporetto fuimos hasta nuestro hotel, en Arsenale, cerca de la Riva degli Schiavoni. Al otro lado de la laguna se extiende el Lido, la playa de Venecia. Al sur está la pintoresca isla de Giudecca, llamada así probablemente por la comunidad judía que se estableció allí en la Edad Media.
Los restaurantes de Venecia son en general más caros que los de Roma, pero si busca encontrará ofertas muy razonables. Y una copa de vino puede salirle más barata que un refresco como Coca-Cola.
Al fin estábamos en la legendaria ciudad de San Marcos, paseando por la plaza del mismo nombre, entrando en la Basílica, cruzando el puente del Rialto, recorriendo las callejuelas medievales llenas de tiendas y de gente.
En el viaje en tren bala hacia Venecia recordé que la ciudad era también la cuna del famoso mercader y explorador Marco Polo, que en el siglo XIII realizó un fantástico viaje al Extremo Oriente que relató en su libro Il Milione, escrito durante su cautiverio en Génova, tras la batalla de Curzola, con la ayuda del escritor Rustichello de Pisa.
En una guía turística que compré en una tienda mencionaban la probable casa donde vivió Marco Polo en su infancia, en la Corte Seconda del Milion, así llamada por el libro de los viajes del explorador. El número de la casa, según la guía, es el 5845.
No es fácil dar con la casa, porque se encuentra en un laberinto de callejuelas medievales donde uno puede extraviarse. Pero vale la pena intentarlo. Si usted está en el puente del Rialto, del lado oriental, vaya hacia el noreste (dando la espalda al puente, hacia su izquierda). En la guía indican que debe buscar el teatro Malibran. Salí a buscarlo, pero antes de llegar al teatro, vi una callejuela llamada Corte Prima del Milion.
Estaba muy cerca. En la calle vi a dos camareros conversando en la puerta de una hostería. Les pregunté por la casa de Marco Polo, y uno de ellos me señaló la dirección con un gesto que me pareció de tedio.
Avancé y en una calle muy estrecha vi una puerta con el número 5845. “¡Es aquí!”, dije con alborozo a mis acompañantes. Pero luego advertí que el nombre de la calle no era el que indicaba la guía. Fui hasta la esquina, donde se abría una pequeña plaza. Al entrar en el espacio abierto, vi una casa con el número 5845 en la fachada, y el nombre de la calle: Corte Seconda del Milion. ¡Era allí! Estaba frente a la casa donde posiblemente había vivido el célebre explorador, en la plaza donde casi seguro había jugado de niño. ¡Había encontrado la casa de Marco Polo!
Podía imaginar al joven en ese rincón de Venecia, el joven que un día partió de esa ciudad, quizá de esa misma casa, en un viaje fabuloso hasta China, hasta los confines del mundo, para regresar y contar a sus asombrados –y a veces incrédulos– coterráneos las maravillas del Oriente. Un viaje del que no escribió “ni la mitad de lo que vi”, según afirmaba el veneciano al que Humboldt llamó “el mayor viajero de todos los tiempos y de todos los países”. Todo eso me vino a la mente cuando me paré frente a la puerta de la casa de Marco Polo.