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Breve historia del infierno

“Mi admiración para Dan J. Marlowe, autor de El nombre del juego es muerte, lo más negro de la novela negra” –Stephen King–

Hay escritores cuyas vidas se podrían convertir fácilmente en capítulos de una epopeya apasionante, pero hay otros cuyas vidas parecerían no coincidir en absoluto con el vértigo ni con la emoción desplegados en sus obras. Es obviamente mayor la épica de la selva misionera que rodea a Horacio Quiroga que aquella que podríamos entrever en el apartamento de la calle Maipú 994, donde Jorge Luis Borges residió durante más de cuarenta años junto a su madre. Es ciertamente mayor la aventura acometida en los safaris africanos de Ernest Hemingway que la meticulosa manía por coleccionar mariposas de Vladimir Nabokov. Hay sin embargo otros escritores que, sin llegar a tales extremos, logran mixturar en diferentes etapas la seguridad del hogar con los imprevistos de la intemperie. En esta categoría podríamos ubicar a un escritor que en los últimos años parecía condenado al olvido, pero que por caprichosas y legítimas razones ha resurgido tanto en su país de origen como en otros apartados lugares del mundo.

Dan J. Marlowe nació en una pequeña localidad de Massachusetts en 1914 y falleció en California en 1986. A los veinte años se recibió de contador en una escuela de finanzas de Boston. Como tal trabajó en una empresa mayorista de tabaco, aunque alternaba esa tarea con la de jugador profesional de póker y apostador de carreras de caballos. Hasta 1956 su existencia había ofrecido pocos atractivos, pero ese año falleció su esposa y entonces tomó una decisión que cambiaría radicalmente sus días: vendió su casa en Washington DC y se mudó a Nueva York con la firme convicción de dedicarse a la literatura. Dos años después ya había escrito y publicado sus dos primeros libros policiales, presentando en sociedad a su detective Johnny Killain.

En 1962 publicó El nombre del juego es muerte, cosechando de inmediato un rotundo éxito de ventas y una atención crítica que lo llegó a comparar certeramente con autores como James Cain, David Goodis o Jim Thompson, y aún hoy escritores como Stephen King (“Mi admiración para Dan J. Marlowe, autor de El nombre del juego es muerte, lo más negro de la novela negra”) y Barry Gifford (“Nadie escribió prosa más dura que Dan J. Marlowe. Nadie”) siguen teniéndolo en la mayor consideración. Pero no solo buenas opiniones obtuvo la novela; también provocaría la atención de Al Nussbaum, un personaje más que singular que empezaría una larga correspondencia con el autor.

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Una fuerte amistad

Al Nussbaum había nacido en 1934, y cuando leyó el libro de Marlowe estaba preso en una cárcel de Buffalo, en el norte del estado de Nueva York, algún tiempo después de haber integrado una lista del FBI con los diez ladrones de bancos más buscados de Estados Unidos. La captura de Nussbaum había sido cinematográfica: delatado por su suegra cuando él y su esposa habían acordado verse clandestinamente en un hotel, advirtió que la policía lo estaba esperando y emprendió una huida a más de cien kilómetros por hora por callecitas vecinales, hasta que chocó contra un patrullero y fue capturado. Condenado a cuarenta años de cárcel, apenas leyó El nombre del juego es muerte quedó fascinado con su personaje central y le escribió a Marlowe ofreciendo aportarle datos sobre cómo robar bancos, para que los utilizara en sus próximas novelas.

Tan amigos se convirtieron que hasta el FBI sospechó de Marlowe, quien poco después comenzó a visitar a Nussmaun y a sugerirle que él también se dedicara a escribir. Finalmente el ladrón estuvo doce años preso y para cuando salió en libertad, el vínculo con el novelista era tan fuerte que comenzaron a trabajar juntos en varios proyectos literarios. Ambos se mudaron a California y, cuando Marlowe sufrió un accidente cerebro vascular que le provocó una amnesia tan severa que afectó su capacidad de escribir, fue Nussmaun quien estuvo a su lado e incluso quien le ayudó a recomponer su carrera, a la vez que él mismo comenzó a publicar sus primeras novelas.

Hace un par de años el biógrafo Charles Kelly publicó en EEUU Disparos en otra habitación: La vida olvidada de Dan J. Marlowe, y volvió a colocar en el tapete el nombre de un escritor formidable y un conjunto de obras del policial noir dignas de la mayor admiración. Por su parte, la editorial argentina La bestia equilátera acaba de publicar por primera vez en castellano El nombre del juego es muerte, con una traducción impecable de Carlos Gardini. A fines de los 60 y principios de los 70 la editorial ACME había publicado en Buenos Aires, en su colección Rastros, algunos libros de Marlowe en tapa blanda, con dibujos de mujeres provocativas y hombres musculosos, bajo títulos como Regreso del pasado, En lo profundo y Rescate peligroso.

 

Dos quemaduras en una manta

El narrador de El nombre del juego es muerte es Roy Martin, y en las primeras páginas cuenta los detalles de un cruento asalto a un banco de Phoenix, Arizona, en el que participa en compañía de Bunny (un hombre mudo y enorme) y de un joven chofer al que mata un guardia (“El costado derecho de su cabeza desapareció…”).

Herido en un brazo, Roy debe ocultarse en la ciudad y Bunny sigue viaje hacia Hudson, Florida, con el botín (casi doscientos mil dólares, más de dos millones de hoy) y con la obligación de enviarle por correo mil dólares todos los meses. En tanto nuestro narrador se recupera de su herida, las remesas llegan puntualmente hasta que un día, en su lugar, le es enviado un telegrama falso, que le hace concluir que Bunny ha pasado a mejor vida y que el dinero ha caído en manos impropias. Entonces emprende viaje hacia Hudson en un periplo lleno de adversidades que lo lleva por toda la costa del Golfo. La parte central de la novela se desarrolla una vez Roy llega a Hudson, se hace pasar por un arbolista bajo el alias de Chet Arnold, y comienza a buscar el botín arrebatado.

El estilo de Marlowe tiene el ritmo de una endemoniada ametralladora: frases cortas, agónicas, aliteradas, plenas de una poesía sucia y amarga solo creíble en boca de un narrador como este hombre, que se sabe a cada instante en peligro de muerte pero que puede responder con igual ferocidad si algo inesperado se atraviesa en su camino. Las descripciones tienen un sabor tormentoso y sublime: “Ocupaba demasiado espacio cuando pasaba caminando”, dice Roy de un sargento de policía por el que siente especial aversión; “Sus ojos parecen dos quemaduras en una manta”, dice de la mirada de una mujer que lo ama; “Cuenta tu historia en el infierno, siempre que alguien quiera escucharte”, comenta para sí en medio de un tiroteo; “El cincuenta por ciento de nosotros lo había disfrutado”, ironiza después de violentar a otra mujer que le había puesto una trampa mortal.

Es esta una obra que redime al género, y que enseña cómo se debe escribir una gran novela negra.

El nombre del juego es muerte, Dan J. Marlowe, La bestia equilátera, Buenos Aires, 2015, 220 páginas

 

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