Las nubes heladas comandan el cielo pletórico de antenas, terrazas y balcones. En la esquina circulan algunos transeúntes desprevenidos. La puerta entreabierta deja que se filtre el viento en el interior carmesí. Alina Diaconú, impecable, con unos aros dorados, mira el afiche de la película silenciosamente. Levanta el mentón y me mira: dice que un leve o lejano lazo me une con Bernabé Aráoz. No es solo el color de piel. Todo ocurre según un antiguo principio de causalidad. La conexión es tan secreta que ni siquiera los dioses pueden revelarlo. Una tarea pendiente es averiguar en qué consiste el lazo (yo lo haría en tu lugar, dice Alina con un tono que reúne la elegancia y la inteligencia). Todos tenemos ancestros que habitan en nosotros. La clave está en saber qué hacer con las presencias que signan nuestro porvenir. Qué unión secreta o qué vínculo simple o no sé qué tendrás con ese héroe de la independencia, dice Alina y se reclina en el sillón bordó.
Salgo entusiasmado y también preocupado. Pienso que el destino es de hierro y que nadie puede saber la costura o el revés de la trama que ocurre por debajo del horizonte. La magnífica Alina ha notado algo que yo ni siquiera sospechaba y ha instalado en mi cabeza un enigma. La vida está hecha de misterios, pero lo que Alina ha dicho en el bar con soltura es, de alguna forma, una afirmación que revela una parte desconocida de mi identidad.
Apuro el paso y me meto en los 36 billares con la equivocada intuición de que entre las bolas y los tacos podré desovillar la inquietud. Pero es en vano. Esa tarde juego con los amigos y el énfasis provoca un dolor en la espalda y debo meterme en una ducha caliente.
Me reúno con un historiador del siglo XIX cuyo nombre prefiero no develar. Me dice algunas precisiones sobre la muerte de Bernabé, reconoce las ramas del árbol familiar, menciona la ciudad de Ibatín, el comercio, las inundaciones, las mujeres esclavas y el rol central de la familia Aráoz en la declaración de la independencia. La alocución del historiador es clara y amena pero no aporta una explicación a mi incógnita. Hablo con mi tío Rodolfo por teléfono y me cuenta cuáles han sido los hijos de mi tatarabuelo. Llegamos hasta el último pariente que él tiene en su memoria. No hay caso. No hay forma de averiguar lo que yo quiero saber.
Una noche me acuesto temprano ya que he tenido una jornada extenuante. Sueño con mi abuelo y en el embudo del sueño veo a la madre de mi abuelo y a un grupo de indios que llevan flechas y que montan en caballos como si fuese una película de John Ford. Al día siguiente le pregunto a un crítico de cine y me da una respuesta posible. Cuenta la historia de un circo, curiosamente conoce mi libro Mamá y relaciona la película con mi abuelo José. Advierto que está tratando de agradar y me levanto abruptamente. Antes de irme me dice algo que me deja pensando: los fantasmas no están entre los muertos, en el cementerio, sino que habitan en los cuerpos de los vivos.
Una semana después siento en la ventana de mi departamento una presencia. Sospecho que se trata de un pájaro. Abro la persiana y no veo nada. Apenas una sombra en el canto de la madera y luego el sonido de una exhalación.
Llamo por teléfono a un amigo y este me recomienda entrevistarme con una vidente. La mujer tiene una pollera larga, una solera grande y se ha puesto unos anteojos que rebasan el rostro. Realiza un balbuceo torpe y escupe al pronunciar las palabras. Su departamento de Carlos Calvo está bien puesto, decorado con máscaras colgadas del techo y cuadros chicos, más bien oscuros y cartas de tarot pegadas en la pared. La sesión es breve y cara. Enciende un incienso, o algo parecido, y pone una música que viene lejanamente de África. Dice una palabra indescifrable y luego otra y otra. Se calla. Yo estoy inquieto, inseguro. Nunca antes he ido a consultar una vidente. La mujer se quita los anteojos y apunta su cara, como si fuera un telescopio, al techo. Es ahí que veo que están pegadas las constelaciones en un orden invertido. Evoca el nombre de un dios desconocido y repite el apellido de Bernabé. Me toma de las manos –yo no salgo de mi temblor– y mueve sus dedos como si se tratara de un baile. Esto dura más de un minuto. Me pide que cierre los ojos. Lo hago a medias. Puedo ver que ella está concentrada, como si fuera un asunto de vida o muerte. Me suelta las manos y no enciende la luz.
Se pone una máscara y habla. Me dice que yo tengo un ancestro africano y que ha habido esclavos en mi familia, esclavos de piel y de amor. Me quedo helado. Recuerdo que mi amigo Marcial Gala me dijo una frase que ha abierto la puerta hacia la negritud. La mujer, en un estado que se parece al ensueño o a la droga, dice que Bernabé tuvo ancestros africanos y que la conexión familiar es posible. Sólo es cuestión de encontrar los documentos.
Cuando bajo por las escaleras me tropiezo y caigo en uno de los rellanos cortos y oscuros. Me golpeó la cabeza. Pienso que Alina tiene razón y que el destino es de hierro y utópico y que las sombras del pasado nos habitan, así como la tormenta humedece el agua estancada en un rincón de la vereda. Camino una hora, desorientado, y me meto en un bar de Corrientes para bajar la ansiedad.
Persevero, decido volver a la vidente. La mujer está más en su polo, percibo que se concentra en mi caso. Toma mis manos y cierra fuerte los ojos. Su cabeza se tuerce hacia arriba, como un telescopio ciego. El cuello se contrae y la mirada queda en el vacío. Está en otra dimensión. Roza la palma de mis manos hasta llegar a las nervaduras –siento una suavidad extrema en la piel– y cuando toca el extremo de los dedos dice que ve un capataz con un látigo en la mano. Ve el rostro sudoroso de un negro, tirado en el piso de tierra. El negro se levanta, en un último gesto y corre. El capataz lo persigue, lo empuja y el negro cae como una tromba. El capataz le ata las manos. Un ayudante alto lo empuja y el negro cae de bruces; el ayudante lo levanta y lo pone contra un tronco. Lo ata. El capataz levanta el látigo en el aire y empieza a moverlo. Se escucha el ulular del cuero flexible y certero. El negro está expectante, inmóvil. El ayudante forcejea con el cuerpo del negro. El capataz golpea con el látigo en la espalda y el negro lo soporta, mudo. Los latigazos se multiplican y el negro grita, cada vez, como un alarido originario.
Asustada, la vidente se detiene. Luego de la pausa, respira fuerte, se descarga, y me dice que el negro tiene mis rasgos. Alarmada, dice que el negro soy yo.
En la lontananza, la vidente ve una figura espigada que viene en un caballo oscuro. El caballo se acerca y el hombre se baja del caballo. Mira al capataz con enojo, como si lo estuviera recriminando. El capataz afloja las manos y suelta el látigo. El negro mira al hombre, agradecido. El hombre del caballo es Bernabé Aráoz.