Después de Geografía de lo inútil (2010), una novela de corte experimental que tuvo buena acogida por la crítica chilena, Matías Correa (1982) acaba de publicar su segunda novela, Autoayuda. El libro rápidamente se impuso como una de las publicaciones más comentadas del año, incluso el cineasta y escritor Alberto Fuguet le dio un espaldarazo a través de un artículo publicado en la revista Qué pasa, en donde se refirió al autor en estos términos: “Correa no tropieza con abajismo ni trepa arribistamente, sino cuenta, mira, empatiza, y a pesar de no hacer un libro de autoayuda ofrece una novela que puede ayudar o apañar o acompañar a alguien que anda algo extraviado”.
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En el 2012, mientras Correa hacía clases de filosofía en tres universidades y trabajaba pacientemente el manuscrito de esta novela (por entonces titulado Esto no es un libro de autoayuda), recibió una comunicación desde la prestigiosa Universidad de Iowa, la cual lo invitaba a incorporarse a su programa internacional de escritores, en donde podría trabajar su proyecto narrativo aún en ciernes. Fue allí donde la novela empezó a tomar forma y donde el narrador encontró la voz que necesitaba para escribir esta novela sacada del fondo más bilioso de la tripa. Sí, porque Correa trasforma una herida personal en un relato generacional que –tangencial o incidentalmente, pues lo íntimo, por más que se lo quiera encriptar, no puede desprenderse de su raigambre colectiva– le pone el dedo en la llaga a un entramado social casi sin voz y vagamente reconocible: los sucesores de una oligarquía idiota decidida en dispensar una cuota de su propio éxito a hijos de escaso mérito, jóvenes que, a mitad de camino, cuestionan la posición que les fue legada, oblicuamente, encerrándose en lo domestico para eludir lo político, ensimismándose. Así vemos a Jean Michel Mena Viollier, el narrador de esta novela –un treintañero dueño de una firma de abogados, con el futuro asegurado y el presente extraviado–, abatido por una pena amorosa que viene a mostrarle la implacable cara del sin sentido. Así irrumpe la voz de Mena en la primera página del libro: “El éxito es un error no forzado, un feliz tropezón del cual muchas veces no hay otro responsable que el azar, la cuna que cobijó tus primeros llantos o una genética favorable al lugar en el mundo donde viniste a caer. El éxito, desgraciadamente, también es un error que solo uno mismo es capaz de enmendar”.
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Mena sufre la desaparición de su mujer; ella se esfuma de su vida de un día para otro; imprevista e intempestivamente, la pierde. El protagonista se queda solo y, en cierta medida, se sabe culpable, pues no hace nada por recuperarla. De alguna manera, sabe que primero tiene que arreglárselas consigo mismo: con su vacío, con su falta de sentido, sin armas ni verdades a las que aferrarse, ni nadie que le tienda el hombro de la complacencia, y aunque lo sabe, o lo intuye al menos, carece de la viveza y el carácter para mirarse al espejo y enfrentarse, de una vez por todas, a su rostro desfigurado por una sociedad infame que pareciera estar anulando los últimos trazos de su identidad, una identidad que lo aguarda paciente en la habitación contigua y que traspasa la pared para salir a cazarlo y mostrarle el rostro abominable del dolor, personificado, en la novela, en la figura de Genaro Scott, su esperpéntico vecino. Scott, a decir de su aspecto, es un monstro, un adefesio irrebatible; una especie de hombre elefante, como han dicho los comentaristas, a falta de bestiario íntimo. Scott también fue abogado y joven y fracasadamente exitoso, hasta que decide quitarse la vida volándose el rostro; fracasando en lo primero mas no en lo segundo, y quedando espantosamente vivo para luego emerger de las tinieblas a través del arte: del arte de la autoayuda que lo erige en una especie de niño símbolo y gurú de mercado, entrampándolo otra vez en las ciénagas de un éxito que lo toma por imbécil: a él y a sus adeptos, las víctimas, cada vez más cándidas, de estos tiempos giles. En este sentido, Genaro Scott opera como una representación abyecta del mismo Mena, enseñándole la cara del dolor y el sufrimiento y, por qué no, la de un nuevo fracaso, el que a lo mejor hubiese devenido de haber intentado volarse los sesos.
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La crítica local ha tratado de colocar el libro dentro de cierta literatura de clase –la del barrio alto–, que, después de José Donoso, según se dice, y tal vez del mismo Fuguet –al menos el de Mala Onda y quizá el de Aeropuerto–, ha tenido escasos aciertos. Si bien es cierto que la novela espacialmente transcurre en la comuna de La Dehesa –circunscripción precordillerana que se debate entre pretensiones numerarias y de balneario gringo–, la novela de Correa casi no sale del departamento, es, pues, una novela puertas adentro, críptica, existencial; burguesa por defecto, a lo mejor sólo en cierto latido situado.
– Mucho se ha hablado de La Dehesa, de cuicos como Mena, etc.; pero hablemos de Genaro Scott. A mí me parece que Scott lo absorbe todo. Cuéntanos acerca de la construcción psicológica del personaje.
Genaro Scott, esencialmente, es buen tipo con pésima suerte y una ambigua relación con el pudor que experimenta en relación a lo que hace, i.e., trabajar la autoayuda –no sin cierto cinismo– como una forma de arte más, y a lo que, por accidente, llegó a convertirse: una especie de monstro. Y estoy de acuerdo con lo que dices: Scott tiene el potencial de absorber la novela por completo. Sin embargo, de haberle concedido esa licencia al personaje, creo, la novela habría terminado edulcorada, sino sosa. A fin de cuentas, Scott es un personaje adorable en (o a pesar de) su monstruosidad, que opera en dos ejes: el de su rostro y el de su producción artístico-literaria. Insisto: una novela protagonizada por Scott sería, en alguna medida, predecible y medio dulzona. El personaje de Mena, en cambio, es moral y psicológicamente más interesante. Al menos le plantea un reto más difícil al lector en lo que respecta a las posibilidades de empatizar con esa personalidad. Porque a diferencia de Mena –un tipo que debe reconciliarse con la hipocresía para hacer las paces con su propia identidad–, Scott se sabe cínico de antemano y no es indulgente consigo mismo, de modo que el conflicto habría sido apaciguado por el carácter del personaje.
– En el campo de la crítica existe una opinión casi generalizada en torno a que en Chile no se han escrito novelas de peso que transcurran en el seno de la clase alta: ¿compartes esa opinión? Siendo así, ¿cuáles fueron los desafíos que te planteaste al escribir esta novela?
Más que una opinión generalizada, se trata de un sobreentendido que no toca tanto la relación entre literatura-clase –a Lihn ni a Lira, ni tampoco a Maqueria les pidieron certificados de residencia por haber publicado sus poemas– como del aparente oxímoron que constituye la narrativa de derecha. No se me ocurre ahora algún contraejemplo, de modo que estoy obligado a hacer propio ese prejuicio. Como sea, en cualquiera de sus formas, la narrativa panfletaria no me merece respeto y me aburre sobremanera, eso por una parte. Por otro, y respondiendo a tu segunda pregunta, diría que a mí en ningún caso no me interesa reivindicar una literatura de clase, pero sí quise situar el argumento de Autoayuda fuera de ese espacio imaginario que habita esa clase media imaginaria que todos creemos habitar. El desafío era construir un mundo mínimamente verosímil; la existencia de La Dehesa es un dato mínimamente verosímil, creo, y el barrio ese sirve para construir un espacio narrativo tanto como cualquier otro. Me tocó vivir mi adolescencia ahí, de modo que, simplemente, empecé a trabajar desde un universo que si bien es raro, también me resulta conocido.
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Geografía de lo inútil, la primera novela del escritor, fue una novela muy distinta a ésta. La académica Patricia Espinosa señaló, para estos efectos, que “la desestructuración temporal presente en la novela (Geografía…) asomaba como una de sus más visibles virtudes”. Autoayuda, por el contrario, transcurre de forma lineal, sin grandes cortes ni sobresaltos temporales. Al menos en lo que dice relación con lo formal, pareciera que esta novela no dialoga mucho con la anterior.
– ¿Crees que las “formas” determinan o inciden de alguna manera en el “fondo” de lo que se quiere representar en el texto?
“Forma” alude a un puñado de decisiones de estructura, estilo y estrategia retórica, las cuales uno puede adoptar de manera inconsciente o no, con mayor o menor rigor. Sin embargo, es en esas decisiones donde se resuelve la identidad del sujeto que escribe. La perspectiva o la mirada de un autor, a fin de cuentas, se traduce en una gramática que individualiza no tanto el fondo como la superficie de la obra: su argumento, la trama que se urde a medida que la historia avanza. Si bien hay asuntos que demandan tratamientos especiales, creo que la forma juega un rol mucho más determinante. La manera en la miras el mundo (y escribes sobre él) modela el espectáculo que aparece frente a tus ojos. En ese sentido, el estilo lo es todo. Sin embargo, pretender que el ejercicio literario deba consagrarse a la forma por la forma es tan torpe como afilar un cuchillo por el solo afán de buscar el filo perfecto. Una novela que no apuesta más que experimentar con la forma constituye un despropósito tan grande como un cuchillo de exhibición: se convierte en una pieza de museo y ya no sirve para cumplir con la tarea a la cual estuvo destinado su diseño.
– Me pregunto qué pasó en ese tránsito en que, de pronto, desaparece la fascinación por el artefacto formal y escribes una novela como Autoayuda, un libro despojado de aspiraciones vanguardistas, y que incluso no se arruga en idiotizarse un poco, para retratar circunstancias patéticas, la realidad pura, la actual. ¿Hubo ciertas lecturas que precipitaron este giro tan radical en tu propuesta narrativa?
Solo dos franceses se han colado e impuesto en mi biblioteca: Perec y Houellebecq. No hablo el idioma y, tal vez, por eso el canon francés siempre me resultó extraño. A Proust lo conozco solo de solapa, Zola jamás llamó mi atención y con Balzac me llevo bien, pero es muy poco el tiempo que he pasado con él. Por otro lado, la filosofía francesa del siglo XX me parece infumable y eso quizás haya influido en mi aversión frente a casi todo lo que huela a francés. Con la excepción de Perec y Houllebecq, claro. Por accidente, a los dos terminé leyéndolos con Wittgenstein en la cabeza; cuando empecé a aburrirme del George comencé a escribir Geografía de lo inútil, mientras que de Houellebecq todavía no me canso y me animaría a releerlo (o a meterme en su poesía, que poca atención le he dado). Puede que al primero lo haya descubierto vía Bolaño, no estoy seguro. En todo caso, sería de sumo interés que alguien se diera el trabajo de ayudar a entender por qué tanta gente lee a Perec en Chile, aprovechándolo de tan distintas maneras. A Houellebecq, en cambio, entré gracias a un encargo que me hicieron hace años: tenía que reseñar La posibilidad de una isla (la novela esa recién había sido traducida y algo de la polémica houellebecqueana hacía eco en internet desde Francia) y aproveché de revisar todo lo que había antes de ese libro. Poco después o poco antes de escribir esa reseña, MH visitó Chile y me entusiasmé todavía más con esa versión europea, más brillante y menos hinchada de Bret Easton Ellis. Ahora bien, que MH y GP hayan influido de algún modo en lo que cambió entre Geografía de lo inútil y Autoyuda, sí, pero ignoro de qué forma o en qué medida.
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–¿Cómo autor, dónde te sientes más cómodo: en el éxito o en el fracaso?
Éxito y fracaso son etiquetas que, de tanto en tanto, todos decidimos emplear para rotular el resultado de las tareas que elegimos o bien de las que se nos imponen. En cualquier caso, ya sea que estemos más familiarizados con uno u otro rótulo, con el éxito y el fracaso solemos tener una ambigua experiencia: la de sentirnos personitas especiales. Ocurre a veces que a uno le brindan un trato diferenciado. Puede ser, simplemente, porque eres un tipo mínimamente simpático o chistoso; también, que pase porque tienes talento para jugar de 10 en cancha grande o porque eres una niñita linda, con carita de muñeca. A todos, alguna vez en la vida, al menos, los han tratado como si fueran especiales. Quienes lidian cotidianamente con el éxito o el fracaso, forzosamente, lo experimentan como una carga, creo. Tanto de quienes son dueños de mentes brillantes como de quienes tienen Asperger, una personalidad borderline o síndrome de Down, en virtud del modo en que excepcionalmente se diferencian del resto, decimos que son personas especiales. El genio y el bruto de la familia, al igual que el primo exitoso y el tío fracasado, todos ellos reciben un trato ambiguamente especial. Por el mero hecho de leer enfermizamente, en mi casa, de chico, me brindaron ese trato especial. No es cómodo. Eso puedo decirte. Por otro lado, orientados por el sentido común, imaginamos el éxito como esta atmósfera perfumada que vale la pena respirar, en tanto que el fracaso aparece como una enrarecida y venenosa nube de la que conviene escapar. Sin embargo, cuando en primera persona singular te toca olfatear el éxito y el fracaso de cerca, te das cuenta de que los abucheos y las felicitaciones son igualmente incómodos; fétidos, incluso. Así como los niños genios y los niños Down tienen que acostumbrarse al ruido de los aplausos y a las palmaditas condescendientes que les dan en la espalda, cuando fracasas o tienes éxito en alguna tarea estás obligado a relacionarte con el resto como un bicho raro: el incapaz que no supo hacerla bien, como el resto, como los demás. Ese tipo especial que no pudo evitar tropezarse o avanzar con una voltereta. El único consuelo tal vez sea que todos somos bichos raros, animalitos de una misma especie muy extraña, cada quien empecinado en demostrarse a sí mismo que la propia individualidad tiene algún valor en sí mismo. (No conozco animales distintos al hombre que intenten algo similar.) Esa pulsión que nos lleva a rendirle culto a la personalidad, a ese individuo único que habita en la cabeza de uno, es una pelotudez. En razón de dicha pelotudez me parece ridículo pensar que alguien, bienintencionada y sinceramente, pueda afirmar que se siente cómodo habitando el mundo desde el éxito o el fracaso.