… No recuerdo con exactitud en qué año ocurrió este episodio, pero sí que fue en febrero. Tenía que ser febrero porque de otro modo esta historia, como se verá a continuación, hubiese sido imposible. Andaba yo por los ocho o diez años, mañana calurosa, sol asfixiante, aire húmedo, sensación de libertad. Mes de carnavales, oportunidad para pasar un buen rato mojando a la gente desde la azotea. Estaba en casa de mi abuela con un amigo del barrio, un amigo que llevaba el insólito apelativo de Macho. Todo el mundo le decía Macho, incluido el par de octogenarias con las que se criaba, pero no porque su presencia infantil sugiriese prematuros rasgos asociados a lo que indicaba su sobrenombre, no porque insinuara señales del adulto matonesco en que años después se convertiría, sino porque este huérfano criado con tías abuelas había sido el último heredero de un matrimonio que alumbró siete hijos, y porque las seis criaturas anteriores habían sido mujeres, y porque su fallecido padre, que esperaba el hijo varón con renovada expectativa a cada embarazo de su mujer, el ansioso progenitor que tras cada parto salía frustrado, lleno de bronca consigo mismo y su mala puntería, el mismo que cuando llegaba la hora de seguir tentando suerte se sacudía las bolas antes de meterle la verga a la mujer, como si el par de redondeces fueran dados que se agitan con la ilusa esperanza de que ese movimiento traerá la suerte del número alto, ese mismo padre, cuando por fin llegó el día en que nació mi amigo y el médico le dijo que su mujer había parido un varón, empezó a dar alaridos de alegría y salió corriendo como un loco por los pasillos del hospital gritando ¡es macho! ¡es macho! ¡es macho!, dejando sellado para siempre el nombre con que se conocería en adelante a su pequeño hijo. Y siguió celebrando a su hijo varón, días tras día, hasta que una noche, volviendo de una de las celebraciones que ofrecía por el recién nacido, ese mismo padre, cansado de brindar por su hijo macho, aturdido por el alcohol y por el contento, acaso contagiado por los ronquidos de su mujer en el asiento del copiloto, acaso dormitando al volante sobre las pistas vacías de la madrugada limeña, estrelló su auto contra un bloque de cemento de la Vía Expresa y dejó a su hijo menor sin ningún recuerdo alguno de sus progenitores.
Una década después, la mañana de febrero de la que venía hablando, estábamos Macho y yo parapetados detrás del muro de la azotea de casa de mi abuela. Arrojábamos globos de agua a desprevenidos transeúntes, con tan buena puntería que le acertábamos a la mayoría de objetivos que poníamos en la mira. Mi respeto por la gente mayor restringía mis potenciales víctimas a adolescentes playeros, parejitas con helados en las manos, universitarios de vacaciones paseando al perro. Pero Macho no se dejaba limitar por semejante discriminación y asaltaba a globazo limpio y con similar impiedad a ancianos en bastón y a embarazadas de nueve meses. Y en una de esas nos dimos cuenta de que por el otro lado del parque se aproximaba hacia nuestra trinchera un tipo de unos cuarenta años, serio, andar pausado pero decidido, enfundado en un traje negro que le quedaba un poco grande, como si se lo hubieran prestado especialmente para la ocasión, la fina corbata demasiado bien atada, como incómoda en su pulcritud, lo que rodeaba al hombre de un aura de artificialidad, de fiasco, como si estuviera disfrazado. Avanzaba el pobre hombre, avanzaba hacia nuestra posición, la viva imagen de un desempleado rumbo a una entrevista de trabajo, un tipo que sabe que se la juega, que no puede dudar en ninguna respuesta, que es consciente de que en casa tiene responsabilidades y por eso no permitirá que nadie venga a mezquinarle la leche de sus hijos, y que estamos a fines de los ochenta y en esta época no puedes regalar ni un centímetro si tienes pretensiones de sobrevivir.
Macho alista los globos, uno en cada mano como granadas de guerra, sacude ligeramente el cuello para un lado y para el otro, como preparando el cuerpo para que cada músculo responda perfecto en el momento en que se le ordene ponerse en acción. No, le digo en voz baja, a ese no, mientras veo que Macho se asoma brevemente sobre el muro del tercer piso, lo suficiente como para que sus ojos de víbora puedan espiar los movimientos del desempleado que se acerca, y un parpadeo después veo a mi amigo desplegarse delante del muro, los globos en las manos, el cuerpo erguido, sin miedo a delatar su ubicación, y le lanza los misiles uno tras otro. Y yo veo cómo el primero impacta en el brazo del desempleado y, casi de inmediato, antes de que al atacado le sea posible entender qué está ocurriendo, antes de que sea capaz de reaccionar, el otro le atina de lleno en el estómago. Y observo que Macho, furioso, con una rabia que nunca antes le había visto, como si se le hubiera despertado el temple de una antigua revancha, acerca de un tirón el balde donde una docena de globos se remojan en agua fría, y rápidamente empuña dos más y me grita tírale, huevón, tírale, y yo le hago caso y empiezo también a lanzar globos, todo muy rápido, frenético, impensado, mientras abajo el desempleado súbitamente comprende que le han arruinado el traje, que le han arruinado la entrevista, que le han arruinado la posibilidad de un nuevo empleo y por tanto le han arruinado la vida, y entonces indignado, enfurecido, la rabia en los ojos, la desesperación en la cara, mira a su alrededor buscando algo, y lo encuentra casi de inmediato, que no en vano estamos frente a un parque. Levanta del suelo dos piedras, visibles, redondas, amenazantes, de una pesadez que nuestros cuerpos presienten incluso desde la altura, y entonces Macho y yo olemos el peligro y a un tiempo salimos en estampida hacia el otro lado de la azotea. Nos alejamos entonces a la carrera, las manos en la cabeza como un casco de carne y hueso, el implemento salvador que nos protegerá el cráneo cuando las piedras empiecen a llover por la azotea. Pero un par de segundos más tarde, en vez de las pedradas que pensábamos recibir, escuchamos nítido, violento, el crujir de cristales reventando. Uno, dos, tres vidrios destrozados. Y rápidamente descifro el malentendido, iniciado cuando el padre de mi abuela decidió que las dimensiones de esa enorme casa merecían su división en dos propiedades distintas, una que ocuparía la segunda planta del inmueble, y la otra, más beneficiada, incluiría no solo el primer piso sino también la azotea, para lo cual hubo que extender una rara escalera caracol desde su patio interior. En ese primer piso con azotea vivía mi abuela, mientras que el segundo quedó en manos de un solitario y malhumorado militar prematuramente retirado al que llamábamos el Loco. Todos habíamos olvidado su nombre y sus galones y le decíamos el Loco, y lo curioso fue que esa mañana, cuando el Loco seguramente leía el periódico, cigarro en la boca, taza de café en la mano, ceja levantada, y de pronto le entraron de lleno a sus ventanas a piedrazo limpio, el viejo militar, la pierna renga dibujando curiosos movimientos al verse forzada a actuar con rapidez, el arma tronando en su mano derecha, ronroneando alegre por ser nuevamente convocada, el Loco sacó la cabeza por la ventana, y sin darle tiempo a reaccionar, empezó a coger al desempleado a tiros al tiempo que le gritaba loco de mierda, vas a saber con quién te has metido, loco de mierda, y le disparó cuatro o cinco veces, mientras el desempleado no entendía tan repentino ataque o lo interpretaba mal como una secreta complicidad entre nosotros, los atrevidos impúberes de la azotea, y ese loco, el verdadero loco, que sacaba la cabeza por la ventana y le disparaba a matar, como efectivamente lo mató con uno de esos tiros que le impactó la frente, pasando luego a perforarle el cerebro y dejándolo finalmente quieto en la vereda, sin haber llegado nunca a saber que las casas eran dos y que sus piedras le estaban atinando a la incorrecta, y que dentro de la incorrecta había un tipo que no estaba para soportar ataques de nadie.
Macho y yo seguíamos la escena desde el borde de la azotea, la cabeza del Loco en la ventana del segundo piso, el arma retumbando en el aire tranquilo de la mañana carnavalera, la sangre en la vereda, la cara de sorpresa y después de rendición del desempleado, un muerto que va a buscar trabajo en el Perú de los ochenta, un pobre tipo que le prestan el traje para la entrevista, que se despide de sus niños con un beso, de la mujer que le desea suerte en la puerta y le dice que espera su vuelta con buenas noticias, pero que un par de horas después abre la misma puerta para recibir a dos policías que vienen a interrogarla. Así estamos, le digo al psiquiatra a modo de conclusión, como si esa frase tuviera algún significado o resumiera una sabiduría ganada a punta de experiencia, así estamos, y pienso que tal vez el psiquiatra supone que yo sigo atado a ese crimen del que fui testigo, a ese malentendido como después aprendí que era todo, nada más que un inmenso malentendido. Pero lo cierto es que no me había quedado ninguna marca de esa experiencia, no más que imágenes sueltas, las idas y venidas de mi padre al juzgado, su soledad en las tardes, a la vuelta del trabajo, de pie en el patio vacío, pensativo. Así estamos, le digo al psiquiatra, espiando el reloj de pared para saber si el tiempo de la consulta por fin ha terminado. Y el doctor asiente, como calculando el sentido de mi repentina vuelta a la niñez, y sin saber que no voy a volver, sin saber que después de esa consulta me iré a casa de su hija y no volveré nunca más. Se pone de pie y con un breve gesto me invita cordialmente a que deje mis billetes y me largue de allí. Me despido en la puerta con una sonrisa que no suelo utilizar al despedirme de él, una sonrisa que ahora mismo no significa nada, pero que él sabrá interpretar en retrospectiva, en un par de días, cuando llegue mi turno de consulta y no me vea aparecer.