Termina esta serie. Podría seguir porque hay más literatura vasca que atraviesa el conflicto, ya que aún hace falta el paso tiempo para cerrar muchas de esas cicatrices, como se ha visto en la última campaña electoral en España, pero ya se han tratado las líneas fundamentales del debate, por cuanto toca cerrar, y qué mejor que volver al inicio. Empezamos hablando de la polémica que suscitó la novela de Bernardo Atxaga: El hijo del acordeonista, tras los duros comentarios del crítico Ignacio Echevarría por la supuesta tibieza del autor en torno al problema de la violencia en Euskadi. Pero ahora sabemos, de boca de Iban Zaldua, que Atxaga también escribió sobre el conflicto, que se implicó con un texto difícil, y sobre esa novela va a tratar esta última entrega.
El hombre sólo (1993) —en euskera Gizona bere bakardadean—, fue el cuarto libro de narrativa de Atxaga, tras el éxito avasallador de Obabakoak (1988). Es una novela muy bien escrita, técnicamente mucho mejor trabada que Patria. Narra la historia de un antiguo militante de ETA, al que todos llaman Carlos, aunque ese no es su nombre. Carlos está desligado de la organización tras la amnistía que se aplicó en España a los presos políticos en 1977. Ha montado un hotel con antiguos camaradas a las faldas de Montserrat, en Catalunya y ha dejado atrás la lucha armada. Pero recibe el encargo de esconder a dos terroristas que huyen tras un atentado contra un militar. La acción se desarrolla durante el mundial de fútbol celebrado en España en 1982. Y en el hotel está alojada la selección de Polonia, lo que le permite al autor entrar en los entresijos de la militancia y de las decepciones políticas, tanto por parte del protagonista y sus amigos, como de Danuta, una intérprete polaca con un férreo pasado comunista que choca con las perspectivas aperturistas y antisoviéticas de los jugadores y buena parte de los seguidores del equipo polaco de aquella época, en vísperas a enfrentarse a la selección de la URSS en un duelo decisivo.
Se trata de una novela bien trabada, pero controvertida. Como hemos comentado en esta serie, existe una sobrerrepresentación del terrorista en la literatura contemporánea escrita en euskera. Es algo que viene determinado por su audiencia, generalmente, afín a las tesis del nacionalismo vasco, que no ve con tan buenos ojos al policía o al no nacionalista, o al que se siente español. Y esto también sucede en El hombre solo. El protagonista comulga con el nacionalismo vasco, tiene su pasado militante, hasta el punto de que esconde un delito de sangre contra un empresario por el que pasa de puntillas el narrador, aunque lo mencione al principio (p. 15), y los policías que lo rodean, ya sean secretas o números, quedan claramente reflejados como los malos, especialmente aquel a que denomina Morros. Además, en ningún momento se lee una crítica a los dos miembros del comando: Jon y Jone, pese a que vengan de perpetrar un asesinato. Y el motivo por el cual necesitan ocultarse, la muerte accidental de un niño por chutar un paquete que dejó en la calle un grupo armado, se resuelve en apenas cuatro líneas de diálogo con la supuesta exculpación de ETA (pp. 113-114). Parece que el autor solo tiene conciencia de la ídem de los miembros de uno de los bandos, también de sus víctimas, porque en el imaginario de Carlos está muy presente el recuerdo de Sabino, su instructor en la organización, muerto en atentado. Da la impresión de que Atxaga no tiene la sutileza Cano en Twist, que comentamos aquí, donde se trataba el caso de Lasa y Zabala, pero también se consideraban las cuentas pendientes del protagonista en el conflicto. Lo que sucede es que Atxaga es muy listo. Porque va a retomar todo eso mucho después, cuando ya ha desarrollado la trama de intriga que sostiene la novela y el lector se ha olvidado. No en vano, esta es una novela sobre el desencanto. El desencanto de los antiguos militantes comunistas. El desencanto de una generación de jóvenes vascos que creyeron en unos ideales revolucionarios para verlos después esquilmados por la mezquindad de los intereses creados. Es entonces cuando resurge el sentimiento de culpa del protagonista por la muerte de aquel empresario, que nunca se ha mitigado, solo se ha acallado. Es entonces cuando se sabe que ETA sí es la culpable de la muerte de aquel niño, que todo son mentiras, las mentiras en las que nos movemos, las que queremos creer para seguir. No lo revelaré de manera explícita para no descubrir el final, pero sí realizaré la síntesis simbólica. No puede haber otra resolución de la novela que la certeza de que el conflicto va a continuar, que los bandos van a persistir, pero las víctimas van a ser los inocentes que pierden el futuro.
Dicho esto, y a modo de conclusión, no de esta reseña, sino de toda la serie, se me antoja que existe una mutua ignorancia declarada entre la literatura vasca escrita en castellano y la escrita en euskera. No parece que sus autores se lean, ni que los críticos de una se interesen por las obras de la otra salvo cuando recibe una atención especial o la traducción de una editorial importante. Es la historia de una España donde las lenguas, las varias que se hablan en el territorio, parecen otorgar una autoridad moral frente a los otros hablantes. Así las cosas, va a ser difícil restañar las heridas, cerrar las cicatrices, entenderse. Estamos tan solos como el protagonista de la novela de Atxaga. Y es triste.