Capítulo I de»Andor», novela de Raquel Abend van Dalen publicada por el grupo #SEd.
Apagué el teléfono y me acerqué como un invitado a la llave de gas. La giré como si fuera a revivir ese momento en el que los recién nacidos respiran por primera vez afuera del vientre materno. Abrí la puerta del horno y me introduje de vuelta en esa oscuridad pura y milagrosa, en ese útero que alguna vez prometió no abandonarme. Comencé a tararear una melodía, sustituyendo mi voz por la de mi madre. La podía escuchar cantando conmigo en sus brazos. El mundo se estaba alejando de mí y yo de él. Las palabras se deshilacharon hasta dejar letras huérfanas en mi cerebro. Solo quedó el eco de su musicalidad. Ya no podía moverme, no tenía fuerzas para mantener los ojos abiertos, no podía ganar la batalla entre el arrepentimiento y la aceptación de lo que estaba pasando. Dudé al no encontrarla, pero ya era tarde.
Cuando abrí los ojos descubrí que estaba tirado en el piso, dentro de una cabina telefónica. Olía a orina. El teléfono estaba descolgado y con el cable roto. Seguía con el mismo pantalón de pijama y la misma franela negra de la noche anterior. Al levantarme me sonaron las rodillas y la espalda. Sentí los músculos un poco atrofiados. Empujé la puerta de la cabina y miré alrededor: me encontraba en una especie de estación de tren. Había rieles oxidados que aparentaban estar en desuso, y taquillas igual de viejas y abandonadas. El techo era tan alto como en las catedrales góticas. Lámparas de luz densa y amarillenta, que colgaban de unos tubos mohosos, se balanceaban como si entraran corrientes de aire por algún orificio. El suelo se veía sucio y descuidado, cualquier cosa pegajosa existía para formar parte de él.
El lugar estaba saturado de personas que parecían esperar su turno para algo. Comencé a caminar entre el gentío, tratando de recordar cómo había llegado y qué hacía ahí. Había cientos de sillas negras, la mayoría utilizadas por personas de tercera edad que veían atentamente hacia unas pantallas, mientras esperaban con un papelito en la mano, mordiéndose los labios o moviéndolos inconscientemente como si trataran de apartar una mosca de su boca. Las paredes de concreto estaban agrietadas, tenían pintura blanca desconchada, restos de afiches rotos y marcas de grafiti. Las columnas tenían carteles informativos. Me acerqué a uno de ellos y parecía estar escrito en portugués, pero no pasaron tres segundos cuando las letras ya estaban en español: “Las planillas rosadas se acabaron por el día”. Pensé que había alucinado, pero luego se cambiaron a otro idioma cuando un tipo pálido y alto se acercó para leerlo. El hombre se aproximó a mí al terminar y dijo algo en alemán, de lo que solo entendí buenas tardes. Le pregunté en inglés si hablaba alguna otra lengua y me respondió que con ésa me entendía perfectamente. Él quería saber si nos habíamos conocido antes, yo le respondí que no lo recordaba; me disculpé y seguí caminando. Entre el afiche y el carajo lograron que comenzara a dolerme la cabeza.
Los funcionarios estaban sentados en escritorios, fumando con aparente desidia. Hasta la colilla caía con una insoportable pereza al suelo, acumulándose en forma de pirámide calcinada. Cada empleado tenía un bolígrafo y un sello de tinta recargable en su puesto. Personas hacían filas para que les sellaran algo parecido a una planilla bancaria y luego tomaban diferentes rutas. Seguí con la mirada a una mujer que, después de que le estamparon su documento, se metió por uno de los tres túneles que había. Supuse que eran las salidas de aquel lugar, porque nunca vi ninguna puerta. Atrás de mí había unas pantallas que anunciaban por cuál número iban en el depósito letal; no sé a qué coño se referían con eso. No lograba recordar cómo había llegado, ni qué estaba haciendo antes de llegar ahí.
Había una larga mesa de metal con bolígrafos y pacas de planillas azules, naranjas y grises. Miré hacia arriba y suspiré agobiado; estaba comenzando a sentir claustrofobia, como si a medida que iban pasando los minutos, el techo se hubiera acercado cada vez más a mi cuerpo. Busqué por encima de la multitud y de la capa de humo de cigarro, intentando dar con el baño. Caminé al otro extremo del lugar, atravesando la masa de gente hasta encontrarlo. Un grupo de asiáticos me vieron con disgusto mientras me abría el orificio delantero del pantalón de pijama. Subí los hombros y me concentré en relajar las nalgas y orinar. Frente a mí había un cartel de papel: Clean up after yourself. Esperé a que se pusiera en español, pero no pasó nada. Bajé la palanca y me lavé las manos por un largo rato. Un hombre uniformado se paró a mi lado y contempló mi mono de cuadros con cierto interés. Aproveché y le pregunté qué tenía que hacer allá afuera. El tipo, con voz cansada, preguntó por qué me encontraba ahí y le respondí que no tenía idea, entonces me dijo que agarrara una planilla rosada y que luego hiciera la fila de la mesa número tres para que la sellaran y pudiera irme. Cuando le pregunté a dónde se rió y me dio una palmada tosca en la espalda.
Al no encontrar una planilla rosada, recordé el afiche informativo que cambiaba de idioma. Fui hacia una de las taquillas y pregunté cuánto tiempo debía esperar para conseguir una. La señora me respondió que a primera hora de la mañana las traerían, y se volteó para seguir conversando con otras tres mujeres que parecían no controlar sus tonos de voz. Una de ellas mordía un pitillo compulsivamente, y las otras dos se reían y se limaban las uñas mientras fumaban. Me derrumbé en un sofá a un lado de los baños públicos y recosté la cabeza del asiento. El ruido de la multitud se concentraba como un solo pito agudo que taladraba mi nuca. Intenté enfocarme en los cuerpos que me pasaban a un lado. Pasaban y pasaban, deslizando sobre mí lo más inocuo de ellos mismos, caminando sin saber que eran observados, siendo testigos de mi corta existencia, yendo quién sabe a dónde, quién sabe por qué, quién sabe a qué. Permití que mis retinas dejaran en segundo plano, como una cámara de cine, los objetos que se interponían entre los cuerpos y yo.
Decidí ir hasta la fila para ponerme en cola. Total, había un montón de personas antes que yo. Pensé que quizás iba a llegar puntual para cuando trajeran más planillas rosadas. En ese momento deseé un cigarro. Cuánto tiempo toma acostumbrarse a ese sabor y cuánto tiempo toma abandonarlo. Sentir la tranquilidad adueñándose de tu garganta hasta fundirse con el cuerpo es algo para agradecer.
La chica que tenía enfrente se volteó hasta quedar de perfil y soltó una risa incómoda. Tenía un vestido de blue jean y andaba en sandalias. Su cabello era rubio cenizo. Comencé a toser para que ella volteara y así poder verla por completo, pero no pasó nada. Eché un vistazo a mi alrededor para distraerme. Las personas de la segunda fila tenían planillas azules y grises; en la primera fila únicamente de color naranja. El hombre que me habló en alemán estaba en la primera con su planilla y una sonrisa de persona problemática. Parecía que estaba haciendo un gran esfuerzo por no echarse a llorar. Tuve curiosidad por ver qué tipo de información pedía cada documento. Aclaré mi garganta y le pregunté en inglés a la chica de blue jean en dónde había conseguido esa planilla. Se volteó tranquilamente y respondió con acento irlandés que había tomado las dos últimas rosadas. Que como suele equivocarse al llenar datos, las agarró por precavida. Observé sus facciones: los ojos eran particularmente grandes y sus mejillas abultadas. Aunque tenía la frente bastante amplia, su rostro lucía armónico. Como si dentro de su composición, todas las piezas agigantadas se sostuvieran mutuamente.
Ella dio por terminada la conversación y se volteó de nuevo. No sabía qué hacer para preguntarle si había utilizado ambas planillas. Mientras pensaba cómo decírselo sin parecer abusador, vi cómo un sujeto con un suéter de lana se acercó apoyándose en un bastón. Le dijo que nos había escuchado y que si era posible que le regalara la hoja sobrante. Ella se la dio y le ofreció ayuda para llenarla, pero él la ignoró y se fue a paso de tortuga.
Ni siquiera sabía qué hacía ahí y estaba frustrado por una puta planilla. ¿Por qué los de la otra fila podían tener dos colores? Me aclaré la garganta de nuevo, pero mi voz sonó como un eructo cuando le pedí a la irlandesa que cuidara mi puesto mientras averiguaba algo; ella puso cara de asco e hizo un gesto afirmativo. Sentía los ojos irritados: podría jurar que había una capa de smog en esa estación. Era como si me estuvieran castigando por criticar las campañas en contra del tabaco. Había un tipo uniformado en una esquina, así que me acerqué y le dije que yo estaba haciendo la fila de la tercera mesa, pero que no tenía una planilla rosada. Él aspiró de su cigarro, se rascó la barbilla y respondió que las planillas estaban en la mesa del fondo. Fruncí el entrecejo porque sentí que era caso perdido, pero le expliqué que ya no quedaban. Él me dijo que entonces debía esperar a que trajeran más. Volteé hacia un lado, tosí y lo volví a mirar para preguntarle si era posible que utilizara otro color. Se comenzó a reír y me deseó buena suerte.
Volví con cara de culo a la fila y le agradecí a la chica por haberme cuidado el puesto.
—De nada —extendió su mano derecha—. Me llamo Donatella, pero todo el mundo me llama Dona.
—Tienes un bonito nombre. Dona… Dona —repetí como un loro drogado. Ella se rodó el broche de la cadenita que tenía guindando del cuello—. Mi nombre no tiene tanta personalidad.
—¿Cómo te llamas? —arrugó su cara.
—Edgar.
Me alivió notar que no mostró aversión. De hecho, juro que sentí una tensión sexual entre los dos.
—¿Estás bien?, te ves un poco pálido.
—Siempre me veo así.
Me di cuenta de que mi tono había sido un poco hostil, así que intenté compensar mi falta de tacto. Le dije que estaba frustrado por no tener la planilla rosada. Dona pareció apenarse por no haberme dado la sobrante, pero era caso perdido. Le pedí que me cuidara el puesto. Caminé alrededor de las filas, observado con atención las manos de la gente. La mayoría tenía documentos de otros colores que no fuera rosado y los sujetaban como a un objeto bendito. Nada tenía mucho sentido, pero sabía que la misión era salir de ahí. Encontré a un par de viejas que tenían más de una planilla pero estaban negadas a soltarlas. Una decía que era demasiado supersticiosa y que únicamente creía en los números pares. La otra decía que había que ser precavida en los “últimos tiempos”. Me tomó un rato encontrar a alguien que aceptara desprenderse de tal cosa. Se trataba de un hombre con ganas de joder, que tenía una hoja rosada entre cada dedo. Me acerqué y le pedí que me diera una. Preguntó qué le iba a dar a cambio. Obviamente no tenía ni dinero ni un coño, pero le respondí que lo que él necesitara. Me miró de los pies a la barbilla y dijo que más adelante yo lo ayudaría en algo. Acepté el intercambio porque, después de todo, no pensaba verlo de nuevo.
Regresé a la fila y Dona me picó el ojo al ver que había logrado mi cometido. Le pedí un bolígrafo y comencé a leer el papel. Nombre, apellido, ocupación, estado civil, sexo. Fecha de nacimiento, ciudad y país de procedencia. Talla de camisa, ropa interior, medias y pantalón. Color de piel, cabello y ojos. Tipo de sangre, drogas consumidas en vida, alergias, enfermedades de transmisión sexual, enfermedades hereditarias. Carajo. Si he tenido gripe, si he tenido rabia, si he sido mordido por algún animal venenoso, si he donado sangre, si quiero donar mis órganos, si soy ateo, si fui miembro de algún culto minoritario, si practiqué magia, si tuve alguna preferencia política. Me detuve cuando sentí que tenía el bolígrafo empapado de sudor. Las preguntas se reproducían como bacterias a medida que iba leyendo. Qué estudios, qué deportes, qué hobbies, qué vicios, qué virtudes, qué defectos, qué pasiones, qué miedos, qué sueños, qué dificultades. Debajo, en letras rojas, había un párrafo advirtiéndome que no mintiera. Por mi propio bien. Maldita burocracia. Me armé de valor y comencé a escribir las respuestas. Casi toda la planilla exigía información que ni yo mismo sabía. Me pareció raro que no preguntaran la cédula de identidad; después de todo, siempre me la habían pedido hasta para cagar. Se me hacía incómodo escribir en la hoja sin tener en dónde apoyarla, así que le pedí a Donatella que por favor, por última vez, tuviera la caridad de cuidarme el puesto. Fui a una mesa que tenía un espacio vacío y terminé de llenar la planilla. Estoy seguro de que me tomó más de una hora finalizar el interrogatorio. Ella me saludó un par de veces desde la fila; parecía alegrarse cada vez que avanzaba de puesto. Yo le hacía señas para que entendiera que pronto iba a terminar. La última sección fue la que más detesté. Me sentía en uno de esos retiros espirituales que tuve que hacer obligatoriamente en el colegio. Algunas partes las dejé en blanco; era inútil tratar de responder ciertas cosas en solo una línea.
Cuando regresé a la fila, le devolví el bolígrafo a Dona. Intercambiamos un comentario sobre lo exagerados que habían sido al pedirnos tantos datos personales y luego permanecimos en silencio. Estuve tentado a buscarle conversación varias veces, pero no supe permitírmelo: era demasiado guapa. Lo que hice fue limitarme a estudiar sus pies: eran pequeños en comparación con su estatura, y sus uñas tenían unas manchitas blancas. Noté un par de veces que ella se sentía incómoda con mi respiración, entonces trataba de mantener un espacio entre nuestros cuerpos; varias personas aprovecharon ese canal para colearse en la otra fila.
Hicieron pasar a Donatella y yo tuve que permanecer detrás de una raya amarilla dibujada en el suelo. Cuando finalizó su turno, me lanzó una mirada de preocupación y se fue por un pasillo que estaba a un lado de los túneles. La señora uniformada de la tercera mesa pidió que pasara adelante; llevaba un copete en la cabeza con una pluma rosada. Le di mi documento, lo firmó en la esquina inferior izquierda e hizo una marca con un sello de tinta. Parecía una A encerrada en un círculo.
—Por favor, firme en la esquina inferior derecha —me pasó un bolígrafo e hice un rayón que vagamente representaba mi nombre. La señora agarró el documento, abrió el archivo de su escritorio y sacó una carpeta titulada “Edgar Enrique Crane”. En ese momento sentí vértigo. Me acerqué más para ver qué coño había dentro de la carpeta—. Señor Crane, usted murió a los 16 días del mes de diciembre de 2012 a las 4:09 p.m. —permanecí inmóvil, sintiendo un fuerte dolor en la frente. Ella sacó otra hoja de la carpeta—. Discúlpeme, ha habido una confusión, usted no ha muerto todavía, parece que la señora… ¿Marina? —preguntó aborrecida. Era como escuchar hablar a un mero. Seguí quieto, tratando de razonar lo que estaba diciendo—. La señora Marina lo encontró en su cocina casi muerto, llamó a la ambulancia y usted se encuentra en estado de coma en el Hospital José Gregorio Hernández y Santos, Caracas, Venezuela. Debe bajar con esta planilla al Depósito Letal, por los ascensores al final del pasillo; ahí le indicarán las instrucciones para su estadía en Andor.
Miré el cigarro de la mujer, con ganas de quitárselo de la boca y fumármelo. Metí las manos en los bolsillos del mono, para reprimir el impulso y me concentré en su copete rosado. Su cara me recordaba a las tortas que venden en panaderías aún estando viejas y llenas de crema reutilizada. Detallé en un instante su papada, las arrugas alrededor de sus ojos, su nariz sudada, la pintura fucsia de labios en los dientes delanteros, el anillo de plástico en el dedo gordo. Le pidió al niño que seguía en la fila que pasara adelante. Decidí hacer lo que dijo sin pensar mucho; ya tendría tiempo para entender.
Caminé por un pasillo estrecho que terminaba en unos ascensores. En las paredes había retratos de todos los empleados; la del copete rosa era la empleada del mes. Bien por ella. Entre dos ascensores había un hombre con ojos muy pequeños y cabello naranja. Había una placa en la pared con unas letras de molde que decían Andor es para usted. El tipo abrió la boca e hizo sonar una trompeta. Después de tocar una melodía muy corta y atorrante, me dio la bienvenida: “Muy buenas tardes, gracias por contar con nosotros, porque Andor es para usted”. No sabía qué responderle porque, para empezar, yo no estaba contando con ellos. Él sonrió y se puso a pulir la trompeta con su chaqueta. Me provocó golpearlo en la cara, pero me limité a presionar el botón que llamaba al ascensor. Él volvió a hablar: “¿Qué puedo hacer por usted?”. Le respondí fastidiado de tener que mover la lengua que debía bajar al Depósito Letal. Firmé en una lista con el pulgar derecho mojado en tinta y me monté en el ascensor de la izquierda.
Era increíblemente pequeño, como para que bajara una persona a la vez; no había ni botones, ni espejo, ni ventilador, solo un deprimente bombillo encendido. Cuando se abrieron las puertas había un hombre enfrente de mí, viendo hacia el fondo del pasillo. Al salir del ascensor entendí qué hacía ahí: era el último de una fila corta. Le pedí que se arrimara hacia adelante pero no entendió lo que le dije, se lo repetí en inglés y pareció ofenderse, por lo que se rodó para alejarse. Dos puestos más allá estaba Dona viendo hacia abajo. Estiré mi mano y toqué su hombro pequeño y caliente; cuando se volteó pareció aliviada por mi presencia.
—¿Qué te pasó a ti? —susurró.
—Aparentemente estoy en coma —sentí un escalofrío. ?Las dos personas paradas entre nosotros comenzaron a suspirar y a voltear los ojos de un lado a otro, dando indicios de que estaban incómodos con nuestra conversación. Dona hizo con la boca una señal de estar cansada y se volteó a leer su papel. Tenía ganas de seguir hablando con ella, pero me quedé tranquilo en mi puesto. El Depósito Letal era una habitación pequeña ?y fría, el piso era de mármol negro y las paredes eran blancas con estampillas enmarcadas de todos los países. Atrás del escritorio donde debía entregar la hoja, había una pared transparente que dejaba ver estantes de metal, uno detrás de otro, con carpetas ordenadas por año; me pregunté desde cuándo estarían esas personas trabajando ahí.
Dona entregó la planilla y abandonó el lugar con una carpeta rosada. Me despedí agitando la mano, pero ella no respondió; quise creer que no se dio cuenta. Saqué mi planilla del bolsillo y se la entregué a la señorita. Era muy delgada y con el cabello corto, tenía un carnet de identificación: su nombre era Martha. En ese momento me pareció que yo olía mal, que mi pijama tenía un aroma concentrado de cigarro y sudor. Me alejé un poco de su escritorio y esperé que ella hiciera su trabajo sin mi tufo encima. Me entregó la gloriosa carpeta que decía Andor en letras negras y abajo mi nombre completo, junto con un papelito que decía “No leer el contenido antes de subir”.
Me monté en el ascensor y abrí la carpeta.
Estimado Sr. Edgar Enrique Crane, Bienvenido a Andor.
Por medio de la presente se le notifica que su cuerpo reside en el Hospital José Gregorio Hernández y Santos, Caracas, Venezuela.
Debido a que usted se encuentra en estado de coma por razones ajenas a su voluntad, se le concederán diez (10) días de residencia en Andor. Al terminar este tiempo usted deberá escoger una de las siguientes opciones:
- Si su decisión es volver a la vida, debe dirigirse a planta baja, tomar una planilla naranja y hacer la fila de la mesa número uno.
- Si su decisión es morir, debe tomar una planilla gris y hacer la fila de la mesa número dos.
- Si muere antes de poder decidir, debe tomar una planilla azul y hacer la fila de la mesa número dos.
- Si su decisión es residir permanentemente en Andor, debe dirigirse a la Notaría y registrar su nuevo número de habitación, la razón de su decisión y sus datos personales.
Gracias por contar con nosotros, porque Andor es para usted. Atentamente,?
Claudia Ajena
Sentí como si una soga estuviera rodeando mi cuello y que, tan pronto como respirara, iba a morir asfixiado. El ascensor parecía estar detenido en medio de la nada; no había botones para sonar una alarma o para abrir las puertas. Era como si realmente hubiera dejado de existir. Rápidamente saqué las otras páginas de la carpeta, hasta encontrar una titulada “Instrucciones”.
Estimado Sr. Edgar Enrique Crane,
?Gracias por contar con nosotros, porque Andor es para usted.
Durante su estadía en Andor debe estar consciente de las normas que regulan el orden social.
A continuación está una breve lista de deberes y derechos que hemos creado para usted:
Usted no puede aferrarse a nada (objeto, animal, persona) si su decisión será morir o volver a la vida.
Usted debe tratar al otro como quiere que lo traten a usted.
Todo lo que no está especificado en este documento, depende totalmente de su voluntad. Si usted viola alguna de estas reglas será enviado automáticamente a la sección de residencia permanente de Andor.
Atentamente,
Claudia Ajena
Al terminar de leer, las páginas cayeron de mi mano. Todo se nubló hasta quedar suspendido en la oscuridad. Lo último que sentí fue un golpe en la cabeza. En medio de un agujero negro y acelerado, vi cómo mi tía entró de pronto en su cocina, trancó la llave de gas y comenzó a llorar desesperada mientras intentaba hacerme reaccionar con respiración boca a boca. Buscó su celular y llamó a una ambulancia. Abrió todas las ventanas y las puertas, tiró los paños húmedos en el lavadero, agarró el ventilador de la sala y lo puso en máxima velocidad sobre mi cara. Volvió a intentar despertarme, sin parar de llorar, pero no logró nada. No había pasado media hora cuando me acostaron en una camilla y me llevaron al Hospital José Gregorio Hernández y Santos.