Termino de arreglarme mientras suena “HEY YOU” de Pink Floyd, y pienso en que la generación anterior a la mía quería cambios, luchaba para derribar el muro de Berlín, porque no hubiera más guerras, luchaba para que los alumnos en las escuelas tuvieran un pensamiento propio, se cuestionaran, y sobre todo, nunca se resignaran. Al salir de mi casa observo las calles mientras el Uber avanza por aquellas viejas fábricas y las paredes con grafitis de artistas que no tuvieron la suerte de estar en el ojo del huracán. De pronto el conductor rompe con mis pensamientos, me dice que una llanta se ha ponchado y tengo que bajar del vehículo. Segundos después me veo caminando por las áridas calles llenas de un inmenso calor, pero nada me fastidia, veo gente “real” olores llenos de historia y edificios abandonados, quiero abrazar a todos los que me rodean, ese MIAMI es al que todos huyen, pero a mí me reconforta.
Al llegar donde mi querido amigo vamos al estreno de uno de sus proyectos, observamos el trabajo de otra gente, y nos sentimos ajenos al parloteo de desconocidos, pero contentos con la posibilidad de compartir lo que nos gusta hacer, así que vamos por una copa de vino, y así después de una agradable noche caminamos en aquella iluminada noche hacia el auto, de pronto algo me dice que de la vuelta, le hago caso a mi intuición, al hacerlo veo un bello muro color blanco estropeado por un horrendo graffiti de un tipo al que llaman “Romeo Santos”. En el fondo de mi corazón, sé que él representa todas las cosas que odiamos aquellos que nos nutrimos de un poco más de verdad, es como un encuentro entre Batman y el Joker (desde luego aspiro a ser el joker en esta historia ). Entonces siento al dios Baco en mi sistema, y siento una revelación, miro a los ojos a mi amigo y veo que el siente lo mismo, en ese silencio lleno de complicidad, veo pasar rápidamente el pasado , los músicos, pintores, cineastas, bailarines, escritores, rockeros y personas que al pasar delante de este muro sintieron el mismo rechazo. Pienso en Pink Floyd. Escucho en el limbo su voz que nos alienta, se alegran, brincan en cámara lenta, es ahí cuando brillantemente mi amigo menciona con una voz que siento como un canto: «Cristian, tengo pintura en el auto». Corremos y al sentir los botes en nuestra mano no pensamos en nada más, queremos estropear ese símbolo, la decadencia de su música, los miles de músicos que con talento esperan a que la gente tenga un poco de buen gusto para abandonar a estos seres hechos de papel. Mi conciencia me dice: esto no es destrucción, es reivindicación. Así que veo bolar la pintura frente a mí, miro la euforia de mi amigo que con frenéticos brochazos luchamos pensando que no todo está perdido, que hay esperanza, así que doy un salto para alcanzar los ojos mal pintados y taparlos con pintura llena de verdad. La gente se detiene, piensan que hacemos arte, y eso es lo que siento que hacemos. La pintura roja se extiende por todo el muro, se manchan nuestras ropas, pero nada importa, somos felices, al menos por un segundo, llenos de satisfacción como de quien mete un gol en último momento. Nos abrazamos, pienso con euforia que si alguien quiere llenar las paredes de esa basura, tendrá que cuidarse de nosotros. La adrenalina comienza a bajar poco a poco, nos damos cuenta que hemos realizado un acto poco educado, pero no nos importa, alguien, algún día, pasara por aquí y dirá, dos héroes desconocidos tomaron justicia por su propia cuenta, debemos luchar también nosotros. Me rio un poco embriagado por la historia, quizá suceda lo contrario, pidan nuestra cabeza por irrumpir en tal figura histórica de la música, tal vez fuimos solo dos ingenuos que creímos que cambiábamos algo con tal acto de resistencia, sea como sea, hoy aún con las manos llenas de pintura, dormiremos con la serenidad de un maestro zen, que encuentra en la meditación la calma.