«Santiago es una ciudad sin héroes
y sus personajes habitan un nosotros inconcluso».
Carlos Ossa Swears
Mi primera ida al barrio Lastarria fue al médico. Era una época en que esta zona de Santiago tenía una connotación muy diferente a la que tiene ahora, cuando se ha convertido en una referencia cultural, artística, gastronómica y del buen gusto en general. También en uno de los lugares favoritos de cientos de turistas que visitan Chile año tras año. En abril de 2018, el diario español La Vanguardia lo proponía como uno de «los barrios más cool del mundo»
Para mí no era estimulante visitarlo. A ningún niño le gusta ir al médico. Sin contar que al vivir en una zona rural, Lastarria representaba algo muy opuesto a lo que era mi entorno de infancia. En este contexto fue que lo vi por primera vez. El hombre vestido de mujer con un carro de supermercado llamó mi atención, como imagino que le pasó a cualquier persona que se lo encontraba en la calle. Solía estar ahí en cada visita que hacía al médico, así que no fue una asociación demasiado compleja establecerlo como parte del paisaje de Lastarria. Era un Santiago nuevo para mí, había menos edificios, menos gente, menos autos, menos ruido.
Muchos años después me vi en una clase de arte contemporáneo en la Universidad de Chile y el profesor Guillermo Machuca mostraba al hombre con el carro de supermercado de Lastarria, en una diapositiva. En ese tiempo ya había cambiado de médico de cabecera, pero me acordé del hombre y me sorprendí de que fuera tema de una clase en la universidad. Lo que vino después fue una pequeña investigación por Internet para saber que el hombre en cuestión era más que un hombre, se autodenominaba el Divino Anticristo y Lastarria era su calle. Se instalaba siempre al principio o al final de esta a vender cachivaches, objetos viejos y sus escritos; unas fotocopias unidas con cinta de embalaje que tenían la bandera de Alemania en el encabezado. Así, tal cual.
Fue en el año 2006 cuando pasaron algunas cosas que me hicieron poner todavía más atención al Divino. Me hice habitué de una tienda de películas que se había instalado en Lastarria y los estudios me hicieron visitar varias veces el Museo de Artes Visuales, el MAVI, para unos trabajos del curso de Machuca. Entonces llegó el día en que le compré uno de sus textos. El tipo tenía una voz aguda y no dejaba de hablar. Recuerdo que me preguntó si tenía una máquina de escribir y la conversación se dispersó al llegar otros curiosos. Me llevé las fotocopias como un pequeño tesoro, algo casi prohibido, que resultó ser un compendio de frases extrañas y conceptos sinsentido. Para que el lector se haga una idea, uno de sus últimos escritos, «Vivencias de Pinochetti», comienza así: «Nosotros no tenemos nada que ver con monos y voy a decirles a los COMANDANTES DEL PENTÁGONO que yo recién fui comandante allá y me vi hablando wevadas aquí en chile y ahora volví a mi cuerpo como jarripoter 4».
El Divino escribía con violencia, con gracia y con ingenio. Había inventado sus propias palabras, que terminaban en «ísimo» o «ísima», según correspondiera. No había faltas ortográficas ni mala redacción en su escritura, lo que para mí lo hacía aún más raro. ¿Quién era este hombre? ¿Por qué se vestía así? ¿Por qué usaba un carro de supermercado? No es difícil intuir que esas eran las preguntas que se hicieron muchas personas que lo conocieron, que lo vieron, que sabían de su existencia.
Como buen afuerino, me demoré en entender que el Divino Anticristo era un ícono pop de Santiago, el loco que todos querían conocer, al que todos querían comprarle textos que seguramente serían de culto en el futuro. Ese futuro llegó rápido, aunque fue construido por el interés de algún sector de la prensa que le entregó espacios de difusión. Su voz deliraba, pero quizás no estaba tan desconectada de la locura chilena. Esa que empezó a emerger en la transición democrática y tuvo de todo: celulares de palo, ahorro en dólares, cambiar el centro de Santiago del paseo Ahumada a Providencia y que ahora ha devenido en lo que yo llamo «la violencia al prójimo». Subirse al Metro de Santiago y mirar para el lado puede ser un buen ejemplo. De un tiempo a esta parte, en la capital todo se empezó a resolver entre el abajismo y el arribismo, fenómeno extraño para un joven criado por mujeres en un pueblo que nunca vi en la prensa, ni menos en una clase de la universidad.
El mismo año 2006 el Anticristo fue tema noticioso, más allá de los medios que siempre le habían dado tribuna. El hombre que se vestía de mujer y que arrastraba un carro de supermercado salió en la TV. ¿La razón? Afeaba el barrio Lastarria, según los mandamases del proyecto inmobiliario Ad Portas, que construía dos torres de departamentos que cambiarían para siempre la cara de este lugar. Acto seguido, gestionaron una declaración jurada en que los hermanos del Divino autorizaban su internación en un centro siquiátrico. El loco del barrio se iba del barrio y ya no lo ensuciaba para aquellos que querían vivir en la calle más cool de Santiago de Chile. Pero la cosa no era tan así. Los vecinos notaron su ausencia y junto a un grupo de poetas y artistas visibilizaron esta acción en contra de la voluntad del Divino y el resultado fue que la fama de este creció.
La clínica siquiátrica sucumbió al ruido de la prensa y el Divino fue liberado y volvió a Lastarria. Allí se quedó y transitó por más de una década con el interés permanente de personas que querían saber lo mismo que muchos otros. Esos porqués que son interrogantes sobre no pocos personajes de la calle, aquellos que toman la decisión de abandonar la vida «normal» y vivir al margen de una sociedad especialista en estereotipar y apuntar con el dedo.
El Divino Anticristo murió el sábado 14 de octubre de 2017 a los 64 años. No hay claridad sobre las causas, pero se especuló que tuvo una hemorragia intestinal.
Los días posteriores a su deceso muchos chilenos conocieron su verdadero nombre: José Onofre Pizarro Caravantes. También supieron que había sido bombero, que había estudiado computación y que había tenido un hijo. Su muerte fue el fin del mito urbano viviente y el nacimiento de un interés amplificado por conocer su historia. Eso fue lo que demostraron varios medios periodísticos del país, que dedicaron sendos reportajes de investigación al respecto.
No es tan raro entonces que algunas personas que caminan por Lastarria se pregunten qué fue de él. Quizás para varios de ellos aparece esa pequeña necesidad de llenar su ausencia, de extrañar al extraño, ese que siempre estaba, pero ahora no está. Investigar al hombre detrás del mito, tarea para la cual Internet es solamente la punta del iceberg. Entre decenas de historias y noticias de archivo es posible encontrar una joyita titulada «Dile a la Virgen María», cortometraje documental de Alexander Heller, estrenado en 2010, donde se cuenta la historia de aquellos días en que el Divino desapareció forzadamente de Lastarria y de la campaña que se hizo para liberarlo. Un grupo anónimo de residentes y cercanos al barrio aparecen dando su testimonio y reflexionando sobre la libertad. Gracias a este documental y a otras fuentes que vuelan por la web, es posible enterarse de más datos y armar un rompecabezas que, por los tiempos que corren, se puede desarmar fácilmente. Las falsas historias están a la vuelta de la esquina. Las exageraciones también. Por eso soy cauto a la hora de concluir que la pesquisa de información lleva a pensar que los familiares de José Pizarro nunca fueron muy amigos de aparecer en la prensa. También de que hay dos posiciones frente a su figura. La de promoverlo como ícono pop y la de verlo como una víctima. Quizás podríamos sumar una tercera como el resultado de las dos anteriores. La idea de un hombre que sucumbió a la esquizofrenia y que en ese estado se convirtió en un personaje con inquietudes culturales (que tenía de antes), con ideas delirantes y otras no tanto sobre Chile y el mundo. A veces un poco violento, a veces un poco amable.
Cada vez que camino por el barrio Lastarria pienso en los cambios que ha experimentado Santiago en los últimos treinta años y en el lugar que ocupan en la ciudad los marginados. Se me vienen a la cabeza los niños vagabundos del río Mapocho, inmortalizados por el fotógrafo Sergio Larraín en 1962; la panorámica al paseo Ahumada del poeta Enrique Lihn en 1983 y también el protagonista de la película «El Pejesapo» (2007), de José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola. Todos ellos son vistos como una resistencia a la modernidad de un capitalismo avasallador, que encuentra en Chile su máxima expresión y no quiere perder tiempo con lo que rompa el equilibrio de la ciudad, que cada vez se parece más a un gran centro comercial. Pasa con los lugares, los rincones, las pequeñas tiendas que sobreviven en Santiago y también con las personas que viven en la calle, como el Divino Anticristo, aunque el tomó la decisión de no pasar inadvertido y hacerse patente en un Santiago poco tolerante a los que están al margen. Probablemente hay cientos de divinos anticristos deambulando por las calles de la ciudad.
Hace unos días me encontré con José Pizarro en una pared de Lastarria y no pude sacarme de la cabeza la idea de que incluso esa imagen y esa pared van a desaparecer en algún momento. Siempre está el peligro de que la modernidad chilena barra hasta los recuerdos de lo que ya no está.
Foto de Alberto López / https://www.flickr.com/people/betosky/