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Adiós al violín de Ishua

La tarde del 12 de febrero nos dejó Máximo Damián, el eximio violinista ayacuchano, acompañante habitual de danzantes de tijeras y cantoras de huaylías. Es cierto que la muerte lo venía rondando con maléfica paciencia. Pero ello no hace menos dolorosa su partida. Nacido en San Diego de Ishua, un anexo del distrito de Aucará en la provincia de Lucanas, Ayacucho, Máximo creció escuchando el violín de su padre en fiestas pueblerinas. A los once años ya había aprendido el difícil repertorio de las danzas de tijeras y de las fiestas religiosas de su zona. Su padre se oponía a una vocación musical. Pero un día, comprometido con dos pueblos para una misma fecha, tuvo que recurrir al pequeño Máximo para que lo reemplazara. Frente a una multitud recelosa, Máximo tocó y convenció, consiguiendo ahí mismo sus primeros contratos como violinista.

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Siendo adolescente sus padres lo enviaron a Lima para que buscase mejores horizontes y apoyase a la familia. En la Ciudad de los Reyes, tras ejercer mil oficios, compró su primer violín. Pronto empezó a tocar en las fiestas de sus paisanos y posteriormente en los coliseos, donde se forjaba la música popular andina mediática. Al momento de su muerte, Máximo se había convertido en uno de los referentes más importantes de la música de los Andes: en 1995 el Instituto Nacional de Cultura le asignó la Medalla Kuntur y, el 2005, el Premio a la Excelencia Artística. En 2011 el recién fundado Ministerio de Cultura lo nombró Persona Meritoria de la Cultura Peruana y, de manera póstuma, el mismo ministerio le otorgó la Orden El Sol del Perú en el grado de Gran Oficial.

Contada así, la vida de Máximo Damián parece la de un personaje de Hans Christian Andersen: El listillo muchacho provinciano llegado a la inhóspita capital que vence las dificultades hasta triunfar finalmente. Por desventura, la historia es mucho menos sublime y deja al descubierto el pernicioso racismo que padece la sociedad peruana, un tema de perentoria actualidad si nos remitimos a los vergonzosos brotes de intolerancia expresados últimamente en la farándula y en el fútbol del país andino.

En la historia de Máximo Damián se ven reflejadas de manera nítida las contradicciones de un estado y una sociedad incapaces de lidiar con la alteridad cultural que él encarnaba. No era el indio dócil que soñara el primer indigenismo, desprovisto de historia, reducido a una imagen pintoresca que empate con las acuarelas costumbristas de una sala burguesa, ni una execrable caricatura de lo indígena como la paisana Jacinta. Damián era difícil. Su hermetismo construía barreras entre él y el Perú llamado oficial, y su música, a decir de mi amigo y colega Marino Martínez, era como paladear una sopa densa, lejana de los sabores complacientes de la cocina de Gastón Acurio. Cierta vez, un amigo alemán llegó a visitarme mientras lo escuchaba. Quedó perturbado, pues no podía entender que un especialista como yo se deleitara con música “tan desafinada”. En su ignorancia, pensaba ese amigo, que el toque rudo y chillón de Máximo se debía a sus deficiencias como instrumentista y no a un sistema cultural estético con una técnica propia. No pude convencerlo, como no lograría convencer hoy mismo a muchos peruanos, para quienes la música indígena de los Andes sólo es digerible si viene adecuadamente edulcorada y pasteurizada.

Max.Dam y danzante

Rodrigo Montoya, reconocido antropólogo, paisano y cercano amigo suyo, ha escrito en un hermoso obituario que Máximo, para no sentir rabia, para no odiar, optó por el humor. La frase es significativa, si se toma en cuenta que no le faltaron motivos. Ni siquiera su innegable éxito estuvo exento de segregaciones. Sus penurias de migrante de primera generación en la Lima de los años cincuenta, por ejemplo, quedaron plasmadas en una biografía editada por el etnólogo José Gushiken, una deferencia inusual en el caso de músicos indígenas (El violín de Isua. Biografía de un intérprete de música folklórica, Lima, 1979). Pero el interés del estudioso, en realidad, no era el virtuoso del violín, sino el individuo social, el hombre andino que se abría paso en la intricada realidad capitalina. En aras de la autenticidad, Gushiken reprodujo la sintaxis quechua del español de su interlocutor. Visto a luz de los discursos poscoloniales actuales, no deja de ser polémica la decisión. ¿No hubiera sido mejor traducir sus memorias a un castellano estándar que reproducir una imagen subalterna del artista? Puedo parecer exagerado. Por eso, me apresuro a reproducir algunos fragmentos del prólogo del reputado psicólogo Carlos Alberto Seguín que, a mí parecer, son más que elocuentes. Dice Seguín: “Ese indiecito tímido, callado, incapaz de mostrar abierta agresividad”. Y más adelante: “Queden estas notas apenas como el resultado de la impresión que este serranito parlanchín ha dejado en el espíritu de quien […] ama a su pueblo y al hombre”. ¿No es insultante, irrespetuoso e insoportable ese tono paternalista? En las entrevistas hechas frente a la cámara tampoco se le mostró gran respeto. Todas las que vi mientras preparaba estas líneas —Sigo siendo, la película de Javier Corcuera, es una honrosa excepción— prefirieron el español al doblaje o los subtítulos, algo inaudito si el entrevistado hubiera sido un personaje del pop internacional o una estrella de Hollywood.

La obligada alusión a su amistad con José María Arguedas terminó por ensombrecer sus méritos. Profundo conocedor del arte andino, el etnólogo y escritor había tratado de llamar la atención sobre las extraordinarias cualidades musicales de su amigo, respaldándolo con su enorme prestigio. Pero en un país infecto de prejuicios y desafueros, el efecto fue inverso. Se ha insistido con tanto morbo en el tema que a veces pareciera que la mayor virtud de Damián fue ser amigo del autor de Todas las sangres. No acostumbro discutir contingencias. Pero estoy seguro de que Arguedas reprobaría que se le use —consciente o inconscientemente— para condenar a la subordinación cultural a un músico que él consideró apto “para rendir como los mejores”.

¿Y los premios, las condecoraciones? Sí, es cierto, Máximo Damián recibió reconocimiento oficial, aunque tardíamente si comparamos su trayectoria con la de, por citar un ejemplo reciente, Lucho Quequezana, cuyos méritos para un Premio Nacional de Cultura parecen no estar desligados de su presencia mediática, de su procedencia social y de la imagen amansada que presenta de lo andino. En un país con una política cultural de reconocimiento a sus artistas tradicionales, otra habría sido la suerte de Máximo, quien a diferencia del joven músico limeño galardonado, tuvo que ejercer duros oficios para sustentar a su familia, pudiendo dedicar apenas sus ratos libres a difundir la música de su pueblo. Sin becas ni subvenciones gubernamentales, sin más soporte que el cariño de su público, logró, no obstante, dejar una gran obra como intérprete y compositor. Por eso no deja de ser bochornoso el abandono que sufriera en sus últimos años, que más allá de, seamos sinceros, estériles diplomas y medallas, la recopilación y el estudio de su obra —el mejor reconocimiento a un músico—, sigan esperado la buena voluntad de las autoridades peruanas. No es que quiera hacer las de viejo cascarrabias, pero es que, el duelo que expresan el mismo estado que lo abandonó estando enfermo y los medios de comunicación que lo ignoraron durante décadas me resultan tan hipócritas que es imperioso llevarle la contraria y cuestionar un sistema que, como ha escrito Mirko Lauer para la artesanía, otorga a lo tradicional y lo popular, apenas como una concesión, la categoría de arte de segunda.

Conocí a Máximo en 1981, en la Escuela Nacional de Folklore José María Arguedas, dónde él ejercía la docencia. Coincidimos muchas veces en conciertos y, otras tantas, en veladas musicales privadas. No fue un “serranito parlanchín”, sino una personalidad sumamente compleja que sabía transitar con la misma soltura por el mundo urbano y el rural y que, por tanto, contradecía con su sola existencia las políticas de adaptación que promueven los aparatos ideológicos del estado peruano. Fue un gran observador, un hombre capaz de la más la fina ironía y del sarcasmo más punzante. Pero ante todo fue un gran violinista; manejaba el diapasón en todas las posiciones y dominó igualmente los glissandi, las apoyaturas y otras enmarañadas técnicas del violín andino. No fue, como osó llamarlo un despistado moderador televisivo limeño “el violinista de Arguedas”, sino un músico con brío propio, que supo componer bellas melodías y plasmar toda su capacidad creativa en reproducir las que aprendió de sus mayores. Por suerte, Máximo sí recibió un justo adiós por parte de familiares, amigos y colegas, quienes frente a su ataúd, cantaron, bailaron y tocaron las músicas de los Andes para despedirlo. Máximo deja un enorme vacío en la escena musical andina y en el arte peruano en general. Deja además un país sumido en el racismo, en gran parte incapaz de valorar su música, libre de todo prejuicio.

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