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Adelanto de la novela “Te he seguido”, de Jack Martínez Arias

UNO

 

–El rumor de un pueblo que despierta/ es más bello que el rocío —respondió él. 

Era agosto de 2001. Javier todavía estaba flaco y pelucón, ropa suelta, zapatillas skate, look hiphopero, de pie, frente al mostrador de la biblioteca de Letras. La danza inmóvil entre las manos. Camila se detuvo a un metro de distancia. Javier no sabía el nombre de esa muchacha a la que había visto tantas veces en los pasillos de la facultad. No tenían clases ni amigos en común. Cada vez que se cruzaban se limitaban a mirarse fija pero fugazmente. Aquella tarde eso cambiaría. Camila también se había detenido frente al mostrador del viejo bibliotecario que era famoso por tomar las tesis doctorales como almohada y dormir entre los anaqueles. Solo aparecía cuando algún estudiante lo llamaba fuerte. A Javier le gusta creer que en aquel momento Camila tampoco quería que el viejo bibliotecario apareciera. Ninguno de los dos lo llamó. Ninguno levantó la voz. Todo lo contrario. Ella susurró algo que él no alcanzó a descifrar en un primer momento. 

¿Perdón? –preguntó Javier, también en voz baja.

Camila se acercó más. Señaló el libro que él iba a devolver. 

Me fascina Scorza. ¿Te gusta su poesía? –preguntó ella.

Preguntó eso a pesar de que La danza inmóvil era una novela y no un poemario. La última novela que Scorza publicó antes de su muerte. Antes de que el avión en el que viajaba se estrellara en el aeropuerto de Barajas. Javier acababa de leer esa novela y le había parecido extraordinaria. De la poesía de Scorza, sin embargo, sabía poco. Casi nada. Pero no quiso revelar su ignorancia frente a ella. Acababa de escuchar el sonido de su voz por primera vez. Quería seguir haciéndolo después. En esa época había leído uno de los poemas de Scorza. Solo uno. Decidió aferrarse a él para salir airoso de la situación. Algo jugaba a su favor: conocía el poema línea por línea, palabra por palabra, porque lo había analizado con entusiasmo unas semanas antes. Ese poema que le había asignado el ridículo profesor de semiótica que llegaba a las clases con tirantes, sombrero y gabán se llamaba “Epístola a los poetas que vendrán.” Y a Javier, a sus veinte años, le impresionaron aquellos versos de tintes épicos. Leyendo el poema una y otra vez, siempre en voz alta, dos o tres noches consecutivas, en la azotea de la residencia universitaria, iluminado apenas con las vagas luces del campus, había logrado memorizar cada uno de los versos. Después, emocionado, llamó a Sebas, amigo y referente máximo de aquella era, para decirle que debían verse cuanto antes. Quería compartir una lectura que había partido en dos su forma de ver la poesía. Claro, Javier no reparaba en que en esa época universitaria su forma de ver la poesía, la literatura, incluso la vida, cambiaría con frecuencia. 

El poema fue escrito en los años cincuenta. Se supone que intentaba reivindicar el papel del poeta en una sociedad oprimida en la que, según decía la potente voz: “por todas partes oíamos el llanto,/ por todas partes nos sitiaba un muro de olas negras”. Frente a aquel escenario oscuro, asfixiante, desesperante, la poesía no debía callar. No podía evadir la realidad. La poesía, al contrario, “tenía que ser un relámpago perpetuo”. El poeta, buscando subvertir la triste realidad, cumpliría una tarea imprescindible, “encenderá la hoguera/ donde se queme este mundo sombrío”. Javier, joven, con desbordante energía, leía y releía ese poema, emocionado, mientras imaginaba, al mismo tiempo, que tal vez también él sería capaz de construir versos similares en el futuro. Aunque no necesariamente para denunciar las injusticias sociales. La política nunca llamó su atención. Sino simplemente para conmover a los lectores. Soñaba así, sin haber escrito siquiera un verso medianamente memorable hasta entonces. Pensaba así, con idiota ilusión, sin siquiera hurgar en los demás poemas del autor que tanto lo había impresionado. Porque cuando se trataba de la literatura, Javier era elemental. Creía en absolutos. Cuando un texto lo atrapaba se dejaba llevar pasivamente, sin detenerse a reflexionar, sin comparar, sin cuestionar ni pensar en matices y complejidades, acaso porque había leído muy poco todavía. Fue con esa visión estrecha y maniquea pero con el ánimo al tope que llegó al café de Letras unos días después de haber descubierto a Manuel Scorza. Quería transmitir su desmedido entusiasmo por la “Epístola a los poetas que vendrán”. 

El decadente café de Letras funcionaba en la azotea. Javier solía visitarlo para escuchar a Sebastián. Éste le hablaba de autores extranjeros contemporáneos, de sus destrezas narrativas, de los temas que abordaban, de la distancia que existía entre ellos y la producción literaria local. Esos nombres eran nuevos para Javier. No los escuchaba ni en los salones de clases ni en las charlas con los demás compañeros. Entonces creía que leyéndolos se distinguiría del resto. Los adoptaba de inmediato y los convertía en sus favoritos. 

Con Scorza Javier creyó que por primera vez sucedería algo distinto. Había descubierto uno de sus poemas en clases y no en las conversaciones con Sebastián. Estaba maravillado, entusiasmado, pensando que llegaría al café con algo nuevo y deslumbrante por primera vez. No podía ser más ingenuo. Al llegar al café se sentó frente a su amigo, sonriente, extendiendo la “Epístola a los poetas que vendrán” sobre la mesa. Sebastián reconoció el poema al instante. No dejó que Javier hablara. Inclinó levemente la cabeza, con los ojos todavía sobre el papel.  Encendió un Winston. Cogió el poema, lo sostuvo por unos segundos, hizo un par de gestos, deslizó el papel hacia un lado de la mesa, expulsó el humo del cigarrillo, y comenzó a hablar. Los argumentos con los que fue destruyendo el poema y con él la ilusión de su amigo sonaban irrefutables. A Javier le parecía inverosímil tanto conocimiento en un muchacho como Sebastián, mayor que él, sí, pero por apenas tres o cuatro años. Más adelante entendería que en los años de formación, cada semestre, incluso cada mes, cada libro, contaba mucho para marcar distancias entre los estudiantes. Pero en aquel tiempo el saber de Sebastián todavía le parecía inalcanzable. Al final de la conversación, sosteniendo entre las manos el poema destruido, Javier salió del café maldiciendo su ignorancia, pensando en su equivocación, recordando las luminosas palabras de Sebastián, esas mismas que después, tan solo unas semanas más tarde, quiso repetir frente a Camila, la muchacha que se había acercado a él en la biblioteca de Letras, declarándose admiradora de Manuel Scorza, el poeta. Javier estaba convencido de que apropiándose de los argumentos de Sebastián, irrefutables, contundentes y categóricos, lograría que Camila se sorprendiera y se interesara irremediablemente en él.

La palabra de Sebas era ley para Javier. Aunque las cuestiones que discutían siempre estaban relacionadas con la literatura y las clases universitarias. Y esa fue la debilidad de aquella relación. Nunca tocaron temas íntimos, personales, dolorosos. Siempre se quedaron en la superficie de la vida: en las proyecciones del arte. Él le hablaba de la grandeza de sus admirados autores norteamericanos y Javier nunca se atrevía a cuestionar sus afirmaciones. Al mismo tiempo, despotricaba contra la mayoría de las producciones nacionales y Javier solo lo escuchaba y memorizaba sus palabras para repetirlas en otros momentos, con otros amigos. Y fue por esas ganas de imitarlo que aquella tarde, en la biblioteca de Letras, durante su encuentro con Camila, sosteniendo a Scorza entre las manos, creyó que repetir las palabras de Sebas frente a ella le aseguraría un acercamiento exitoso. ¿Y a ti, también te gusta su poesía?, le había preguntado ella, radiante, y Javier, automáticamente en modo Sebas, o sea, soberbio y altanero, aparentando más conocimiento del que realmente tenía, intentando alcanzar la pose de seguridad de su maestro, eligió primero, al azar, cualquier verso de “Epístola a los poetas que vendrán”, y le respondió, modulando la voz: el rumor de un pueblo que despierta/ es más bello que el rocío. Camila sonrió. Y Javier estaba a punto de continuar con el resto de los versos si no fuera porque el viejo bibliotecario apareció con su acostumbrada cara de sueño y les dijo que si querían hablar debían ir a otro lado, que había gente estudiando alrededor de ellos. Seguramente el viejo bibliotecario estaba durmiendo antes de la llegada de Javier y Camila y la conversación lo había despertado y puesto de mal humor. Pero en ese momento ninguno de los dos, ni ella ni él, parecían dispuestos a contradecirlo, a discutir o a pelear con él así que, sin responder una palabra, ambos le entregaron los libros que querían devolver y Javier le preguntó a Camila, ya en voz muy baja, cómplice, si quería ir a otro lado para seguir hablando de Manuel Scorza. 

–¿Entonces eres seguidor del poeta? –volvió a preguntar Camila cuando ya estaban sobre uno de los troncos cortados del viejo Bosque de Letras. 

Javier dijo que sí mientras sacaba el papel ya muy arrugado donde llevaba impreso los versos de “Epístola a los poetas que vendrán”. 

–Y éste me parece el mejor de todos –le dijo.

Y antes de que ella respondiera o preguntara por algún otro poema que Javier, definitivamente, no hubiera conocido, él comenzó con el primer sin embargo que le había oído a Sebas. 

–Sin embargo, aún siendo este el mejor de sus poemas, debo decir que representa una etapa todavía inicial, entusiasta, pero también errónea en el pensamiento de Scorza. 

Camila hizo un gesto que decía no entiendo muy bien a qué te refieres ni tampoco por qué, de repente, borras tu sonrisa y te pones tan serio al hablar. Y Javier esperaba ese gesto–porque era el mismo que tuvo inicialmente frente a las palabras de Sebas–y comenzó su explicación con firmeza absoluta. 

–La poesía ha muerto hace mucho tiempo, Camila. Por lo menos la de estas tierras latinoamericanas. Y debió morir porque era inútil en un contexto como el nuestro. Así lo entendió Scorza al alcanzar su madurez intelectual, hacia el inicio de los setenta, cuando abandonó los versos y escribió las mejores novelas que ha producido este país. 

Camila parecía más confundida. Pero Javier, convencido, continuó.

–Eso lo había entendido también, mucho antes, César Vallejo, cuando se aventuró a dejar de lado la poesía para escribir una novela a todas luces mala pero al mismo tiempo desesperada.

Camila frunció el ceño.

–Desesperación, Camila, es eso lo que siente el poeta y ante ello abandona su inofensiva arma de versos y empuña otra, también construida por palabras pero más agresiva y contundente: la novela. 

Camila miraba alrededor, como si tratara de encontrar algo más allá del espacio en el que se habían sentado. 

–Ojo, no te confundas, pelear desde la narrativa también es una tarea ardua y muchas veces igual de inútil que la de la poesía. El Vallejo después de Rusia intentó intervenir directamente en la realidad con una novela que denunciaba las masacres andinas a manos de las compañías mineras. Quiso intervenir pero no pudo. 

Camila se ponía la bufanda alrededor del cuello. Ya no le dirigía la mirada.

–Arguedas, que también había coqueteado con la poesía en sus inicios, tampoco pudo cambiar nada concreto con la novela y fue la realidad la que no solo intervino sino que además terminó con él. Pero Scorza…

Solo al escuchar el nombre del poeta Camila volvió a mirarlo.

–Scorza sí lo logró, ¿entiendes?, y claro, no lo hizo a través de su poesía, jamás lo hubiera hecho a través de sus versos. 

–¿Y qué logró? –preguntó Camila, algo fastidiada. 

–Para comprender eso hay que leer su pentalogía –le dijo Javier con tono misterioso.

Dijo eso a pesar de que él mismo no había comenzado con la saga y a pesar de que todas sus palabras no eran nada más que meras repeticiones. 

–Las cinco novelas de la épica andina –prosiguió. 

Y cuando estaba por continuar, cuando ya iba a entrar en la recta final, cuando estaba a punto de alcanzar el supuesto clímax en el que narraba los logros políticos de aquellas novelas, notó que Camila se ponía de pie. Entonces se detuvo. Ella, en una inconfundible señal de aburrimiento, observó su reloj, miró hacia los lados otra vez, respiró profundamente, se quitó una hoja seca que se le había pegado a la bufanda.

–Todo esto es muy interesante, pero acabo de recordar que tengo una clase pronto. ¿Qué te parece si continuamos la conversación otro día? –preguntó ella, fingiendo una sonrisa. 

Toda la energía con la que hasta ese momento iba hablando Javier y con la que según él la iba a dejar impresionada se desvaneció al instante. Su estrategia había fracasado. A ella no le interesaba, en lo absoluto, nada de lo que él iba mencionando. Solo entonces Javier comprendió su patetismo. Y se avergonzó tremendamente. Esa tarde no había comenzado a enamorarla, ni siquiera un poco, sino todo lo contrario. Al final no le quedó más que disimular. 

–Claro, la seguimos luego –le respondió, mirando hacia otro lado. 

Aquella mañana Camila se fue sin siquiera entregarle un número de teléfono. Era obvio que ella no le daría la oportunidad de conversar otra vez así, a solas. Javier entendió eso de inmediato y pensó que, como mucho, se cruzaría con ella en los pasillos de la facultad, como siempre, y ahora la saludaría fugazmente, moviendo la cabeza, o con una sonrisa, pero sin una palabra de por medio. Entendió también que jamás se completaría la conversación que había comenzado en la biblioteca, que continuó en el bosque de Letras y que él había echado a perder muy pronto, demasiado pronto. Ni siquiera había podido decirle a qué se refería exactamente con la intervención de la pentalogía de Scorza sobre la realidad del país. Aunque, claro, ahora sabía que hacerlo no hubiera cambiado en nada el tono de la conversación. A Camila le interesaban los poemas y Javier, idiota, había dicho que la poesía no tenía razón de ser. Ella se refería a los versos de amor de Scorza, a líneas como “íbamos a vivir toda la vida juntos/ íbamos a morir toda la muerte juntos”, o “como a todas las muchachas del mundo/ también a ella/ inventáronla con sus sueños/ los hombres que la amaban/ y yo la amaba”, pero Javier, influenciado por Sebas y sin atreverse a formar ideas propias todavía, creía que el amor ocupaba la última rueda en la creación artística. Si las novelas de Scorza sobrevivían en el tiempo, le había convencido Sebas, era porque habían sido altamente políticas, era porque habían sido leídas por las autoridades del gobierno de su tiempo y habían servido para que el presidente decidiera liberar a uno de los héroes de sus libros, un comunero que, en la vida real, como en la ficción, había luchado en favor de su pueblo, contra los poderes de una minera transnacional. Era todo eso lo que Javier le hubiera querido decir. 

Esa mañana, con Camila, se equivocó en cada palabra. Se equivocó también en creer que no volverían a hablar. Porque se vieron otra vez, sin que ella ni él lo planearan. Fue un encuentro extraño, nada convencional, demasiado accidentado, y donde Javier obtuvo su tercera cicatriz. Sucedió la mañana del 13 de setiembre de 2001. La humanidad todavía tenía los ojos puestos sobre Manhattan, sobre las ruinas de carne, hierro y cemento que había dejado el ataque terrorista más espectacular e impactante de la historia. También es cierto que a diferencia de las capitales importantes del mundo, en la diminuta e insignificante Lima, la mañana de ese 13 de setiembre, cuarenta y ocho horas después de lo sucedido, la rutina de la ciudad parecía recobrar su rumbo cotidiano. Pero dentro de San Marcos la historia era diferente. En casi todos los espacios abiertos del campus se venían llevando a cabo numerosos y acalorados debates en torno a las causas y posibles consecuencias del reciente atentado. Javier, por su parte, desconectado de los colectivos estudiantiles, no les prestaba atención. Como cada jueves, ese día caminaba por el campus con la cabeza puesta exclusivamente en el curso de turno. Iba de este a oeste, desde la residencia universitaria con dirección a la facultad. Cruzaba ya el bosque de Letras y habría seguido de largo hasta el salón de clases si no hubiera visto a Camila entre la gente que se agrupaba alrededor de un viejo y escandaloso estudiante de sociología. Entonces se detuvo de inmediato. Olvidó a la anciana profesora de retórica que se molestaba demasiado con las tardanzas y trató de descifrar lo que ocurría entre aquellos estudiantes. Se acercó muy despacio. Por supuesto, paso a paso, buscó un lugar cerca de Camila. Ella lo vió de reojo. Ambos permanecieron en silencio. Oían al tipo que hablaba en el centro del círculo. Cuando ella volvió a mirarlo, Javier le sonrió. Camila no respondió. Estaba demasiado atenta a las palabras del estudiante de sociales. El tipo se llamaba Leandro y estaba acompañado de otros dos compañeros que sostenían carteles que celebraban los ataques terroristas del once de setiembre. Estaban convencidos de que se había ejecutado un acto de justicia universal. En sus pancartas combinaban frases clásicas de las desfasadas luchas antiimperialistas de los años sesenta y en la voz de Leandro se escuchaba un discurso de odio que parecía despertar la simpatía de las mentes más débiles del ruedo. Leandro todavía pensaba que el capitalismo tenía patria, que esa patria era Estados Unidos, y que el golpe a las torres era un golpe directo al corazón del sistema. Decía que ese era el inicio de una nueva era, el punto de partida que marcaría el fin del capitalismo. Camila también oía todo eso, pero como Javier no tenía idea de qué pasaba por su cabeza en esos momentos, tuvo cuidado de no hacer ninguna mueca de disgusto o desprecio cada vez que Leandro abría la boca. Y no fue sino hasta unos segundos después que comenzó a notar algo diferente en ella. Mientras escuchaba a Leandro decir una y otra vez que los ataques deberían ser aplaudidos, la respiración de Camila iba cambiando de ritmo. Parecía ir acumulando una rabia que hasta ese momento era desconocida para él. Esa rabia se reveló por completo unos segundos después, con un grito desesperado que interrumpió de inmediato las bulliciosas y repetitivas arengas de Leandro. Se reveló con un reclamo sonoro. Camila se acercó al centro del ruedo para decirle al viejo estudiante y a sus compañeros que eran unos tremendos imbéciles, que cómo carajo no se daban cuenta de que en esos atentados no había muerto ninguno de los hombres que manejaban este mundo de mierda, que en los ataques había muerto demasiada gente que no tenía nada que ver con el poder verdadero. Los cambios revolucionarios derraman sangre, le respondió Leandro, precipitadamente, tratando de interrumpir a una Camila que para ese entonces ya no estaba dispuesta a seguir escuchando, sino todo lo contrario, y por eso continuó con un grito que congeló al resto por un instante: y no solo se trata de gente inocente, idiotas, se trata también de muchos latinoamericanos que trabajan allí, incluso de algunos peruanos que se encontraban en esas torres y que ahora están desaparecidos. ¡Y también se trata de mi padre!, ¿entiendes ahora todo lo que digo?, ¡mi padre es uno de ellos y hasta ahora no tenemos noticias de él!, ¡así que deja ese discursito de mierda y cállate de una puta vez! 

Camila dejó petrificados a casi todos con aquella confesión. Menos a Leandro, que para sorpresa de los oyentes, no parecía haber sido afectado en lo absoluto por lo que ella acababa de mencionar. Al contrario, sonrió fríamente frente al rostro empapado de Camila. Sonrió sin que nadie entienda muy bien qué ocurría con él. Y dijo, firmemente: ¿Tu padre es una de las víctimas? ¿Estás segura de lo que dices? ¿Cómo sé que este no es uno más de tus melodramas inventados, actricita de cuarta? Algunos estudiantes que simpatizaban con Leandro, poco a poco, comenzaron a sonreír tímidamente, esperando conocer la respuesta de Camila. Pero ella, todavía agitada, cerró los ojos por un instante. Parecía que trataba de encontrar algo de calma en su interior. Sin embargo esa búsqueda fracasó porque luego abrió los ojos, y con mucha más ira que al inicio, se acercó hacia Leandro y le encajó el puño derecho contra la cara. Fue un golpe seco, fuerte. Leandro se tambaleó pero no cayó. Luego recobró el control sobre su cuerpo y no dudó un instante en responder. La empujó con violencia. Camila cayó cerca de Javier. Su ropa se había impregnado con la yerba y el lodo. Estaba en el suelo pero no le quitaba los ojos de encima a Leandro. Una estudiante le ayudaba a incorporarse, otras dos se iban contra Leandro, para reclamarle. Pronto los estudiantes a favor y en contra comenzaron a enredarse en una pelea de jalones, puños, patadas. Javier, siempre impulsivo en situaciones similares, no dudó en saltar hacia el centro en busca de Leandro. No lo pudo encontrar. Todo allí dentro era una lluvia de puños y patadas en la que la visibilidad era casi nula y en la que no le quedaba más remedio que empezar a ejecutar los golpes más certeros que podía. Lo hizo por varios segundos, hasta el momento en que cayó desplomado porque su cabeza había sido alcanzada por una de las muchas rocas que comenzaron a volar en el bosque de Letras. 


  • Título: “Te he seguido”,
  • Autor: Jack Martínez Arias
  • Editorial: Dendro

Jack Martínez Arias nació en La Oroya. Autor de las novelas Bajo la sombra (Animal de invierno, 2014) y Sustitución (Planeta, 2017). Textos suyos han sido incluídos en antologías y han sido traducidos al inglés e italiano. Estudió Literatura en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos (Lima) y en la Universidad de Connecticut (Storrs). Obtuvo el doctorado en la Universidad de Northwestern (Chicago). Actualmente es profesor de Escritura Creativa en la Universidad de Hamilton (Nueva York).

 

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