
Los relatos de Enrique Henry Ahumada, argentino residente en New York, son una invitación al juego. Un juego en el que la gracia y la lucidez se tensan en la oralidad del Río de la Plata. Pienso en una especie de Georges Perec pero con más nostalgia acuestas.
Trapitos al sol (ediciones La yunta), su nuevo libro, exhibe secretos pero los vuele símbolos: retazos de memoria familiar, ironías de barrio, confidencias que se abren a lo público sin pudor.
En el prólogo, Ahumada desnuda el origen del libro: “La pandemia y el encierro provocaron nuevas escrituras. Y todo el tiempo disponible posibilitó la revisión y edición de trabajos anteriores. Buen momento para releer y organizar el material acumulado desde los ‘80 con una perspectiva critica, fresca”.
Como se ve, el juego de los trapitos se validó en tiempos muy particulares, por eso mismo, tal vez, lo lúdico se volvió necesario.
Y por eso, vale conversar con su autor.
¿Cómo fue el proceso de decidir qué “trapitos” mostrar al lector y cuáles guardar?
—Trapitos es hijo de la cuarentena, y nieto de la pandemia. Me aferré aún más a la escritura para no enloquecer. Desarrollé textos nuevos que se sumaron a los históricos. El resultado: un conjunto “ingobernable.” Algunos textos venían de los 80. En un punto me di cuenta que yo solo no podía domar ese potro. Recurrí a Yamila Bêgné (escritora, editora y docente argentina) por sugerencia de un amigo común. Ella me propuso revisar y curar el material juntos. Construimos un puente virtual entre Baires y Brooklyn. Nos reuníamos cada quince días. Luego de varios meses Trapitos comenzó a tomar forma. Fue un desafío definir qué incluíamos y en qué orden de aparición, y qué no.
¿Cree que el humor es una estrategia de defensa frente a la crudeza de ciertas realidades, o más bien una forma de desnudar la verdad con mayor eficacia?
—Creo que es un poco de ambos. El humor ácido/negro típicamente argentino es una manera de relacionarnos con una realidad compleja, por momentos enloquecedora. Vamos de lo desesperante a lo apasionante. Reímos o reventamos. Nuestro humor es una mezcolanza. Tiene algo de sabor tano, judío, inglés, gallego, y criollo. Todo batido con hielo y limón.
La oralidad es clave en varios relatos, es como si escucháramos una charla en la barra de un bar. ¿Qué papel tiene la tradición oral en su narrativa?
—No es una elección consciente. Es un don y un padecimiento al mismo tiempo. Crecí en un suburbio de Buenos Aires. En un barrio predominantemente italiano donde todavía se escuchaba algo de cocoliche. Se conversaba mucho pero no todo se decía. Me llevó años desentrañar algunas las historias ocultas. Las “pecadillos” de las familias. Supongo que muchos de esos trapitos nunca llegaron a ver la luz del sol. La literatura viene por el lado de mi viejo. Él me inició en la lectura y la escritura. La oralidad literaria ha dejado marcas indelebles en mí. Las llevo adentro. La odisea. Las memorias de Adriano, leerlo era escucharlo. Crónica de una muerta anunciada, algunos pasajes de Rayuela. El cazador oculto. Todo Carver. Las Malas. Tantos otros ejemplos. El viaje al interior de la cabeza de Molly Bloom fue una revelación. Releo ese capítulo de Ulises en voz alta cada vez que puedo. Admiro la destreza de Joyce. Es una técnica que me maravilla. No se puede utilizar indiscriminadamente. Pero siento que da una enorme libertad de expresión. Me atrae la idea de la escritura como una conversación con el lector.
El título mismo, Trapitos al sol, remite tanto a la transparencia como al chisme, a la exhibición pública de lo privado. ¿Qué resonancias culturales cree que despierta el chisme en su literatura?
—El colegio de curas combinaba alumnos pupilos y externos. Fue una cantera inagotable de chismes, que sacaban a relucir la ropa sucia que se amontonaba tras bambalinas. En los recreos los internos nos contaban vida y obra de esos tipos que fungían de educadores con sotana. Pontificadores seriales. Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago. Pedagogía esquizofrenizante. Los confesores eran, y son, por naturaleza chismosos. Algunos no podían disimular su “avidez onanística” por los detalles escabrosos o explícitos de nuestros pecados. Y pedían más información. De eso me di cuenta muchos años después. Cuando era chico me sonaba raro pero no sabía muy bien por qué. La confesión ha dejado una marca imborrable en lo que escribo. Somos todos los que alguna vez fuimos.
El estilo de la obra es fragmentario y ágil. ¿Pensó desde el inicio en esta estructura, o fue surgiendo a medida que escribía los textos?
—La estructura fragmentaria de mi operita prima es ex post facto. Mis poemas, cuentos y textos experimentales andaban desperdigados por el mundo (Ver respuesta 1). Se encontraron en Trapitos y juntos, como los hermanos a los que alude San Martín, se unieron para salir a la luz. Creo que la idea del mundo como un rompecabezas para armar, es una ilusión romántica. La idea de alcanzar una imagen perfecta, impoluta, es fútil. Y la vez frustrante. La fragmentación, en cambio, es el signo de nuestro tiempo. Y es justamente en el collage donde me siento en mi salsa. Donde intento darle algún sentido al mundo. Una tarea obviamente condenada al fracaso.
Desde hace años vive en los Estados Unidos. ¿Qué aprendió de la sociedad norteamericana?
—Creo que el sentido de la practicidad. Los gringos no pierden el tiempo en ceremonias, van a los bifes. La plasticidad del inglés americano es una prueba de ello. La capacidad de transformar sustantivos, marcas o nombres propios en verbos, por ejemplo. No es que no pueda hacerse en castellano, pero en inglés suena más natural, más orgánico. Además, como es mi segunda lengua me he permitido jugar un poco más con ella. Me tomo ciertas libertades que sorprenden, y divierten, a los gringos. Hay un precedente. Mi trabajo como redactor creativo es anterior a mi mudanza a USA. La publicidad argentina ha estado históricamente influenciada por la norteamericana. La necesidad de desarrollar un copy corto, conciso y conceptual viene de ahí. Comunicar mucho con poco. Tuve la suerte de trabajar con redactores excepcionales. De ellos aprendí un montón. Ayudaron a enriquecer mi caja de herramientas. Sospecho que esa práctica influyó en cómo escribo hoy.




