Empaco y escribo para enviar una señal hacia el futuro. Técnicamente, no hay nada complejo al ordenar mis cosas en un par de maletas, solo hay que decidir qué llevar, qué dejar, qué botar y qué regalar, pero a mí se me va la vida entre libros y tiliches.
Me llevo el cortaúñas, los lempiras de Honduras (uno nunca sabe), las sortijas, las pulseras y los collares en ámbar que compré en San Cristóbal de las Casas. Las pulseras que el Frank vendía en Playas del Coco a un dólar. También los aretes con figura de monos, los aretes en espiral, los aretes sin gracia de bambú y el arete de colmillo de tiburón. Llevo una llave no identificada que sospecho es la del patio de mi casa en Barva. Al escribir todo esto en presente, la veo en mi llavero y me doy cuenta de lo inútil que es andar con una llave que no abrirá ninguna cerradura en Canadá.
Ya estoy en el avión de Air Canadá. La aventura está por comenzar. Al fin llega el día tan ansiado, al fin cobran sentido tantos trámites, sacrificios y desvelos. Mi alegría tiene el tamaño de un Airbus A220-300.
Despego. Me desplazo por el mapa. Migro, mijos.
¿Con quién me voy a juntar en Quebec? Dejo grandes amigos en mi país, pero sé que la vida social se me hace fácil y el karaoke está de mi lado.
No pegué un ojo la noche pasada, espero dormir durante el vuelo. Voy escuchando al francés Francis Cabrel darle a la ochentosa “encore et encore”. Para que este viaje sea favorable, me encomiendo a todo lo sagrado y lo profano en el universo.
En la pantalla sale señalado que faltan cuatro horas para llegar a Montreal. Una pareja de italianos va a mi lado, viajan con un bebé. Cuando los vi sentarse a la par, maldije mi suerte y temí lo peor. El bebé en un principio se notaba muy incómodo, se movía, lloraba y jorobaba como un duende; pero en la última media hora toda la situación se relajó: la mamá y el bebé me agarraron de almohada, se durmieron en mi hombro.
Brindo a mi suerte con ron con coca que me ofreció la azafata. La novela de Anagrama que traje no termina de cumplir con mis expectativas… pronto necesitaré otro refill.
Miro, medio anestesiado por el bombazo de ron, un documental llamado “À Saint-Henri le cinq septiembre”, del cineasta Hubert Aquin. Filmado en 1962, retrata cómo es un día completo en un barrio obrero de Montreal. Comprendí más por las bellas imágenes en blanco y negro que por la escucha, o sea que mi francés no despegó conmigo, se quedó tendido en el sueño de la revolución tranquila.
Faltan tres horas y veintidós minutos. Por la ventanilla, miro cómo sobrevolamos un espacio desde el cual se aprecia una larga playa turquesa, olas que rompen como gemas y montañas enanas, ¿sobre qué estaremos volando?
Me pongo a ver una serie documental en francés: “Les artisans de l’atelier”, de Daniel Léger. Un documental que advierte desde el principio que puede herir susceptibilidades. Trata sobre un grupo de personas con síndrome de eown que trabaja en una recicladora en la comunidad de Memramcook, en la provincia de Nuevo Brunswick. Una inmersión colorida en su día a día. El montaje se mira muy tierno y hermoso, pero la comprensión es particularmente difícil porque la serie no tiene subtítulos.
Faltan dos horas y media. 2313 kilómetros. Descubrí que un hay un mapa interactivo en 3D. Lo que atravesamos hace poco con fondo turquesa era Cuba. Justo terminamos de cruzar el estrecho de Florida. En algún momento de la ruta, pasaremos sobre Washington, D.C., New York y, finalmente, Montreal.
¡Llegamos!
Mi primer día en Quebec, Canadá. Dormí hasta mediodía, estaba tan cansado, tan agobiado de días pasados. Ahora me quedo en un Airbnb barato en lo que encuentro un apartamento fijo, pero esto me deja todo un sinsabor: ¿cómo puedo sentir el placer de rockear en otro país si siempre surge una preocupación nueva? ¿Qué va a ser de mí?
El mudarme a Canadá me ha puesto con los sentimientos a flor de piel. He llamado a una amiga y le he contado que me arrepentía de no haber planeado mejor mi llegada. La he llamado, me ha escuchado y yo lloraba. Vine a llorar por encima del paralelo 49.
La adaptación cultural será todo un viaje. Después de la turbulencia de la partida, se asoma el debut vertiginoso de una cotidianidad diferente. Atravieso actualmente momentos de euforia, confrontación y de ajuste. En medio de todo, surgen los deseos de huir o de atacar todo aquello que no reconozco, quiero mimetizarme con el entorno para pasar desapercibido, aunque, finalmente, sueño con adaptarme a las condiciones. ¿Me irá a pegar fuerte el shock cultural?
Cuando este viaje de estudios termine en tres años y quizás, temeroso, relea estas notas, ¿seguiré siendo, técnicamente, el mismo que hace tres otoños? Ni modo. Desempaco y escribo estas crónicas para enviar señales hacia el futuro.