En defensa de la literatura: notas sobre su exilio en la universidad

 

Durante los últimos años una observación se me ha quedado clavada en la cabeza: en muchos espacios donde, irónicamente, se estudia la literatura latinoamericana, la palabra literatura ha ido desapareciendo y ha sido reemplazada por la palabra cultura. De hecho, en ciertos contextos, ha adquirido un aire sospechoso y hasta peyorativo. Como escritor y lector, y como alguien que aspira a ganarse la vida escribiendo libros y escribiendo sobre libros, este cambio de vocabulario me ha costado digerirlo. Aunque lo he aceptado con cierta resignación, también me pregunto: ¿qué perdemos cuando dejamos de hablar de literatura y empezamos a hablar de cultura? ¿Desde cuándo ambas palabras se han vuelto intercambiables? ¿Y qué significa, en última instancia, ese cambio?

El fenómeno no es nuevo. Sus raíces se remontan a las décadas de 1980 y 1990, en el marco de las transiciones post dictatoriales en América Latina. En ese contexto, los estudios literarios latinoamericanos —tradicionalmente dedicados al análisis de textos canónicos, casi siempre escritos por hombres con acceso a bibliotecas, viajes y educación europea— empezaron a abrirse a otras formas de análisis cultural. Críticos y académicos, cansados de un modelo restrictivo y jerárquico, rechazaron la noción cerrada de literatura y dirigieron su atención hacia expresiones más populares y democráticas: las telenovelas, el testimonio, la oralidad, la música, el grafiti, la crónica urbana, el cine, incluso la lucha libre y la farándula. Los productos culturales empezaron a ser leídos como textos. Ese cambio tuvo un impulso liberador, pues desarmó la idea de que lo único digno de estudio eran las novelas monumentales y los poemas europeos traducidos. Buscó democratizar la crítica literaria y cultural y conectar los textos con procesos sociales más amplios como el colonialismo, la migración, el racismo, la desigualdad de género, el neoliberalismo y la globalización, entre otros. En otras palabras, el estudio de la literatura dejó de ser únicamente el estudio de quienes habían nacido con el privilegio de una escuela privada, y se abrieron las puertas de la biblioteca a la calle. Fue, sin duda, una apertura valiosa.

Pero la apertura se construyó sobre una premisa cuestionable: la de reducir la literatura a “canon”, como si literatura y elitismo fueran sinónimos. Esa confusión llevó que la palabra literatura empezara a asociarse exclusivamente con el premio Nobel y las grandes obras y en lugar de redefinirla como algo más abarcador, se la redujo a una categoría limitada y excluyente. Como consecuencia, se generó una fantasía de la cual los estudios literarios y culturales latinoamericanos todavía intentan despertarse: se pensó que al cambiar el objeto de estudio —al pasar de novelas a telenovelas o de poemas a programas de farándula— la disciplina y, por consiguiente, la academia se democratizarían. Como si dejar de hablar de libros fuera suficiente para transformar las estructuras socioeconómicas que sostienen las desigualdades dentro y fuera de la universidad. En otras palabras, se confundieron los objetivos con los medios, y la élite educativa pudo sentirse más tranquila, aunque en el mundo de la calle todo siguió siendo igual.

Así que la literatura quedó asociada a un conservadurismo retrógrado, a un canon blanco y europeo, y se convirtió en un objeto de estudio que debía mirarse con sospecha de sus ideologías ocultas. Ese desplazamiento trajo además otras consecuencias menos comentadas pero igualmente importantes. En el plano pedagógico, la lectura lenta y el placer individual se volvieron ejercicios utilitarios, destinados casi exclusivamente a ilustrar fenómenos sociales; la experiencia estética —el amor de un estudiante por un texto— fue reemplazada por la preferencia del profesor, casi siempre ligada a lo político o lo social. En el plano crítico, se perdió parte de la especificidad del análisis literario: al aplicar las mismas herramientas a cualquier producto cultural, se empobreció la discusión sobre lo que el lenguaje literario tiene de singular —su ambigüedad, su polifonía, su capacidad de ironizar y complejizar la experiencia humana. En el plano institucional, muchos departamentos de estudios literarios se diluyeron en programas de estudios culturales más amplios. Eso abrió horizontes y trajo nuevas becas de los decanos y presidentes de las universidades, pero a largo plazo debilitó el lugar de la literatura, hasta el punto de que hoy son escasos los cursos dedicados de lleno a la poesía, la narrativa o el ensayo. En el plano social, al dejar de reivindicar la palabra literatura, se perdió la idea de que leer es esencial y se debilitó la noción de que la lectura es una práctica formativa fundamental para la ciudadanía y el desarrollo cognitivo y emocional. En última instancia, se redujo también la fuerza política de la literatura pues se perdió aquel espacio donde el lenguaje interrumpe la normalidad y nos enseña a ensayar otros modos de vida y resistir al consenso. Es cierto que dentro de esta historia también intervinieron otros factores como la masificación universitaria y las nuevas tecnologías, pero estas fuerzas terminaron por entretejerse con el desplazamiento académico de la literatura a lo cultural.

La literatura incluye testimonios indígenas, escrituras del campo, poesía experimental, novelas gráficas, crónicas urbanas, relatos híbridos y bilingües, micro ficciones en redes sociales. Abarca desde el boom latinoamericano hasta los relatos de la frontera, desde Alejandra Pizarnik hasta un poeta desplazado por la violencia que vende sus poemas a dos dólares en la estación de metro. Llamar a todas estas expresiones literatura significa reconocer su potencial artístico común y su capacidad de imaginar. Al final de cuentas, el lenguaje literario no se define por su modo de circulación ni por la experiencia del escritor, sino por lo que hace: abrir espacios de imaginación, experimentar con la realidad social, dar sentido a la experiencia humana. Nombrar “literatura” a todas estas expresiones escritas e híbridas le devuelve al término la amplitud que nunca debió perder y puede servir como puente intergeneracional que conecte a los jóvenes lectores digitales con tradiciones más antiguas, sin obligarlos a elegir entre TikTok y el Popol Vuh. En un mundo gobernado por algoritmos y populistas que convierten la complejidad del mundo en un espectáculo inmediato, defender la literatura no es un acto nostálgico, es un compromiso ético con estas y las futuras generaciones.

 

 

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