En Alta Suciedad, uno de sus discos icónicos, Andrés Calamaro coló una de sus canciones más extrañas y melancólicas: “Todo lo demás también”. Es una balada áspera, sin estribillo claro, sostenida por una melodía lenta que parece avanzar a la fuerza. Es una canción sobre la pérdida, el desconcierto y el desarraigo. Y todo empieza con una imagen inesperada: “Te vi quemando el pasaporte con rabia en la fuente de la Plaza Real”.
Según Calamaro, la escena que lo inspiró fue real: un hombre —tal vez argelino— quemando su pasaporte en una plaza de Barcelona. Pero en la canción dice “Plaza Real”, que es una conocida plaza de Madrid. El dato geográfico no importa tanto. Lo que importa es el gesto: quemar el pasaporte como rechazo total a la identidad, al país, a la ley, a todo. Un acto desesperado, simbólico, que en la canción se convierte en punto de partida para hablar de una ruptura, de una separación tan radical como esa.
El resto de la letra es una mezcla de confesiones, recuerdos y reproches. Calamaro se muestra frágil, inseguro, contradictorio. Dice que “todo lo que toco se rompe”, que tiene un “corazón loco que se dobla con el viento y se rompe”. Esa fragilidad es el centro de la canción: un hombre que sabe que perdió algo valioso, pero que no sabe muy bien cómo ni por qué. Se lo dice a ella, pero también parece estar hablándose a sí mismo, tratando de entender.
Hay momentos de ironía —“prometí hacer deporte” — y frases que revelan una dinámica desigual: “robaste un tal vez”. Ella es la que decide, la que se va. Él se queda viendo cómo todo se desarma. Incluso el título, Todo lo demás también, sugiere eso: que cuando una relación se rompe, no solo se pierde al otro. Se pierde el marco entero. Todo lo demás también se vuelve ajeno, frío, inútil.
Musicalmente, es una canción contenida. La instrumentación es mínima, el tempo lento. No hay explosiones, ni clímax. La voz de Calamaro no busca lucirse: arrastra las palabras, casi las murmura. Eso hace que la canción se sienta más cruda, más verdadera. Como si estuviera grabada en una habitación, a oscuras, sin pensar en el oyente.
No es una de las canciones más conocidas de Calamaro, pero sí una de las más duras. Porque no busca alivio, ni catarsis, ni redención. Solo muestra el daño. Y lo muestra con una lucidez incómoda. Nada se salva. Ni el amor, ni el recuerdo, ni la identidad. En tres minutos escasos, lo único que queda claro es que no hay vuelta atrás.