El sexilio: nombrar la herida, escribir la resistencia

Foto de Javier Romero

En su más reciente libro, la autora explora el concepto de sexilio como una categoría que va más allá del desplazamiento geográfico: implica también un desarraigo sexual, político y emocional. Recuperando aportes de académicos y pensadores que acuñaron el término, la escritora lo amplía hacia una experiencia colectiva marcada por la violencia, la diáspora y la necesidad de sobrevivir.

La conversación aborda cómo el bilingüismo en El sexilio rompe con la lógica de la traducción tradicional y se convierte en un acto de convivencia y transgresión lingüística. También profundiza en las críticas a instituciones como la familia, el Estado y la religión, y en la manera en que la espiritualidad afrocaribeña atraviesa la obra como fuerza vital. Con una voz íntima y directa, la autora no solo nombra el exilio sexual y cultural, sino que lo transforma en literatura, resistencia y memoria compartida.

El término “sexilio” articula múltiples formas de desplazamiento: geográfico, sexual, político, emocional. ¿Qué elementos personales y colectivos confluyeron en la necesidad de nombrarlo así y de construir un libro a su alrededor?


Pues, como digo en el libro, el término sexilio existe hace décadas. Comenzó con el académico puertorriqueño Manolo Guzmán y con la documentalista Irene Sosa acuñándolo para hablar de personas gay que se veían obligadas a abandonar sus terruños para ser quienes eran y amar a quien quisieran. Luego lo amplía la pensadora y escritora puertorriqueña Yolanda Martínez San Miguel incluyendo a mujeres heterosexuales que—reprimidas por sociedades patriarcales que les ponían etiqueta de “usadas” o hasta de rameras por llevar las vidas sexuales a las que siempre tuvieron derecho—cuyas sociedades no las defendían de esas etiquetas represivas (sin hablar de ofensivas e imprácticas)—huían para perderse en la grandeza anónima de las urbes.
Piensa en la muchacha que mandaban a un convento o con una tía a dar a luz al niño de su atacante (a menudo un hombre conocido por la familia). Piensa en la niña (sí, niña) que había tenido un novio o dos en el barrio y ya era tratada como “incasable” o acusada de traer deshonra a la familia. Ni hablar de mujeres divorciadas o con hijos de distintos padres.
Entonces, yo concuerdo mucho con cómo estos pensadores que menciono hacen uso de la palabra sexilio. Creo que Sosa, Cardona y Martínez San Miguel nos hicieron a todos un gran servicio. Pero leyéndolos me di cuenta de que el término podía aguantar una ampliación más. Esta vez, para hablar de las personas feminizadas que son exiliadas por la violencia. En mi carácter personal, la violencia me había tocado—crecí en un hogar sumamente violento. También en mi carácter colectivo—en mi isla hubo récord de madres y niños muertos y atacados en el 1990. Y yo me fui del archipiélago en agosto del 91. Cuando me fui, la paranoia atentaba contra mi salud mental y emocional.
Pero cuando hablo de sexilio en el contexto del libro, no pienso solo en mí. Pienso en la madre en Gaza que logró irse antes de que el genocidio fuese total y digo bravo por ella. Pienso en la mujer trans que salió de Kiiv antes de enfrentar la violencia misógina y brutal de los soldados rusos. Y digo bravo. Bravo. ¿Habrá complejo de culpa después? Sí. Toda la vida. Pero estamos vivas.

El bilingüismo en El sexilio no responde a una lógica de traducción, sino de convivencia y fractura. ¿Cómo concebiste el uso del lenguaje como territorio político dentro del texto?

Pues es algo muy nuestro, de los puertorriqueños, quiero decir. Somos la colonia más vieja del mundo. Nos aferramos más a muchas cosas, quizás. Y cada cosa es supervivencia. Y claro, entre colonizador a colonizador… no defendemos el inglés y no necesariamente defendemos el castellano, que también fue impuesto, al final.
Defendemos nuestra manera de hacer nuestro cualquier lenguaje. Es lo que se crea cuando no piensas que las lenguas traídas por otros son mejores que la tuya y las adaptas para que te sirvan mejor a la hora de describir sentimientos. Rabias. Impotencias. Amores. Deseos. Sueños. Hastío. Muertes lentas. Vidas resolutas. Por eso traducimos cuando nos da la gana. Cambiamos la palabra cuando queremos. Sabemos la diferencia. Y nos vale madre (que quiere decir que nos importa un cojón, y a veces dos).
Si la comunicación es el propósito, pues hay que usar lo que más efectivamente comunique algo, y al carajo las castas, siempre y cuando el contexto sea el correcto. ¿Quieres una “palabra” que más efectiva y poderosamente retrate lo que se vive en Puerto Rico hoy que “P-fkn-R?” Es una era de transgredir con la palabra. Por eso el uso de las “malas” palabras que yo defiendo desde mi primera novela, La píldora del mal amor.

En este contexto, P-fkn-R es una palabra compuesta. Y perfecta. En el libro, lo que hago es lo que hacemos todos los puertorriqueños a diario. Cagarnos en los lenguajes no creados por nosotros. Crear el nuestro con lo que recordamos de tradiciones que forman parte de nuestro ADN—lo taíno y lo negro—y también con las imperfecciones abandonadas aquí por quienes intentaron ser nuestros dueños.

La obra interpela con fuerza estructuras como la religión, la familia, el Estado y la historia oficial. ¿Hubo algún aspecto de esa crítica que te resultara especialmente difícil de abordar desde lo literario o lo emocional?

Solo uno. Lo familiar. Mi familia está viva. Todas las personas que forman parte cercana de mi familia están vivas y tengo cuidado con eso. No por miedo sino por compasión.
Por lo demás, nada me resultó difícil porque cuando escribí este libro ya no me importaba lo que pudiese pasar conmigo. Me importaba que la gente de mi país entendiera lo que dice el historiador Jorell Meléndez-Badillo en sus contribuciones a la residencia de Bad Bunny en la isla: que Puerto Rico es una nación legalmente ambigua y diaspórica. Que hay que perdonarse por haberse ido. Que hoy estás aquí y mañana allá, y que el sexilio es real. Muy real.

En varias secciones, la espiritualidad afrocaribeña aparece como una forma de resistencia simbólica frente a los sistemas coloniales. ¿Qué papel cumple esa espiritualidad en tu identidad como escritora y ciudadana?

Ni yo misma lo sé, pero te puedo decir que no es simbólica. Es parte de todo. Es con lo que crecí. Y pido perdón, pues no es mi intención ofender, pero la iglesia católica y otras religiones blancas, racistas, misóginas, corruptas y pedófilas, jamás hicieron nada por mí.
No hablo de Dios, según cada cual lo vea, lo sienta y lo viva. Hablo del negocio de la religión. De la que dice que el reino será de los pobres mientras retiene para sí riqueza a níveles obscenos.

“No soy historiadora. Y tengo mucho coraje. Pero no contigo”, escribes en una carta al lector. ¿Cuál fue tu intención al dirigirte de forma tan directa al público desde las primeras páginas? ¿Cómo imaginas la lectura ideal de El sexilio?

Quería hablar con los míos. Decirles lo que estaba en mi corazón. Mi gente es muy fuerte, pero también muy sentimental. Se me ocurrió que entenderían si tomaba el riesgo de explicar. Y lo han hecho. Cada día que pasa, esa comprensión me acerca a casa, me sana y me muestra el camino de regreso.

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