Secuestros fallidos

Aquello debería haber sido un rapto, un secuestro con motivaciones económicas, pero se complicó en el último instante porque la víctima se resistió y acabó muriendo. El problema radica en que no ocurrió una vez, sino dos, tal como lo narra Andreu Martín en Bellísimas personas, uno de los primeros policíacos de no ficción ambientados en Barcelona, y tampoco le supuso un hándicap al homicida a la hora de querer cobrar los rescates. Me refiero al Asesino de Mitre.

Corría el año 1978, la Transición ya estaba desbocada, como la crisis económica que arrastraba a las familias españolas por culpa de la subida del precio del petróleo y la inflación asociada, y a la anciana que se presentó en el despacho de venta de la promoción de pisos de nueva construcción no se le ocurrió otra cosa que jactarse de su mucho dinero, de sus riquezas, ante aquel pobre diablo, aquel tipo que estaba en la ruina, que había vivido por encima de sus posibilidades y era ya incapaz de pagar sus deudas: la hipoteca por el humilde apartamento en Torre del Baró, en una de las más humildes periferias de Barcelona, las letras del coche, los trajes de El Corte Inglés. Al instante pensó que la vieja era la víctima propicia, el objetivo ideal para un secuestro. Y lo llevó adelante.

Pero cuando la víctima se puso a gritar en el parking en construcción de la finca en venta a donde la había llevado después de enseñarle los pisos para intentar meterla en el maletero de su coche, Esteban Romero Sánchez, el Asesino de Mitre se alarmó, temió que lo descubrieran y no se le ocurrió mejor solución que golpear a la mujer en la cabeza con el gato de su coche.

Evidentemente, la mató. Pero no fue un obstáculo para que decidiera ponerse en contacto con la familia informándoles del secuestro, en busca de un dinero que lloviera como el maná, del cielo, y que le sacara de su difícil situación económica, aunque se tratara de un secuestro fake. Podía intentar la morbosa estrategia de enviar un dedo cortado u otras partes del cuerpo porque el cadáver ya estaba ahí, de cuerpo presente, pero nunca podría poner a la vieja al aparato para que pudiera pedir a su familia que no se demorasen con el dinero del rescate de una víctima que ya estaba muy muerta, enterrada en un descampado de Ciutat Badia, en el cinturón metropolitano de Barcelona.

Se trata del mismo lugar al que fue a parar un niño, un chaval de once años, un chico que paseó su inocencia y su curiosidad frente a la oficina de venta de pisos de aquel simpático comercial que ya conocía lo que era matar, y que acabaría chafándole el cráneo en el mismo aparcamiento en obras en el que había asesinado a la anciana.

Creería Esteban Romero que con ese golpe sí iba a conseguir la financiación que necesitaban sus deudas, pero solo hizo que alarmar a los vecinos de Sant Gervasi más si cabe, en especial, cuando contactó por teléfono con los padres de la segunda víctima para pedir un dinero que no llegaba y propició una persecución con la policía. La gestión de ese encuentro fallido, una chapuza una vez más, sería lo que lo conduciría a la cárcel.

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