En Bokser, la nueva apuesta polaca de Netflix, el boxeo es apenas la superficie de una historia que late con la fuerza de la memoria y la migración. Dirigida por Mitja Okorn, la película sigue a J?drzej, un joven boxeador que, impulsado por el deseo de trascender, deja atrás la Polonia comunista de los años 80 para buscar un futuro en Londres. Pero la promesa de libertad pronto se convierte en un combate mucho más complejo que cualquier enfrentamiento sobre el cuadrilátero.
La cinta arranca en un gimnasio de barrio, impregnado del olor a sudor, cuero y derrota heredada. El padre de J?drzej, también boxeador, fue obligado a perder una pelea durante el régimen, una humillación que marcó a la familia. Crecer con esa sombra no solo forja los músculos del protagonista, sino también una ambición feroz, alimentada por la necesidad de redimir un apellido.
El Londres que lo recibe está lejos de las postales luminosas: calles húmedas, trabajos mal pagados y una comunidad polaca dispersa, luchando por encajar. Allí, J?drzej descubre que el sueño migrante no siempre se construye con mérito, sino con concesiones. El boxeo, su tabla de salvación, se convierte también en un campo minado de promotores sin escrúpulos, peleas arregladas y contratos que no se firman con tinta, sino con sangre y silencio.
Pero la huida de J?drzej no es un caso aislado. La historia de deportistas que desertan de regímenes autoritarios es tan vieja como el siglo XX. Polonia, bajo el yugo comunista, vio cómo futbolistas, ciclistas, gimnastas y boxeadores aprovechaban una competencia en el extranjero para no volver más. Es el mismo patrón que se repite en Cuba desde 1959, con peloteros que abandonan delegaciones enteras, o en la Venezuela actual, con atletas olímpicos que migran en busca de un contrato justo y la libertad de decidir sobre su carrera. En todos los casos, el verdadero combate empieza después de cruzar la frontera: adaptarse, sobrevivir y, sobre todo, no olvidar.
Uno de los mayores aciertos de Bokser es cómo equilibra la intensidad física de las escenas de combate con momentos de intimidad devastadora. La relación con Kasia, su esposa, no es el típico soporte incondicional que el cine deportivo suele retratar: es una unión llena de tensiones, promesas rotas y esperanza a cuentagotas. Ella es, a la vez, refugio y recordatorio de todo lo que él está poniendo en riesgo.
Okorn filma las peleas con una cámara nerviosa, casi respirando junto al boxeador. No hay glamour ni glorificación: cada golpe suena hueco, como si rebotara en la soledad del protagonista. En contraste, los momentos fuera del ring se cocinan a fuego lento, con planos largos que dejan espacio al silencio, a la mirada cansada, a la nostalgia de un hogar que ya no existe.
El guion evita el ascenso meteórico de manual. Aquí no hay una pelea final donde todo se resuelva; más bien, hay un cúmulo de pequeñas victorias y derrotas que dibujan el precio real de perseguir un sueño. Y aunque la película se permite ciertos clichés del género —el entrenador que cree en él, el rival que lo subestima—, los filtra a través de un tono melancólico que le da un peso propio.
En el fondo, Bokser no es una película sobre ganar títulos, sino sobre sobrevivir a la pelea más larga: la de construir una identidad lejos de casa sin perder la memoria de quién se fue y por qué. No es una historia de héroes, sino de resistencia. Una que, como los golpes más duros, se siente mucho después de que suena la campana.