En un universo literario donde lo fantástico se filtra como un leve temblor en la superficie de lo cotidiano, Texarkana emerge como un territorio de sombras persistentes, duelos sin objeto y memorias que se niegan al olvido. En esta conversación con Iván Parra García, autor del libro, nos conduce al corazón de un pueblo que no existe en los mapas, pero sí en las grietas de la memoria, el insomnio y la emoción contenida. Así, descubrimos cómo lo inexplicable no irrumpe, sino que acompaña; cómo la infancia, más que un tiempo, es un estado de percepción sin defensas; y cómo la melancolía se convierte en motor narrativo y forma de resistencia. Texarkana no fue concebido como un proyecto cerrado, sino que surgió como constelación de obsesiones, atmósferas y preguntas persistentes que fueron tejiendo un mapa propio. Esta entrevista invita a recorrer ese mapa incierto, donde cada relato es una estación en la que el tiempo se detiene y lo irreal murmura con voz baja pero inolvidable.
En Texarkana, lo fantástico nunca irrumpe con estridencia, sino que se desliza con sigilo en lo cotidiano. ¿Cómo concebiste ese equilibrio entre lo real y lo inexplicable? ¿Fue una decisión estética o emocional?
Creo que fue una necesidad interior más que una decisión consciente. Lo inexplicable no aparece en Texarkana como algo que interrumpe la vida, sino como algo que la acompaña y la transforma desde dentro. También me interesa mucho, desde el punto de vista narrativo, lo que no se nombra del todo, porque así ocurre también en la experiencia de lo real: lo extraño o lo indefinible está allí, a menudo operando, pero es difícil de reconocer. Si hay una decisión estética, está subordinada a una emoción: la de convivir con lo misterioso sin convertirlo en mito.
El pueblo de Texarkana funciona casi como un personaje más: lleno de polvo, susurros, memorias y silencios. ¿Qué te llevó a elegir este escenario? ¿Existe un Texarkana real en tu memoria o en tu imaginario personal?
El nombre Texarkana lo tomé prestado de un pueblo en el sur de EE.?UU., pero el lugar del libro no corresponde a ningún mapa. Es más una mezcla de muchas observaciones, recuerdos y preguntas: pueblos de infancia, momentos de insomnio, bares donde el tiempo parece deshacerse. Me interesaba crear un espacio que no fuera totalmente real ni totalmente inventado, como esos momentos de la cotidianidad en los que uno no está seguro de si los ha soñado, visto en una fotografía o en una película, o si son un recuerdo. Texarkana es ese momento o espacio donde algo está por suceder, pero nunca termina de ocurrir, sino que permanece, más bien, como una amenaza. Y, sobre todo, es un lugar donde el pasado nunca termina de cerrarse.
Muchos de tus personajes parecen vivir una especie de duelo sin objeto: sufren, pero no siempre saben por qué. ¿Qué lugar ocupa la melancolía en tu escritura?
La melancolía es el espacio donde se mueven mis personajes, en tanto que no buscan respuestas, sino maneras humanas de soportar sus preguntas más importantes. Me interesa la sensación de haber extraviado algo esencial, pero no la pérdida como tal. Escribir, para mí, es acercarme a ese extravío y explorarlo de maneras creativas. La melancolía, creo, no es solo tristeza o nostalgia, sino más bien una forma de estar en el mundo con la conciencia de que hay algo que siempre se nos escapa.
El cuento “Sueños de la Vía Láctea” evoca la idea de una infancia marcada por lo cósmico, la desaparición, lo inasible. ¿Qué papel juegan la infancia y la mirada infantil en tu obra?
La infancia, en mi escritura, se parece más a una vibración constante que a una etapa. En Sueños de la Vía Láctea, la mirada infantil deja pasar el mundo sin jerarquías ni respuestas. Me interesa esa conciencia aún sin defensa, donde lo cósmico todavía no ha sido separado de lo cotidiano. La infancia aparece así como un lugar en el que las fronteras entre la razón y la imaginación todavía no se han endurecido. Pero también es un lugar destinado a la desaparición, porque, al final, esas fronteras terminan, de una manera u otra, estructurando la vida. Escribir desde la infancia es escribir desde el deseo de un yo sin fronteras.
Aunque el libro se compone de relatos independientes, hay una atmósfera común y algunos hilos temáticos compartidos. ¿Escribiste los cuentos como parte de un proyecto cohesivo desde el inicio, o Texarkana fue apareciendo a medida que los relatos tomaban forma?
Texarkana fue emergiendo como una constelación. Empecé escribiendo cuentos sueltos, sin pensar en un libro. Pero, poco a poco, noté que ciertos climas, ciertas obsesiones y espacios se repetían. Y, poco a poco, los cuentos comenzaron a trazar un mapa. Así apareció el pueblo y, con él, un tono, una atmósfera, una manera de ver el mundo. El libro fue construido como un rompecabezas: con cada pieza fue adquiriendo su forma y estilo.