donde hay una cicatriz hay una historia
William Ospina
Es bien sabido que William Ospina (Colombia, 1954) es, junto con Fernando Vallejo, Laura Restrepo y Tomás González, uno de los principales escritores colombianos de las últimas décadas. Se le conoce por sus novelas históricas sobre la conquista española y por ser un poeta de temas épicos y culturales siempre arraigados en la vasta saga humana de nuestro continente. Pero Ospina también destaca en otro género literario, el ensayo, donde ha producido obras sobre escritores latinoamericanos, la promoción de la lectura o estudios de personajes históricos como el general Simón Bolívar. En esta veta ensayística se ubica su libro Por los países de Colombia. Ensayos sobre poetas colombianos (FCE, 2011), donde se dedica a dar cuenta de los poetas de su país como un lector agradecido, que pondera lo propio sin darle la espalda a lo universal, que rescata lo marginal sobre lo canónico, lo periférico sobre lo central.
En el prólogo de esta obra, Ospina asegura que «más vale estar siempre dispuestos a encontrar la belleza que haber decidido de antemano dónde puede estar y dónde no». En este libro, siempre abierto al lector común y no al erudito, nuestro autor reúne textos dedicados a poetas de su patria desde el siglo XVI a nuestros días, llevándonos de la mano a cada una de las regiones y países que pusieron en sus versos, ya que muchos de estos poetas descubrieron el mundo de su casa, de su región, en otras tierras a las que acudieron por razones de trabajo, de exilio o de simple búsqueda de horizontes creativos.
Para un literato contemporáneo como William Ospina, escribir de poetas locales es exponer la fuerza de sus palabras y de su imaginación y, sobre todo, es demostrar que lo hicieron a pesar de una sociedad que, con su criollismo, fue incapaz de «identificarse expresamente con América», ya que sus miembros querían pertenecer más a Europa que a su propia nación: «Ante todas las ilustres virtudes de Europa, América les parece despreciable, un universo rudimentario que les ha correspondido por la fatalidad, pero que ellos no merecen». Pero buena parte de la poesía que Ospina examina le permite afirmar «contra los confitados adoradores del canon universal que pretenden legislar desde los viejos centros de la esfera y olvidan que un buen verso de González Martínez vale por uno de Rossetti o de Verlaine. Mucho le debo a la poesía de mi país, y este libro quiere ser testimonio de esa gratitud».
Por eso el autor de este libro se dedica a ponderar a poetas que hablan desde sus espacios de vida, a bardos que no caben «en ninguno de los movimientos que estudian los académicos, en ninguno de los esquemas que barajan los críticos», a cantores de selvas y desiertos y ríos, de plantas, lugares y animales, de ritos y fiestas y costumbres llenos «de vida y de misterio», que van desde Juan de Castellanos hasta Raúl Gomez Jattin, pasando por José Asunción Silva, Porfirio Barba Jacob, Luis Carlos López, León de Greiff, Aurelio Arturo, Giovanni Quessep, Álvaro Mutis, José Manuel Arango, entre otros.
En una América Latina, donde Colombia no es la excepción sino la regla; en un continente donde sus habitantes, ya independizados en lo político pero no en lo mental, seguían «tratando de recuperar el viejo estilo señorial mediante la discriminación de indios y de esclavos; procurando parecer europeos para que no se nos viera el cobre americano; y, para no parecer españoles, procurando ser franceses e ingleses pero sin rey y sin democracia; soñando en el paraíso pero esquivando la salvaje naturaleza que nos fue dada; aislados del mundo y aislados de nosotros mismos», para Ospina fue la poesía el instrumento esencial para volver sobre nuestros pasos, para advertir quiénes éramos en realidad como latinoamericanos, para descubrir la existencia de un mundo que nos pertenecía en su inconfundible desmesura y en su riqueza prodigiosa.
La poesía, para este ensayista, era una aventura, una experiencia, una reconquista de nuestro ser particular en el mundo siempre asombroso del lenguaje, un lenguaje vivo que nos conmueve y apasiona por igual y que anida, sempiterno, camaleónico, «en la memoria y el corazón de los pueblos». La poesía es, así, un oficio que nos ayuda a conocer mejor el país que somos, la región que llamamos nuestra y que se levanta, palabra por palabra, como nuestra voluntad y nuestro deseo, como nuestra sabiduría y nuestro destino.
De ahí que Por los países de Colombia sea un viaje que nos conduce por geografías maravillosas para encontrar en ellas a criaturas fantásticas y realidades dolorosas, para toparnos una y otra vez con la vida en su cotidiana labor, con la querencia de lo propio sobre la retórica de lo ajeno en versos que son fábula y canto, diario y lamento, gozo y risa, meditación y claridad. Un paisaje americano donde la poesía es uno de los tantos frutos verbales de semejante infierno-paraíso, uno de los tesoros más preciados de nuestra cultura mestiza en su resplandeciente diversidad.
Tres años más tarde, William Ospina publica una obra que hermana lo escrito en Por los países de Colombia con los intereses intelectuales que lo animan como escritor latinoamericano. Este libro, titulado El dibujo secreto de América Latina (Penguin Random House, 2014), hace eco de las vertientes creativas que han llevado a este escritor a defender ciertos elementos, que él juzga imprescindibles, para construir una cultura que sea al mismo tiempo propia y universal. Aquí estamos ante un grupo de ensayos, estudios, conferencias que asumen el proyecto de estimular, desde la literatura, una concepción de nuestro continente no sólo como una región de asombros sino como un espacio privilegiado para la conciencia humana y para la imaginación creadora por su noble mezcla de culturas y lenguas, de vidas nómadas y existencias marginales, dando por resultado una nueva amalgama social y cultural nunca antes vista con tal riqueza y exuberancia. Una amalgama que ha dado las novelas de Gabriel García Márquez y la poesía de Barba Jacob, los cuentos metafísicos de Jorge Luis Borges y las lecciones generosas del filósofo Estanislao Zuleta.
Para nuestro autor, «los latinoamericanos hemos llegado a construir un mosaico cultural rico en matices pero homogéneo, armonioso y lleno de ríos secretos, de ríos profundos. Basta leer la literatura continental, ver las artes plásticas, oír la música del continente, para advertir las muchas afinidades y las preciosas diferencias que forman ese legado latinoamericano». Y es que para Ospina los saberes de las artes y de las ciencias deben ayudarnos a establecer «un diálogo mejor con el mundo», pero sobre todo deben procurarnos «dialogar de un mundo más vivo y más revelador con nosotros mismos».
Y es ahí, en ese intercambio de ideas y sensibilidades, donde estos ensayos hacen énfasis en que América Latina es tanto un pasado rico y abundante como el futuro que viene, un mundo donde «lo universal no está reñido con la defensa de lo local». Por eso este escritor colombiano afirma que todo el pensamiento americanista es una suma de asombros y maravillas: «Esto es lo que quería decir. Que América Latina está en condiciones de decirse a sí misma y de decirle al planeta que la civilización no puede ser una mera estrategia de mercado. Que si fuimos los primeros en derrotar el colonialismo, tenemos que ser los primeros en enfrentar la suicida teoría del crecimiento, impulsada no por las necesidades de la especie sino por la inercia del lucro. Que al crecimiento hay que oponer una teoría del equilibrio; que los pueblos no quieren opulencia sino dignidad, austeridad con riqueza afectiva, menos consumismo y más creación, menos automatismo y más calidez humana, que la felicidad es más barata de lo que pretende la civilización tecnológica; que ante estas bengalas del espectáculo la vida requiere sencillez y arte, sensualidad y alegría, refinamiento de la vida y un sentido generoso de la belleza». Es decir: necesita de la experiencia vital latinoamericana para gozar el mundo y sentirlo nuestro, para criticarlo en sus carencias.
Por eso mismo, Ospina sabe que el «mundo que hemos construido descuida muchas cosas que son esenciales: descuida educar en el afecto, en la responsabilidad y en la solidaridad, descuida la naturaleza y sobrevalora a las mercancías, descuida la tradición y sobrevalora la novedad, descuida el hacer y sobrevalora el consumo, descuida la necesidad y sobrevalora la libertad. Pero no basta defender la libertad, también hay que poner freno al egoísmo». Y para no descuidarlo, Ospina nos recuerda que desde los discursos de Simón Bolívar a la poesía de César Vallejo, desde los tangos de Carlos Gardel a los boleros de Agustín Lara, América Latina es una querencia y una dolencia por igual. Algo que nos une en sus afectos y en sus heridas. Porque es en ese reino lleno de tensiones y perplejidades, de mestizajes y fantasías, de lenguas entrelazadas y culturas entretejidas que se crea el rostro multitudinario de Latinoamérica. Un continente que inventamos día a día con pinturas y novelas, con versos y fotografías, con mitos y relatos de ciencia ficción. Con el único fin de reivindicarlo en sus detalles, de poner sus encontradas realidades a la vista de todo el mundo.
Desde la perspectiva de nuestro autor, el progreso de América Latina no puede pasar por la prosperidad material, ni por la desmemoria de nuestras tradiciones, ni por el empuje engañoso de las ambiciones desmedidas. Ospina lo dice con todas sus letras: «No podemos resignarnos a tener millones y millones de operarios ignorantes, y unos cuantos cerebros electrónicos y unos cuantos gerentes gobernando el ritmo de la especie». Nuestras naciones no pueden aspirar a ser sólo un parque industrial, una maquiladora, una franquicia: «Es verdad que la democracia es nuestro deber histórico; pero no una democracia de políticos ambiciosos y muchedumbres seducidas, no la democracia del doctor Frankenstein y el Hombre Invisible», donde sólo residan «incansables consumidores de mercancías y de información» incapaces de construir una convivencia a escala humana, «responsable y agradecida del mundo».
En unos tiempos tan inhóspitos como los nuestros, nuestro autor expone que es más que necesaria una América Latina que sea casa de todos para todos: hecha con arte y pensamiento crítico, levantada con ciencia y curiosidad, con historia y utopía. Un mundo que siga provocando el asombro y sea raíz de la imaginación creadora, tabla de salvación de las culturas que en él residen, horizonte desafiante en el confín de la palabra. Un dibujo de la condición humana para el orbe entero. Ya no un dibujo secreto sino a la vista de quien quiera tomarlo para sí. Y así convertirlo en un acto solidario con los pueblos que somos, en una labor común desde la diversidad creadora. El deber, como certeramente nos lo señala William Ospina, de asumirnos latinoamericanos frente al futuro que representamos, frente al caos que nos rodea, frente al pasado que vela por nosotros.
Porque si hay una ruta de salvación para el mundo, esta debe ser una que reivindique la sabiduría milenaria de nuestros pueblos, la constante esperanza por ser mejores sin perder de vista nuestros orígenes. Porque si la vida contemporánea se define por los conflictos en marcha, también puede expresarse por el arte y la literatura que hacemos nuestra, por la historia y la cultura que entre todos construimos, por la creación en todas sus formas y manifestaciones. Porque lo latinoamericano es lo universalmente compartido, las ganas de no quedarse con las ganas, el acto mismo de estar siempre en movimiento. Sentir el asombro que nos hermana y cantarlo y bailarlo y pintarlo y escenificarlo y escribirlo. Que todo el mundo sepa que ya estamos aquí, que la fiesta ha empezado. Ospina nos lo reafirma en su libro Donde crece el peligro (2024): estamos en pleno “proceso de reinvención”. La nuestra es una edad para sanar nuestras heridas, para hacer de nuestras cicatrices mapas al futuro, para crear rutas de la imaginación en territorios inéditos. Lo que es nuestro para compartirlo, para trabajarlo entre todos. Que todo es relato, incluso la masacre, el miedo, la injusticia.