El incendio se apagó. ¿Dónde estarán Francisca y Claudia?
La ira arde flamígera en tiempos de justicia, ella lo ha sabido desde siempre y la ha ejercido. Consiguió hacerse un lugar cuando no le tocaba ninguno. Apenas una inteligencia más despierta que la media la salvó de no ser nadie ni nada entre las gentes que la hubiesen aceptado si en lugar de mujer hubiese sido hombre. Lo sabía en lo más hondo, herida por una condena frente a la cual solo la cólera la aliviaba.
Podía ser feliz con ferocidad y dulce con altas dosis de picante, contó con amores y vivió a su manera. Fue aplaudida por el profesorado de las universidades estadounidenses, donde todo se lo aceptaban, a diferencia de su propia gente, presta a la humillación. Insultó públicamente a cuanta blanca que se opuso, así le haya ido igual de mal que a ella en la vida. Nadie impidió que se burlara de las trans, ella y solamente ella era la suma de todas las injusticias. Fustigaba a los hombres que la invitaban a eventos, quienes no se atrevían a contradecirla.
Ay de aquellos, aquellas y aquelles que impugnaron públicamente sus juicios entre los muros de las universidades que tanto la mimaban. También se le daba el ser feliz cuando nada rozaba el abandono, la sangre de su sangre. Luchó, denunció y vivió a su manera. No merecía ser desechada ni dejada atrás.
Entre sus amigas y parejas feministas se justificaba su determinación de no dejarse poner el pie por nadie, su empatía profunda con el destino de a quienes les va peor y la verdad esencial de la injusticia que clama por otra suerte. Acaso aquellas fiestas en las que se celebraba la común creencia en un orden nuevo no significaban un resarcimiento de las tantas celebraciones negadas por ser quien era. Acaso la belleza de la vida no la atravesaba al cantar en su lengua madre, impregnada del temblor de la historia del mundo.
Acaso su familia escogida no significaba el consuelo de tanto rechazo y de tanto esfuerzo inútil porque hiciera lo que hiciera no la iban a aceptar. Ahora sí la querían y la aceptaban, ahora la vida era otra. Sus parejas lidiaban con su oscuridad lo mejor que podían, aunque el aguante no era demasiado porque no son tiempos de lealtades de por vida.
Luego de amores y poliamores llegó del extranjero una mujer de trueno y tango. Le cantó con la certeza de la pasión total, sin que otra ocupase por un instante sus pensamientos dirigidos a la liberación de la existencia. La felicidad, supo, significaba una sostenida emoción capaz de impregnar de novedades el viento de la montaña y el sol filtrado por la ventana polvorienta.
En aquel cuerpo nada faltaba, solo sus manos y su lengua recorriendo el calor de la alegría. Tristezas del destino, Claudia no era tan feliz como ella ni la amaba de igual modo. Los estallidos, explosiones de gritos y de golpes en la mesa en público se multiplicaban en la medida que la intuición señalaba que el amor le era esquivo, esquivo con ella, ahora acompañada por el éxito político y la posibilidad de construir el paraíso.
La novia miraba y se alejaba, miraba y no sabía qué hacer, miraba y se iba lejos, tal vez a su país de origen. Obsesionada, revisaba su móvil y su correo electrónico, para escándalo de sus amigas; una de ellas insistió en lo reprochable de semejante actitud de cara a las ideas que compartían, pero no valía la pena escuchar cuando se piensa y se siente el amor como el sentido radical de la vida.
—El amor romántico es veneno, acuérdate de todo lo que hemos discutido en el colectivo. Veneno puro, mira lo que estás haciendo.
Nunca había sido tan desgraciada como el día en que por fin le dijeron adiós. Intentó por todos los medios, botellas de licor incluidas, consolarse y evitar abrir el correo electrónico de su ex. Hasta que un día no pudo más; abrió el correo y encontró un mensaje.
Maldita.
Ella no era cualquiera, ella era poderosa y única, ella no podía ser abandonada por nadie; ella era en el amor como en la política, sectaria, justiciera e implacable.
El abandono duele, ha dolido siempre porque es el extremo del desprecio, la forma inerte del odio; el abandono muestra la cara siempre hostil de su destino. ¿Acaso ella lo merece? Lo merecía su padre, no ella; él sí era poderoso en las cuatro paredes de aquella vivienda de la montaña; también lo fue en la vivienda sin gracia de su adolescencia en la ciudad.
En cambio, ella nunca ha sido perdonada, jamás, aunque la hayan paseado por universidades estadounidenses, cual heroína de las más arriesgadas formas de resistencia. Sabía lo que tenía que hacer cuando sentía un puño que le apretaba el pecho y unas ganas terribles de hablar sin freno, sabía lo que tenía que hacer pero no lo hizo.
No importa, ha vivido con una intensidad desconocida para los demás, un mundo raro, sin paz ni redención. La culpable es Claudia, no ella.
—Sí, ministro, es grave. Hay que resarcir a la víctima, solo tiene algunos golpes. La casa sufrió daños, pero se puede salvar.
—Se resarcirá, tendrá una indemnización. Francisca sigue en su cargo en la Dirección de Educación. Imagínate cómo se van a aprovechar nuestros enemigos de este desastre, ella es muy conocida.
Me despido del ministro. Miro las llamadas perdidas de Claudia y oigo su mensaje, su llanto y desesperación. No respondo.
La causa es lo primero.
