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«Bolsa de reciclaje», un adelanto de «Solo para insomnes» de Rocío Uchofen.

Aquel invierno me había quedado sin trabajo. Anduve de sitio en sitio y hasta dormí bajo uno de los puentes de la isla hasta que un conocido me recomendó a la doña, quien ofertaba la mitad de un cuarto. En realidad, fui sin mucha esperanza, andaba de malas, no podía ni siquiera pagar lo que pedían, pero creo que le caí bien. La doña era parca, me preguntó algunas cosas sobre mí, mi familia, mi país y que por qué andaba tan mal, sin trabajo ni perro que me ladrara. Le contesté lo que casi siempre le contesto a todos: soy decente, huérfano, crucé la frontera en la década de 1990, tengo mala suerte con los trabajos, soy soltero y a mucha honra.
—En esta casa ya hay dos que se llaman Juan. Has llegado tarde, así que te llamaremos Perú. Espero que no te moleste.
No era la primera vez que me llamaban por mi país. Le dije que no tenía problemas, pero se me salió decirle que en una pensión en la que viví me llamaban «Perucho». Grave error.
La doña se aguantó la risa y me quedó mirando. Al poco rato ya me había ofrecido que la ayudara diariamente a recoger los reciclables. Me pareció una idea algo infantil. No era ajeno a los recolectores de botellas de plástico: una asiática hacía lo mismo cerca del edificio donde vivía antes, pero ella quizá necesitaba algo extra, ya que los hijos trabajaban y ella no mantenía al hogar con unos cuantos centavos. La doña parecía muy segura de lo que me ofrecía. La observé con incredulidad, sus manos gruesas que trataban de unir los extremos de un suéter que alguna vez poseyeron botones, su cara cobriza de ángulos fuertes donde leves arrugas cortaban sobre todo en la frente y en las comisuras de los labios. Necesitaba un sitio donde dormir, solo para pernoctar y pensar en mi futuro, en que si convenía quedarme a pasar hambre solo o regresaba a mi país a pasar lo mismo con los míos. Acepté inmediatamente. El espacio era la mitad de un dormitorio dividido con triplay pintado. Lo iba a compartir con Gaspar, el hijo mayor de la doña, un muchachón de contextura gruesa que trabajaba para un jardinero. Tal vez por el cansancio no tenía muchas ganas de hablar porque me señaló mi sitio con un gruñido y se acostó para empezar a roncar a los pocos segundos. Me dieron un camastro plegable que me aguijoneaba el costado, pero era mucho mejor que los otros lugares donde había estado viviendo últimamente. El único baño de la casa se compartía bajo un orden estricto; me dieron el número siete, el último de la fila.
A la mañana siguiente, me despertó el aroma hogareño del café y tostadas. Cuando salí del cuarto, vi a todos sentados en bancos alrededor de una mesa cuadrada abarrotada de tazas y pequeñas bandejas. La doña se acercó: taza de café, un dólar; tres tostadas con mantequilla, dos dólares. Me miró con una seriedad imperturbable. Me llevé las manos a la chaqueta y palpé un agujero de mucho tiempo atrás. Les hice una venia, mientras les decía que estaba sin dinero y esta vez pasaba, pero ella, imperturbable, me detuvo con el brazo.
—Sírvete y me lo pagas luego de recoger las botellas. Si tomas el café y las tostadas, son cuarenta botellas las que me debes.
Tuve nuevamente la sensación de estar dentro de una broma. Los ojos agudos de la mujer y el aroma que salía de la taza que me daba me callaron los pensamientos. En la mesa todos bromeaban o algo así. No entendía de qué hablaban realmente. En cierto momento pensé que era el punto de tanto comentario gracioso, pero no suelo molestarme por tonterías como esa y, además, necesitaba caer bien. Comí con hambre y en silencio, en tanto que los demás hacían la sobremesa y, entre palabras de doble sentido, se gastaban bromas acerca de mujeres y situaciones en el trabajo. Felipe y Juan, hijos de la doña, trabajaban para un constructor. El otro se llamaba Severino y cocinaba en un restaurante. Al terminar el desayuno, todos salieron a trabajar. Me quedé solo con la doña, y para no ser un desagradecido, la ayudé a recoger la mesa, pero me dijo que no necesitaba hacerlo, que era parte de la tarifa. Me mandó a alistarme porque íbamos a salir en veinte minutos, y no le entendí, pues no tenía más ropa que la que llevaba puesta ni instrumentos ni sabía cómo se alistaba uno para recoger botellas en invierno. Me quedé allí, con las manos en la chaqueta, sin saber qué hacer, hasta que terminó de lavar el servicio y se dio cuenta de mi presencia. Entonces, sin dejar de mirarme, se acercó hacia una puerta a mi lado, que parecía que guardaba escobas, y sacó una bolsa de plástico que me tiró casi a la cara. Adentro había un par de guantes sucios, pero gruesos, y una gorra azul que olía a guardado. Me los puse y me quedaban bien. La doña me señaló el sitio en el que se hallaban dos cajas de metal con ruedas —carritos de los que se usan para llevar las compras del mercado o la ropa de la lavandería—, pero en muy mal estado, y me alcanzó bolsas de plástico transparente para meter en cada uno y cuerdas para que no se salgan de su sitio. Después de acabar, la vi ceñida en una chaqueta raída y negra, con un gorro similar al mío y guantes de lana gruesa. Vestida así parecía un hombre rechoncho. Salimos de la casa con el ruido de las ruedas contra el piso. El día estaba muy frío, pero soleado. Caminamos por nuestra calle. Las ramas de los árboles habían hecho de la vereda un camino ondulante, no había mucha gente caminando a esa hora, salvo personas con perros o ancianos rumbo a la tienda. Media hora después legamos a nuestro destino. A mí me dolían los pies porque hacía mucho tiempo que no caminaba tanto. La doña me dijo manos a la obra, tú en la vereda de enfrente, yo en esta. Miré con asombro. La calle en la que nos encontrábamos ostentaba casas inmensas de ladrillo color arena y jardines amplios. La doña sabía cuándo era el día del reciclaje porque todas las casas tenían bolsas azules o transparentes llenas de botellas o latas. La de plástico iban en el carrito; las latas, en una bolsa que estaba colgada al costado. Si había botellas de vidrio, que no eran muchas, también nos las llevábamos. Al terminar esa calle, nuestros carritos ya estaban algo pesados. No las había contado una a una, pero calculaba más de cien botellas en la bolsa más grande. Seguí a la doña que con soltura se dirigía a la siguiente calle y noté con sorpresa que tocaba un timbre. Me acerqué para detenerme exactamente detrás de ella en caso de que algo sucediera, esperamos un buen rato y no quise decirle nada; ella tampoco me explicó por qué esperábamos frente a esa casa. De pronto, unos sonidos me llamaron la atención y la puerta se abrió. Primero salió un perro pequeño de color marrón claro y auscultó a la doña que permanecía imperturbable. Luego una voz melodiosa dijo algo en inglés que no entendí. Era una mujer joven y hermosa, de ojos verdes y tez muy blanca, sus cabellos dorados ondeaban sobre sus hombros, su boca pálida empezó a hablar, y noté cómo la doña le sonreía mientras asentía con la cabeza. Hablaron un buen rato, ambas mirando a los lados, como si hubiese alguien espiando, haciendo como si yo no existiera. La bonita hablaba mucho y muy bajito, la doña solo asentía. De pronto, la chica quedó callada y le dio algo que parecía un papel cuadrado o un sobre que la doña guardó con rapidez en algún bolsillo que tal vez llevaba en el pecho. La bonita me distrajo con una sonrisa silenciosa, sus labios perfectos, sus dientes blancos… hasta que la cara angulosa de la doña se interpuso y sentí que regresaba a la realidad, mientras ella me hacía una seña para que jalara algo. Después comprendí que era una bolsa inmensa llena de botellas y latas. Al pasar al lado de aquella belleza, pude aspirar el aroma envolvente de su perfume. Apenas saqué el bulto, ella se despidió de la doña, llamó al perro y cerró la puerta. La doña empezó a avanzar con su carrito que hacía el ruido de cien botellas chocando entre sí.
—Ya cierra la boca, perucho. ¿Nunca has visto una mujer bonita? Habrase visto tan pendejo…
La doña siguió caminando, mientras su carrito sonaba estrepitosamente por la calle. Recogimos muchas botellas esa tarde. Ambos llegamos al reciclaje de un supermercado e hicimos cola. Las botellas plásticas hacían un ruido extraño al pasar por el orificio que las absorbía y me daba escalofríos pensar en lo que significaba ese ruido. Cambiamos los tickets del reciclaje por alimentos. Hicimos una parada extra en otro centro de reciclaje donde cambiamos todo lo que no pudimos en el anterior. Por último, regresamos a casa con los carritos llenos de lo que habíamos comprado en el supermercado. La doña me dijo que me había ganado la cena.
Días después conseguí trabajo en un car wash. No se ganaba mucho, pero al menos mi situación mejoró. Ya le podía pagar a la doña por el medio cuarto y la pensión; la vida en la casa era tranquila. A veces uno de los muchachos sacaba una guitarra, y cantaban corridos y otro tipo música. Yo era el único sudamericano en esa casa, pero aceptaba sin rechistar los gustos y formas de los demás. Extrañaba mi cebiche de conchas negras, pero no me molestaba comer pozole o tamales que a veces sabían a los de mi tierra.
Una tarde, mientras secaba el parabrisas de una camioneta, vi a la bonita bajarse de un convertible negro. El piloto era un hombre blanco, que se puso a fumar puros con el dueño del local. Seguramente me quedé contemplando la belleza de la mujer porque uno de mis compañeros me dio un codazo.
—Ese man es mafioso, carnal, no le mires a la mujer que se va a dar cuenta.
Ella quizá ni me habría reconocido. Lavamos el convertible. A mí me tocó limpiar el interior: el aroma era una mezcla del perfume de la bonita y de cigarro. Había algo en ese auto que me hacía sentir insignificante. Con mi franela limpié el cuero de los asientos. Eso me llenó de cierta tristeza, y mucho más cuando dejé reluciente el parabrisas y me vi reflejado en los vidrios polarizados. Durante la cena, le comenté a la doña acerca de la bonita, y ella, sin dejar de comer, me miró a los ojos sin decir nada. Uno de los que estaban sentados a la mesa murmuró algo que no entendí, causándole risa a todos menos a ella. Cuando acabamos de comer, cada uno se retiró en silencio y me quedé sentado esperando tal vez una explicación.
—Perucho, en esta vida tienes que aprender a ser más discreto.
Del car wash pasé a trabajar en la construcción, junto a Felipe y Juan. Mi trabajo consistía en pintar casas ya hechas. El trabajo era agotador, pero me entretenía y me pagaban bien. Ya podía buscar otro lugar donde vivir mejor, pero le había cogido cariño a la pensión de la doña, y no se me hacía justo abandonarlos cuando era gracias a ellos que ya tenía un trabajo estable. Vivíamos en armonía; la doña administraba todo, mantenía la casa limpia y no abandonaba su gusto por salir con su carrito de reciclaje.
El periódico siempre lo traía Gaspar, quien también compraba boletos de lotería para su madre. Yo, que apenas balbuceaba inglés, no le tomé mucha atención a la lectura hasta el día que vi la foto de la bonita en primera página del diario. La palabra «murder» la aprendí así, viendo la cara angelical de aquella beldad junto a la foto de unos restos carcomidos por el fuego. Recuerdo que la doña vio la foto y empalideció.
—Ha sido ese pinche…
—¡Cállate, Gaspar!
Los otros muchachos en la mesa no dijeron mucho. El ambiente se tornó extraño. Uno a uno, se fueron retirando, mientras le daban las gracias a la doña por la comida. Gaspar también se fue y su periódico quedó abierto sobre la mesa. La cara de la bonita parecía la de un ángel; la foto tanto del auto y el cuerpo chamuscados, un infierno.
—Perucho, ¿trabajas el domingo? Quiero que me acompañes a un sitio.
—Por supuesto, doña…
Salimos temprano. Tomamos un bus que nos llevó hasta el ferry de Staten Island. Llegamos a Manhattan y caminamos un poco hasta tomar un tren subterráneo en el que viajamos por casi una hora. Subimos en una estación grande y concurrida. Avanzamos por una calle llena de edificios y bulla de autos. Entramos en un local que parecía un hospital escondido porque vi salir mujeres vestidas como enfermeras o algo parecido. Sin embargo, al ingresar, había un gran salón que parecía parte de una casa elegante. La doña saludó a alguien que estaba en un escritorio vacío y seguimos por un pasadizo donde nuestras pisadas hacían eco. Por fin ingresamos por una de las puertas. En el interior había una cama cubierta con una frazada rosada y un sillón de color azul. Una anciana vestida elegantemente estaba sentada allí y se alegró al verla. La cara de la anciana era la misma de la bonita, pero muy avejentada. Me sentí muy confundido. La doña y ella se saludaron como si se conocieran desde mucho tiempo atrás. Me quedé al lado de la puerta sin saber qué hacer. La anciana hablaba inglés con la misma cadencia que la bonita. Mi vista pasó por su cuarto. De pronto se posó en la mesa de noche: un retrato mostraba a la bonita en todo su esplendor: el cabello rubio al viento, la sonrisa como la recordaba, el cuerpo como si se fuera a salir de la foto. Salí del embeleso justo a tiempo para observar cómo la doña le dejaba a la anciana un papel o sobre cuadrado, parecido al que vi en la casa de la joven… De regreso, no hablamos mucho. Tenía preguntas que me bullían en el cerebro, pero prefería contestarlas yo mismo. La doña viajaba ensimismada.
Llegamos a la casa. La bulla se escurría tras la puerta. Los hijos de la doña habían asado un puerco cuyo aroma me estremeció el estómago y el sonido de la banda que salía de los parlantes le daba otro ambiente al comedor. Me enteré que era cumpleaños de Gaspar; llegaron unas sobrinas de la doña, llevaron pastel y también hubo botellas de cerveza. Bailamos y tomamos. Al anochecer, me quedé con la doña ordenando los restos de la fiesta. Limpiábamos en silencio, hasta que su voz rompió mis pensamientos.
—Llegué a este país huyendo de mi marido. Mis hijos eran pequeños, cruzamos la frontera, y luego de andar por aquí y por allá, llegamos a esta isla. Mrs. Hynes me dio mi primer trabajo, ella estaba casada con un hombre importante que casi nunca paraba en casa. Yo dejaba a mis hijos en la escuela y me iba a cuidar a los hijos de ella. Todos eran niños muy educados. Uno de ellos ahora es un abogado, otro es médico y vive en Boston, otro es tu jefe en el negocio de la construcción. La más pequeña era mi Jenna. Yo la crie casi desde que nació. Era como mi niña, hermosa y suave. A todos los quiero como a mis hijos, pero con ella estaba mi corazón. Me pagaban bien, trabajé con ellos muchos años. El marido de Mrs. Hynes se metió en la política y yo ya no pude trabajar en su casa porque no tenía papeles; hubiera sido un escándalo. Jenna ya era casi una señorita, le chocó mi partida, y eso que yo siempre me escapaba para verla y aconsejarla y… Cierto día mi Jenna conoció a ese hombre… Lo demás te lo puedes imaginar.
—Era muy bonita…
—Es, perucho. ¿Quién te ha dicho que se ha muerto?
Seguimos ordenando el lugar, los descartables en una bolsa negra, las botellas de cerveza en una transparente. Terminamos de ordenarlo todo y apagamos la luz. Me dirigí a mi media pieza. A lo lejos escuché la voz de la doña que casi se diluía en el aire.
—Yo crie a Jenna, Perucho. Yo, quien dejó a su marido borracho en la calle y huyó mientras se incendiaba el cuarto. Por años a mí y a mis hijos nos hizo misas…
Entré en la oscuridad y palpé mi cama plegable. Me tiré con la ropa puesta. Me quedé dormido tratando de recordar si la doña había tomado algo durante la fiesta.

 

 

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