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La fuga de los quinquis

La historia de un crimen es la crónica de la sociedad donde sucede. En esta serie que hoy comienzo, voy a contar algunos de los casos más espectaculares de la crónica negra barcelonesa, una ciudad que para el lector actual puede parecer un belén donde apenas pasa nada, imagen cuya historia contradice como se demuestra con la fuga de la Cárcel Modelo del 78.

     Como se afirma en El blog de Absenta, aquella fuga, sucedida el 2 de junio, alarmó a todos sus habitantes. Aquel día, varios testigos vieron salir a siete tipos a la carrera por el hueco de una alcantarilla tras levantar la tapa. Se encontraban en medio de la calzada frente a la cárcel. Aquello recorrió los noticiarios de toda Europa. Fue la actuación estrella de los quinquis, jóvenes de extracción humilde organizados en pequeños grupos que robaban bancos y automóviles en los primeros años de la Transición española.

     Tras sus primeras tropelías, muchos habían acabado en la cárcel. Y el día señalado, cuarenta y cinco de aquellos presos accedieron a las cloacas de la ciudad a través de un túnel. Media hora después salían a la superficie. Para sorpresa del guardia civil que los vio apostado dentro de la garita de la fachada principal, delante mismo de la alcantarilla. Para sorpresa de aquel conductor que avanzaba veloz y tuvo que frenar bruscamente para no llevárselos por delante. Al conductor lo sacaron del auto. Ante sus quejas, le propinaron un corte en la mano con la ayuda de un cuchillo, un pincho que se habían llevado de la cárcel. Después se subieron en el vehículo, dándose a la fuga. El guardia civil quedó de una pieza, paralizado, como una estatua de sal. Fue incapaz de disparar. Diez minutos antes, otros tres fugados habían levantado la primera tapa, hartos de las ratas y del hedor de unas cloacas en muy mal estado. También robaron un coche. Unos cuantos se apoderaron de una ambulancia. Otros huyeron a pie. Hasta hubo un preso que se montó en taxi. Se dirigió, a buen paso, hasta la parada, y, con toda la parsimonia que podía soportar la situación, obligó al chófer a que iniciara una carrera forzosa hacia su libertad.

      Aquel baile de tapas de alcantarilla saltando como tapones de champán entre el tráfico de la ciudad se produjo después de dos hechos determinantes: la Ley de Amnistía de octubre de 1977, y la subsiguiente Reforma Penitenciaria. La primera había sacado de la cárcel a buena parte de los presos políticos. La segunda pretendía mejorar la situación de los que se habían quedado dentro.

     Aquella tarde del 2 de junio de 1978, todavía quedaban presos políticos en las celdas de la Modelo. Estaban los anarquistas del caso Scala, un suceso plagado de sombras, como documenta Jesús Sánchez Tenedor, y Els Joglars, aunque Albert Boadella se había escapado. Pero la mayoría de los reclusos eran presos comunes o sociales, como se les llamaba. Tras salir los políticos, se quedaron con las ganas. Y decidieron que tenían que organizarse ellos también. Fundaron la COPEL, la Coordinadora de Presos Españoles en Lucha, en la Modelo liderada por Antonio Simón Blanco, un tipo que se vestía de traje y corbata para atracar bancos. Y también crearon la GAPEL (Grupos Autónomos de Apoyo a Presos en Lucha), que en marzo de 1978 reivindicó el asesinato de Jesús Haddad, el director de Instituciones Penitenciarias, que debía impulsar la reforma en las cárceles, aunque no está claro.

     Pese a la muerte de Haddad, el gobierno prometió seguir con la reforma. Pero a la Modelo lo que llegó no fue la democracia, sino Marino Camacho Panadero, un funcionario duro, un tipo que incluía la tortura: golpes, palizas y celdas de aislamiento, en su particular aplicación de aquella reforma. Ese fue el detonante. Al día de su llegada, los de la COPEL iniciaron las excavaciones del túnel, el pasaporte que los llevaría a las alcantarillas. El plan incluía volver a la Cárcel Modelo meses después para matar al director.

     Dieguito el Malo y José Antúnez Becerra, el Ingeniero, máximos artífices del plan de fuga, habían encontrado la forma de trazar un cauce que llevara a los sótanos de la prisión. Se trataba del hueco de un antiguo ascensor, un montacargas que nadie usaba, desconocido para todos los funcionarios. Antúnez simuló una enfermedad. Alegó epilepsia. Fingió tener un ataque para que hubiera que ingresarlo en la enfermería. Desde allí, empezó a dirigir la excavación. Pero hacían falta más brazos, y mayor libertad de movimientos. Y los presos se organizaron para protestar. La COPEL montó una orgía de sangre en el patio de la Modelo. De aquelarre lo calificaron los presentes. Doscientos presos se cortaron las venas con cristales mientras entonaban el Bella Ciao. Algunos se desmayaban. Otros mostraban sus brazos sajados. Y la sangre corría de las arterias de los presos a las blancas paredes del patio, tiznadas de rojo por imaginarias brochas de reivindicación. De ahí al suelo, empapado de humores, filtrándose hacia los sótanos de la prisión, en dirección a las alcantarillas, indicando la ruta que debía tomar la huida.

     El motín avino al director a parlamentar. En las negociaciones, el líder de la COPEL, Simón Blanco, ofreció entregar “los pinchos”, los cuchillos y otros objetos punzantes construidos artesanalmente, que los presos utilizaban en sus peleas. A cambio, logró la libre movilidad por la cárcel para todos.

     Con aquello, se inició el plan de la fuga. De 9 a 10:30 y de 16 a 20 horas, cincuenta reclusos, organizados en pequeños grupos, de cinco en cinco, se turnaron para excavar el túnel, al tiempo que uno vigilaba. Usaban herramientas hechas por ellos mismos, o cucharas y platos del comedor. Alcanzaron el primer muro de seguridad, después el segundo. Tuvieron que improvisar luz para poder seguir cavando a oscuras. Primero, con lámparas de aceite. Más adelante, Antúnez se las ingenió para robar electricidad del calentador de la prisión a través de un cable. Montó luz eléctrica e instaló ventiladores para hacer más llevadero el trabajo, mientras la música sonaba a todo volumen en la enfermería, para acallar el ruido, y se organizaban motines diarios para distraer a los carceleros. En quince jornadas terminaron el túnel. Dieciséis metros hasta el colector general, en el seno de la red de alcantarillas de la capital catalana. Hasta había dado tiempo de hacer otro conducto, que comunicaba la tercera galería con el dispensario.

      A las 4 de la tarde, aquel 2 de junio, se inició la fuga. En grupos de cinco, los presos se dirigieron a la enfermería. Pero algo tuvo que sospechar el funcionario que supervisaba aquellas dependencias: Vicente Gómez Terdón, porque cerró la puerta con llave cuando ya se habían reunido allí cuarenta y cinco reclusos.

      Hay quien dice que eran seiscientos los implicados, todos los miembros de la COPEL, y el cierre del dispensario impidió que muchos compinches pudieran reunirse. Eso conllevó un importante enfado, que rozó el linchamiento, y una frase que más tarde se haría famosa, la que dedicaron los presos al carcelero:

     —Usted está cumpliendo con su obligación y nosotros con la nuestra. Acompáñenos o es hombre muerto. —Y este los siguió a la fuerza, en su periplo por los sótanos de la prisión.

     En las catacumbas de la Modelo, los evadidos se organizarían por calles, las de las distintas alcantarillas. Juan Manuel López Peláez, el Rubi, otro de los líderes de la fuga, fue quien dirigió la distribución, y repartió dinero entre los que no tenían.

      Lo que sucedió a partir de ese momento parece sacado del guion de Perros callejeros. Julián Ugal Cuenca, uno de los fugados, hermanastro del Vaquilla, formó una banda junto a Ramón García Montoya, el Abuelo, Dieguito el Malo y José Antúnez. Realizaron veinticinco atracos en un mes. Según Diego, lo hacían por la GAPEL. Ugal Cuenca y el Abuelo morirían en sendos enfrentamientos con la policía. Dieguito a punto estuvo de correr suerte idéntica tras un tiroteo. Pero sobrevivió. Aún reharía su vida, se casaría con la hermana de otro recluso y tendría dos hijos. Antes volvió a la cárcel, donde ya estaba Antúnez. Para entonces, la heroína había empezado a causar estragos en todos los presidios, y en los barrios conflictivos. El día que se celebró el juicio por la fuga, en 1994, dieciséis años después, quedaban con vida veinticinco fugitivos tan solo. Pero en aquellos días de 1978, ese grupo de delincuentes tuvo en vilo a la opinión pública de Barcelona.

 

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