
Si se sube por la carretera que une al desértico valle de Mexicali con las ciudades costeras de Tijuana y Ensenada, en la península de Baja California, uno ha de enfrentar un sistema montañoso denominado la Rumorosa que, a diferencia de otras sierras, está formado por enormes rocas que se enciman una sobre otras, y cuya esquelética majestuosidad ha hecho que poetas como Carlos Pellicer («Es la destrucción incrustada en oro») o Elsa Cross (Piedras como faros,/ terraplenes,/ nimbos./ Eco dando tumbos/ hasta el fondo de la cañada./ Silencio total.) le hayan cantado con versos de épica belleza. Para los antiguos californios -yumamos, sandieguinos, pai pai, cochimies y kimiai-, la Rumorosa era el asiento de las deidades que presidían sus vidas, el alto refugio donde el ladino coyote y las niñas traviesas de la constelación de la Pléyade se hacían trampas entre sí. Para los más sabios entre ellos, los chamanes, los curanderos y los maestros pintores, la Rumorosa era sólo el preámbulo, la puerta de entrada hacia el sitio sagrado de mayor poder que existía en todo su entorno conocido. Porque era un secreto a voces que el cerro del Cuchumá, en la zona montañosa de lo que hoy es la ciudad de Tecate y que en la actualidad se encuentra dividido por la línea fronteriza entre México y Estados Unidos, presidía, con sus arcanos poderes y conjuros, sus vidas y sus muertos, los ritos de pasos de sus vidas cotidianas.
Un historiador contemporáneo, Jorge Ramírez López, ha señalado que «Tecate aparece en la lista de las rancherías indígenas comprendidas dentro de la misión de San Diego. El lugar fue habitado por los K’miai y por los pai pai. La montaña más prominente de sus alrededores es el Cuchumá, que significa guerrero viejo, y en las peñas graníticas del contorno se encuentran pinturas rupestres y restos de utensilios que nos hablan de su pasado prehispánico». Y luego Ramírez López agrega: «El valle de Tecate constituye la cuenca del río del mismo nombre; sus tierras sirven para toda clase de cultivos y se encuentran cubiertas de viñedos y olivares; su clima es templado y en invierno es frío, en ocasiones llega a nevar por su cercanía con la sierra de Juárez… El aire es seco, puro y el cielo aparece despejado casi todo el año, con excepción de algunos días nublados en invierno. Todo el valle y las cañadas aledañas están pobladas de centenarios y robustos encinos, los que alimentaban generosamente con sus abundantes bellotas a los pobladores aborígenes.»
La profusión de asentamientos indígenas -en los alrededores de Tecate hubo, al menos, media docena de rancherías semiestables- se dió no sólo por el clima propicio o por la abundancia de agua y de bellotas, sino también por esa montaña enigmática, imantada, que era, desde tiempo inmemoriales, un sitio ceremonial de primer orden para todos los grupos indígenas de la región e incluso para aquellos más lejanos, que peregrinaban hasta el Cuchumá en busca de soluciones a sus problemas humanos o para verificar que continuaban bajo la protección de sus dioses tutelares. Pero el que los K’miai o los cochimíes supieran que esa formación rocosa era el punto central de sus existencias, el vínculo primordial con las fuerzas desatadas de su universo cosmológico, no tuvo importancia para los nuevos habitantes mexicanos y norteamericanos que se asentaron allí durante el transcurso del siglo XIX y que fundaron una colonia rural que hacia 1892 tomó el nombre oficial de Tecate. Como estos colonos no buscaban ninguna sabiduría ancestral sino la ganancia neta y el dinero contante y sonante, establecieron el poblado en una zona baja, de espaldas, se diría, al Cuchumá.
Para principios del siglo XX, con la construcción del ferrocarril San Diego-Arizona que pasaba por esta zona y más tarde con la creación de una industria cervecera de fama internacional, Tecate se fue volviendo una pequeña ciudad de obreros y comerciantes que veían a la naturaleza circundante únicamente como materia de explotación y fuente de riquezas personales. Un pueblo tranquilo y somnoliento, ajeno a los poderes milenarios que pendían sobre sus habitantes; poderes que, de alguna manera misteriosa, se mantenían vivos más allá de la indiferencia de los recién llegados, aguardando que alguien se percatara de ellos, que alguien hallara el camino hacia las alturas insondables y lo diera a conocer al mundo. De esta tarea prometeica se harían cargo dos estudiosos de la tradición religiosa del lejano oriente, dos iluminados por una misma visión. En los años anteriores a la Segunda Guerra Mundial, en Europa y los Estados Unidos hubo un aumento del interés por conocer los secretos espirituales de oriente. Después de la primera oleada de orientalismo a fines del siglo XIX, en la que participaron desde Rudyard Kipling hasta madame Blavatsky, los años veinte y treinta del siglo XX fueron testigos de una oleada aún más entusiasta. De ahí que un gran número de occidentales se dirigieran, guiados por intereses muy particulares que iban desde la salvación personal hasta el amor universal, se dirigieran en tropel al continente indio. Querían descubrir por ellos mismos la sabiduría oculta que predicaban santones e iluminados, místicos y monjes tibetanos, a lo largo y ancho de esa zona del mundo había sido el lugar de nacimiento de varias de las más importantes religiones de la humanidad.
Hacia principios de los años treinta, un académico estadounidense que había ganado prestigio internacional en el estudio de las religiones orientales, especialmente del budismo, y una aristócrata rusa en el exilio, quien trabajaba como estrella del cine, indio, vivían allí sin conocerse, pero compartiendo, por igual, una búsqueda espiritual que acabaría por unirlos en otro continente y bajo la sombra de otros dioses igualmente poderosos e inescrutables. El académico se llamaba Walter Yeeling Evans-Wentz. Nacido en 1878 en Trenton, Nueva Jersey, Evans-Wentz vivió su niñez y adolescencia en la Mesa, California, entonces villorío al este del puerto de San Diego. Para 1907, el mismo año en que se inició la construcción del ferrocarril que pasaría por Tecate, este hombre recibía su maestría en antropología por la Universidad de Stanford. En 1910 se encontraba en la Universidad de Oxford y luego se dedicó a la exploración arqueológico-antropológica en las islas británicas e Irlanda. Hacia 1911 recibió el grado de doctorado por la Universidad de Rennes y publicó su primer libro The Fairy Faith in Celtic Countries (La fé en las hadas en los pueblos celtas). Sus investigaciones antropológicas las continuó en Egipto, donde estudió los ritos funerales de los antiguos habitantes de la cuenca del Nilo.
En 1917, Walter Yeeling inició un viaje que lo llevaría, en el curso de los cinco años siguientes, a Ceilán, la India y el Tibet. Al mismo tiempo, se consagró al estudio del budismo tibetano de una forma tan exhaustiva y profunda que para los años veinte se había vuelto una autoridad mundial sobre esta religión. Este reconocimiento provino, esencialmente, de haber dado a conocer en occidente, en ediciones críticas debidamente traducidas, las obras fundamentales del budismo tibetano, como El libro tibetano de los muertos, Yoga tibetano y sus doctrinas secretas y El libro tibetano de la gran liberación. Gracias a estas contribuciones al estudio de las religiones, la Universidad de Oxford le concedió el doctorado en ciencia en religión comparada en 1931. Los siguientes diez años, Evans-Wentz los pasó en la India, ya no sólo estudiando el budismo, sino imbuido en esta religión que había acabado siendo la suya. Viviendo en Almora, en la provincia de Kumaon, en un ashram de la colina de Fasan Devi. Esos años, mientras el mundo se convulsionaba con los conflictos provocados por el ascenso del totalitarismo fascista y soviético, fueron para nuestro estudioso la época del recogimiento espiritual, una paz que sería violentamente cuestionada cuando la Segunda Guerra Mundial estalló por todas partes, y oriente y occidente, a pesar de sus diferencias conceptuales y religiosas, se vieron enfrentados a la misma destrucción, al caos cíclico. Esto provocó el regreso de Walter Yeeling a los Estados Unidos, al hogar de su infancia, en el condado de San Diego, en California.
Para el doctor Evans-Wentz, su regreso a los Estados Unidos era algo temporal. Instalado primero en San Diego, pronto se trasladó a un rancho enorme (con más de 5,000 acres de terreno), situado junto a la frontera con México y que abarcaba, dentro de él, al Cuchumá (que en los mapas estadounidenses aparecía como Mount Tecate). En este rancho, que era una herencia familiar, Evans-Wentz se instaló pensando en que en cuanto se terminaran las turbulencias de la Segunda Guerra Mundial regresaría al Tibet. Pero las convulsiones políticas que siguieron al conflicto armado en el continente indio y su propia salud en deterioro, le impidieron cumplir tales anhelos. Hacia mediados de los años cincuenta, nuestro académico continuaba sumamente interesado en el budismo tibetano, pero al mismo tiempo había comenzado a interesarse en las tradiciones y creencias de los indios americanos. En gran medida este interés provino de su contacto con los grupos indígenas sobrevivientes que habitaban todavía las tierras que eran de su propiedad y de la lectura del libro The Man Who Killed The Deer (El hombre que mató al venado) de Frank Waters. Su relación epistolar con esta investigador de los ritos y costumbres religiosos de los indios pueblo y navajo lo llevó a escribirle que «su obra le había mostrado, como ninguna otra, el significado profundo de la visión del mundo que tienen los indios americanos, de una manera única y con un interés sobre el carácter esotérico de esta visión». Más tarde, hallaría similitudes y paralelismos entre las religiones orientales y los fundamentos religiosos de los indios de América del Norte.
Estas coincidencias llevaron a Evans-Wentz a escudriñar en la historia y religión de los grupos indígenas cercanos a Tecate y a prestar atención a lo que era un hecho que de tan obvio pasaba inadvertido: el carácter sagrado de la montaña del Cuchumá. De ahí que junto con George W. Bass, un agregado militar del ejército británico en la India y amigo suyo por décadas, empezara a explorarla, es decir, a develar sus secretos. En uno de esos recorridos, el propio Frank Waters los acompañó y años más tarde recordó aquel viaje vívidamente: «Por aquellos tiempos, el doctor Evans-Wentz arregló una subida al Cuchumá para el señor Bass y su esposa, para Eddie, su sobrino, quien era un físico, y para mi. La montaña, cubierta de chaparrales, se alzaba sobre el pueblo mexicano de Tecate. Una estación para vigilancia de incendios forestales había sido construida en su cúspide y el camino estaba abierto para nosotros. Por varias horas vagamos sobre las cimas, buscando formaciones rocosas inusuales… Entonces ofrecimos plegarias dedicadas a este alto lugar exaltado por el bien de toda la humanidad en los siglos por venir». En esa exploración hallaron artefactos que confirmaban que el Cuchumá había sido, hasta fechas muy recientes, asiento de ceremonias religiosas y de rituales con uso del fuego. Los indígenas californios, a espaldas del hombre blanco, seguían cumpliendo con sus obligaciones milenarias. El entusiasmo que le despertó el descubrimiento de los poderes que moraban en el Cuchumá, llevó al doctor Evans-Wentz a escribir un libro sobre esta montaña sagrada. Comenzó a buscar información de todo tipo sobre ella, ya fueron datos geológicos, antropológicos, históricos y mitológicos. Ese fue el trabajo que ocupó los últimos años de su vida. El libro resultante, cuyo objetivo principal era demostrar que el significado y características de las montañas sagradas ha sido comprendido de una misma manera en todas partes del mundo, no logró publicarse en vida del autor. Sólo en 1981 y bajo el sello de la editorial de la Universidad de Ohio, vio a la luz, Cuchama and Sacred Mountains (Cuchumá y las montañas sagradas). En su publicación intervino, de manera decisiva, el propio Frank Waters. Con ello cumplía una deuda de honor con el amigo y maestro que le había enseñado a dialogar con el alto espíritu de las montañas y había tendido un puente de conocimientos entre oriente y occidente.
Pero el entusiasmo del doctor Evans-Wentz sobreviviría a su propia muerte, ocurrida en 1965, y no sólo en forma de un libro. Su descubrimiento de la mitología inherente al Cuchumá y demás montañas sagradas del mundo hizo que el entonces pequeño poblado de Tecate, en la mera frontera de California y Baja California, se volviera un centro de atracción mundial y llevara a un mayor interés académico por las montañas como sitios de peregrinación y culto indígena. Evans-Weinz gustaba de citar las palabras del lama Anagarika Govinda, quien afirmaba que «para ver la grandeza de una montaña de esta especie hay que contemplarla como si fuera un ser humano. Las montañas crecen y decaen, respiran y pulsan. Ellas atraen y colectan energías invisibles: las del aire, el agua, el magnetismo y la electricidad. Ellas crean vientos, nubes, tormentas, cataratas y ríos. Ellas mantienen con vida a innumerables seres vivos. Pero lo que las hace tan especiales es su carácter y posición en el mundo, son señales terrestres del universo infinito. Cuando las observamos nos es posible percibir la conexión que existe entre las estrellas y nosotros”.
El Cuchumá es una de esas montañas: un lugar de peregrinaciones y encuentros. Un símbolo de lo que está más allá de lo humano y, por eso mismo, nos impele a conversar con sus estribaciones, a responder a sus relámpagos, a abismarnos en su vértigo. Un espacio donde el firmamento aún resuena con la fuerza primigenia del mito, con la intensa luz de lo inmemorial. Tal vez porque es un sitio iniciático por excelencia: cumbre llena de retumbos y neblinas, de llamadas y misterios.







