Mi historia con la violencia extrema empieza y acaba en la más populosa de las fiestas universitarias de la que siempre ha sido mi ciudad, la que organizaba la Escuela de Telecomunicaciones. Me refiero a algo que sucedió cuando acompañé a un amigo que ahora solo es conocido, y a un conocido que ahora es amigo, y que en aquel momento era un pijo que no quería serlo. Por esa peregrina razón iba por las noches a lanzar huevos a los yupis del Mirablau, en el Tibidabo, o se discutía periódicamente con su padre. Debía pensar que pelearse con desconocidos también formaba parte de ese catálogo de experiencias rebeldes. La verdad es que no sé qué pasaba por su cabeza.
Aquella noche, cuando me di cuenta, ya le había soltado un sopapo a un tipo que lucía gafas de pasta estilo Morrisey, mientras esperábamos al camarero apostados en una de las 2 barras de la fiesta. En ese instante empezaron los empujones. Salimos para seguir la pelea fuera. De camino fue cuando me enteré de que nuestros rivales eran de mi misma condición social, charnegos de barrio que frecuentaban los bares de la zona alta. A mi acompañante no le querían pegar, aunque lo hubiera iniciado todo. Lo conocían de uno de esos locales. Era intocable. Esas cosas extrañas que hacemos los charnegos para tratar de subir en el ascensor social. Y nuestro tercer compañero, el amigo que ya no lo es, había salido huyendo después de pisarle las gafas de pasta estilo Morrisey a su dueño y, acto seguido, declararse pacifista.
Me quedé solo frente al propietario de aquellas lentes rotas, su hermano, y un corro de curiosos dispuestos a jalearnos. Debía defenderme. En un forcejeo, acabé con la cabeza de uno de ellos en mis manos. Era el que nunca había llevado gafas. Estábamos en el suelo. Le golpeé contra el asfalto con todas mis fuerzas. Una, dos veces. Mis manos apretaban sus sienes. En la piel de las palmas notaba sus rizos, aprisionados y empapados de sudor. Él pataleaba y movía los brazos para intentar soltarse, sin éxito. Empezó a brotar sangre. Entonces acudió su hermano y lo dejé ir. A partir de ese momento, solo logré mantenerlos a raya. Nunca había pensado que pelear fuera tan agotador. Opté por huir. Salí corriendo. Un guardia de seguridad me permitió saltar una valla y acceder al recinto donde se estaba celebrando la fiesta, para luego desaparecer.
Mientras caminaba de vuelta a casa, noté que me dolía el tobillo derecho. A la mañana siguiente descubrí que tenía un esguince. Pero en la sala de espera de las urgencias del hospital había algo que me perturbaba mucho más: la cabeza de mi rival, los golpes en el asfalto, aquellas imágenes. ¿De dónde había surgido la decisión? ¿En qué momento lo había ordenado mi cerebro? No era instinto de supervivencia. No lo era desde el momento en que propiné el segundo golpe y estaba dispuesto a dar un tercero. Se trataba de algo mucho más oscuro. ¿Era eso lo que sentía Jordi? Jordi era un pendenciero. Hubiese ido muy bien tenerle cerca. Hubiera sido el cómplice ideal aquella noche. Me refiero a un tipo capaz de desalojar un local de yonquis y camellos él solito. Capaz de hacerse pasar por policía secreta gracias a un físico que imponía, una musculatura que había soportado muchas veces el peso de 3 sacos de cemento Portland en el hombro. Capaz de obligar a aquellos desechos vivos, aunque peligrosos, a sacarse de los bolsillos toda clase de estupefacientes. Capaz de hablar de forma autoritaria a aquella turba, carne de presidio, de gritarles con voz recia. Tú, desgraciao, ven aquí, y de cachear con gesto rápido a todos los que se negaban al registro. Capaz de poner a todos aquellos fulanos contra la pared, y de separarles las piernas con la punta del pie de forma decidida, como la ola que arremete contra un barco a punto de hundirse en medio del mar, con la misma firmeza con la que le había visto dejar caer sus pantorrillas sobre el escenario del peep-show de turno para intimidar a la stripper que se desnudaba sobre el escenario. Capaz, en fin, de jugarse la paliza y hasta el navajazo si descubrían su verdadera identidad a la puerta de aquel bar, frente a su casa, a cinco minutos del piso de sus padres, por el simple hecho de notar la adrenalina. La misma razón que le había hecho meterse en tantas peleas, en el barrio y fuera de él. Todo lo que había utilizado durante mi pelea en aquella fiesta universitaria lo había aprendido de Jordi. Sus estrategias, la manera de moverse. Tal vez por él había sido capaz de agarrar aquella cabeza con mis manos. Pero, pese a sus muchas peleas, pese al numerito que montó en aquel bar, nunca le vi sobrepasarse. No remataba a sus rivales cuando los tenía a su merced. Nunca había pasado la frontera que estuve a punto de atravesar yo aquella noche, la de la violencia extrema.