Hoy el oleaje del Pacífico es convulso, su voz, estruendosa. Imposible nadar: el océano no me permite ingresar en él. Prefiero entonces refugiarme bajo la sombra de palmeras y almendros, aquí en Playa Bejuco, abrir una cerveza muy fría, y continuar leyendo la Odisea.
Regreso a un pasaje del canto IX que me ha dejado pensando, por varios días, en el conflicto entre el hedonismo y los falsos deberes, como el patriotismo. Odiseo relata su llegada a una isla ignota, después de haber navegado por largos días y extenuantes noches, tras la derrota ante los cícones:
Nueve días los vientos por mares poblados de peces
me llevaron forzado y llegamos al décimo a tierra
de lotófagos, pueblo que come un florido alimento.
Odiseo y sus hombres primero se aprovisionan de agua, comen carne y beben vino. Luego el héroe envía a tres de sus muchachos para inspeccionar la isla y conocer a las gentes que la habitan:
Y en seguida partieron y hallaron a aquellos lotófagos,
que, en verdad, no querían la muerte de nuestros amigos;
antes bien, a probar unos frutos de loto les dieron;
cuantos iban probando la pulpa melosa del loto
no querían traernos noticias ni ansiaban la vuelta,
y querían quedarse allí junto a los hombres lotófagos
y comer siempre loto, olvidando el regreso a la patria.
Hasta aquí, todo va bien. Pero entonces el ingenioso Odiseo, tan anuente a permitirse a sí mismo placeres como gozar de amores divinos con Circe y con Calipso, se pone necio e insiste en la supuesta virtud del patriotismo:
Los llevé hasta las naves, llorando, a la fuerza, y debajo
de los bancos de nuestros navíos les puse ataduras;
y en seguida ordené a los demás compañeros leales
que volvieran a bordo al instante, no fuera que alguno
intentase comer loto y luego olvidara el retorno;
y embarcamos al punto; en los bancos sentáronse en filas
y empezaron después a batir con los remos la espuma.
A la altura del canto IX, ningún antiguo oyente o lector contemporáneo de la Odisea ignora que todos esos hombres, incluyendo los amantes del loto que van amarrados bajo cubierta, perecerán.
Esto es justamente lo que me indigna de este pasaje homérico, mientras saboreo la pilsen y miro a la anchurosa espalda del Pacífico azulado. ¿Por qué tenía que ponerse de necio un patriota y arruinarle el placer, y la vida, a sus amigos hedonistas? ¿Por qué no podía respetar su sistema de valores, su deseo de vivir saboreando la dulzura de los frutos, de degustar el néctar delicioso de las flores, sin preocuparse? ¿Por qué insistió en el deber de defender a la patria y de retornar a la tierra de los padres? ¿Por qué los patriotas de todas las épocas y territorios no se percatan de que su patriotismo es un antivalor, una forma de excluir al prójimo llamándolo extranjero, y que del azar depende dónde se nace y a cuál pueblo se “pertenece”? Y, a fin de cuentas, ¿no es mejor vivir escogiendo cuáles placeres disfrutar que aceptando deberes heredados?
Quizá haya, en todo este cuestionamiento, una alta dosis de mi propia reticencia a renunciar a esta playa, esta sombra, este mar, este ceviche de pescado fresco acompañado de pilsen, para regresar pronto a mis quehaceres. Por un momento, me resulta agradable imaginar una vida entregada a estos sencillos disfrutes, una vida de lotófago a mi manera.
En mi caso, por dicha, aunque me vaya de esta costa, no regresaré a ninguna patria, sino a disfrutar otros placeres, filosóficos y docentes, que yo he escogido. Saberlo me permite olvidarme pronto de la necedad patriótica de Odiseo y abandonarme, sobre la arena, abrigado por almendros y palmeras, a un delicioso sueño.