“Pelusa, no se lo que quieren de vos
Tus enemigos se muerden
Tu gente, no te cuestiona no se resiente
Te espera con un grito caliente”
Capitán Pelusa. Los Cafres
Cuatro adelante y siete detrás. Cuatro adelante y siete atrás no era la formación del equipo dentro de la cancha; cuatro adelante y siete atrás era como íbamos aquella fría mañana en el Peugeot 404 del director técnico, los jugadores del equipo Los Pumas. Lo que más pesaba en nuestros cuerpos de pibes era la ilusión, para suerte del dueño del auto. De locales y por octavos de final del Campeonato de Fútbol Nacional Evita, nos tocaba enfrentar a Los Cebollitas que venían haciendo una buena campaña. Pero eso no nos intimidaba. Es más, el nombre se prestaba para la cargada de toda el tablado que alentaba a nuestra selección. Una tribuna ocupada por profesores, padres y chicas fanáticas del equipo y muy superior en número a la visitante, que apenas se divisaba y aguantaba estoica la humillación. Pero la gloria a veces viene disfrazada de humildad porque pronto llegó la sorpresa. Luego del pitazo inicial y cuando no habían pasado ni diez minutos del primer tiempo, lo que comenzó apenas como un murmullo se convirtió en clamor. —Dásela al Pelusa, dásela al Pelusa! —Gritaba el equipo contrario. Sería algún tipo de comunicación inteligente, porque para cuando nos dimos cuenta quién era el Pelusa, nos había metido cuatro. El Pelusa tenía puesta la diez y la movía como los dioses. De taquito, de caño, de bicicleta, de chilena, de rabona, la tenía atada al empeine y nos había paralizado de tal manera que hasta la tribuna local cayó rendida ante la magia de su pie izquierdo. Yo, que jugaba de nueve y era el que mas la metía, pensé seriamente en abandonar el exquisito deporte.
Aquel día nos comimos doce goles. Habíamos entrado a la cancha como pumas y salimos como gatitos huérfanos. Sobre el final de la jornada y a punto de meternos los once en el 404, lo vimos llegar al Pelusa silbando y haciendo jueguitos con una naranja, cuando nuestro director técnico le preguntó,
—Che pibe, ¿Cómo te llamas?
—Diego. —Le dijo sin parar de hacer malabares con el fruto naranjo.
—Diego ¿Que? —Insistió el director.
La respuesta llegó a nuestros oídos con toda su potencia años después.