Mientras el viento de la tarde circula y silba alrededor del auto, las hojas de los olmos empiezan a caer como una cascada irreal, cubriendo con puntos ocres y amarillos las carreteras de Massachusetts central. El viento se enrosca como una serpiente gorda, lenta, mientras silba con terquedad como queriendo comunicarme algo que aun no entiendo. Se escabulle entre los robles y pinos del camino como un toro de músculos líquidos, más cargados de punzante electricidad. El ritmo del viento y su silbido en espiral parecen acoplarse a estos otros sonidos que rebotan aquí adentro, entre los parlantes del auto, mientras manejo, y el universo y la vida se acomodan plácidos en mi mente, junto al álbum Virtuoso de Joe Pass que cae gota a gota dentro de mis oídos.
Manejando camino a Ashland, la tierra de ceniza, para tocar standards de jazz en un Irish pub. Joe Pass se encuentra solo, sentado en una silla vieja que chirría cada vez que acomoda las piernas, sentado con la guitarra y en frente de un viejo micrófono condenser. Su figura en blanco y negro, desdibujada entre las volutas de los cigarros que jamás se apagan antes que la noche termine. Las escalas y acordes cromáticos caminan con ligereza por sobre el diapasón del instrumento. El auto se siente ligero, mientras bordeo los pastizales amarillos, aun intentando descifrar el estribillo que el viento silba.
Y, precisamente, todo comenzó con estos acordes cromáticos que dibujan terzas texturas y tropos melódicos de curvas ondulantes, frases que fluyen más pronto se resquebrajan, como chasquidos de vidrio a medianoche, disonancias en medio del silencio, pasajes voluptuosos con tremendas angulaciones rítmicas, las cuales Joe intempestivamente libera buscando despertar el oyente de su estado hipnótico. Fueron esas líneas de bajo tocadas con el dedo pulgar, mientras el resto de la mano derecha baraja y sortea un discurso motívico lleno de intensidades y texturas. Y el flujo de la improvisación intercala un abanico de técnicas y soluciones creativas que despiertan la reacción precisa en el oyente.
Pero todo también comenzó con estos árboles, los olmos, los abedules despellejados, bosques que ahora observo mientras manejo por la I-290 navegando hacia la tierra de ceniza y esa aura entre olvido, lujuria y senectud está en las copas y ramajes, como estudiandome a mi y al mundo, bosques tragados por el sueño del otoño que se abre como un gran pavo real, el otoño que me lava los ojos e invita a empezar de nuevo.