Los atardeceres en el pueblo de Rutland, Massachusetts, son pinturas en movimiento. Ahora que la primavera va extinguiéndose para dar paso a los días de humedad y delicioso bochorno en Julio, una variedad de verdes casi líquidos inunda las carreteras que atraviesan la campiña. Manejo entre estos pastizales, criaderos de caballos, cementerios de lápidas delgadas y piedra carcomida, casas de madera color pastel. Manejar se ha convertido en un pasatiempo favorito. Lo disfruto mucho, especialmente cuando voy camino a los gigs.
Activo el control crucero a 50 mph y bajo la ventana del copiloto para que se cuele el aroma de la tierra húmeda después de la lluvia. El cuello y los hombros relajados, algo que no ocurre muy a menudo. Me detengo a un lado de la pista para tomar fotos del granero a lo lejos; el pastizal se extiende más allá del edificio cubriendo una pequeña colina coronada por el sunset.
Continuo camino a Hudson para tocar en el bar mas tétrico y vibrante de Southbridge: Starlite. Un verdadero nido de la creatividad underground local.
Para seguir con el proceso zen de relajación destinado a librarme de los vestigios de una semana de trabajo árido, abro Amazon Music y le doy play a “Every Day [I Thank You]” del album 80/81 de Pat Metheny. El personaje que me interesa en este track es Michael Brecker. El saxofonista norteamericano es el viajero líder que empuja al grupo hacia un abismo glorioso. Escucho cómo desarrolla el tema central en su improvisación, mientras los graneros pasan con las puertas abiertas y bueyes caminan pesadamente detrás de un cerco de troncos. A las seis de la tarde, cuando el calor se reduce a ser una monótona y predecible sensación de bienestar corporal, el ganado pareciera solazarse también con este clima y entrar en un estado de modorra algo filosófico.
Brecker siempre inicia sus solos desde cero, desde la angustia de la nada. No le teme al vacío. Su bolsa de viaje incluye una cantimplora atiborrada de ideas que fluyen generosamente y le aseguran una dirección y un mensaje. La pasión que empuja sus ideas musicales es tan móvil como el agua. Adquiere un sin número de formas. Asume quiebres interválicos y fraseos como brochazos de pintura. Crece y se elastiza (o disminuye su aliento abruptamente) para sugerir ansiedad y éxtasis.
La emoción casi desbordada que flota en esta grabación es un fantasma. Se mantiene en vilo y permanente tensión. No se le ve pero te escarapela la piel. Su forma se vislumbra a través de intuiciones y adquiere substancia sólo por medio de una técnica límpida que sugiere espacios, conexiones y encuentros. Percibo sus implicancias más no discierno su lógica. La improvisación pareciera fluir como un acto ya consumado que se repite interminablemente: este aire de eternidad es lo que define el alcance post-musical de la grabación (y abrazan el auto y mi mente y el paisaje que observó moviéndose hacia el vortex). El solo de Brecker va más allá de la música, se convierte en diálogo humano. Termina dejando una calidez en el ambiente, un aroma parecido a la lavanda que permea la carretera a Hudson. Y asi continuo.