He andado con mis zapatos crema, los jeans y, bajo los bolsillos: mi fe en todo y en nada. A menudo, recorriendo la ciudad con mi camisa nívea de algodón y un pañuelo al cuello. Cogido de la mano, junto a mi compañera Àngels. El único transporte han sido dos taxis. Uno para ir y regresar al aeropuerto y el barquito que nos ha llevado a la villa de Regla. El resto, a pie y por decisión propia; a través del asfalto partido, el lodo, o los charcos incipientes en las calles de El Vedado, Habana Vieja o Centro Habana.
La gloria de los “héroes difuntos” está en la carretera del aeropuerto a la ciudad. He cogido mi cámara para revivir aquellas imágenes. Iconos que alguna vez adornaron la pared de mi habitación de joven. Desvencijados carteles hoy, desde el día que los “barbudos” entraron triunfantes en la capital. Algunos aún mantienen el mismo lema: “Viva Fidel”. Y a otras proclamas, la pintura les quiebra el título y el significado: “Seamos realistas pidamos lo imposible”.
Lo imposible hoy… es una cruda realidad.
Centro Habana
Llegamos a la Casa Púrpura. En San Nicolás. Muy cerquita de los almacenes La Época y la calle Galiano. Una antigua casa de techos altos y distribuidos en dos plantas. Nos instalamos a la orden directa de Mrs. Daisy. Al despertar, comemos fruta de guayaba, dos bollitos de pan, un huevo y aguacafé.
Salimos a la calle. La mañana inicia su caída. El atardecer, su principio.
Detenido entre miles de derribos, un niño con una bicicleta de una rueda y con el manillar abollado, da varios giros a nuestro alrededor. En aquel momento, me mira. Y desde la sonrisa, nos ponemos un chicle cada uno en la boca.
Una mujer mira la cerveza Crystal que no tiene en sus manos. Su vecina sí. Bajo una exigua luz, Yanisleidis muestra unas nike recién llegadas en la maleta de su prima Dunis. Ella le cuenta las pequeñas andanzas de su nuevo hábitat en Hialeah. Conversan. Mientras se miran las uñas y hablan de lo amores de sus niñez, la brisa que circula les mueve suavemente una cabellera ocupada por los rulos. Aparentemente no pasa nada.
Cerca de la calle Virtudes, otros salen en bata de dormir al circo de la calle. Con un cigarro entre el índice y el pulgar, una señora cuelga tres bragas y los calcetines negros de su esposo en un rellano. Un abuelo gira su mecedora para coger los deditos de su nieta que acaba de salir a la terraza. Un grupo de muchachos oyen a Maluma desde un aparato inmenso apostados en un portal. Doña Lolita sirve vasitos de fruta muy dulce y rojiza desde la ventana. Un bici-taxi se detiene en la bodeguita de enfrente para reposar las piernas su conductor. Varias escenas acaban de cerrarse cuando me adentro en un solar lleno de vidas sin vida.
Léase este último vocablo como sinónimo de: injusto, desde el infortunio o impropio de un país comunista…. La noche llega, a pesar de estos prefijos en “in”.
Por el oeste, el sol se ha despedido en el malecón. Sobre el cadáver de una de las pocas fachadas que aún quedan por rehacer, alguien cruza sus brazos en la barandilla de su balcón. Mira hacia la calle y medita a modo de pregunta. Se cuestiona a dónde va su vida mientras observa de reojo el horizonte. Un grupo de adolescentes estrujan sus dedos en la pantalla buscando el wifi al lado de un parque. El mar sigue salpicando a las rocas y algunos transeúntes huyen del agua. Bajo la sintonía dócil de Luis Fonsi, la canción Despacito aparece de repente en la atmósfera “Sí. Ya llevo rato mirándote… tengo ganas de bailar contigo. Des-pa-ci-to…”. Varios enamorados vigilan una luna ciega. Hablan a centímetros de la boca. Fuman. Otros, llevan petacas de ron. Los más veteranos, interiorizan miles de sueños a través del Atlántico.
Las jineteras han ido a rezar a María Magdalena en la Iglesia. Durante la Semana Santa se han ausentado. Ni el mar, ni los añejos turistas españoles cuando hay público, son ahora sus clientes. Dicen que la Coordinadora del Departamento de Trata de Personas de la ONU está en la Isla; hay que cuidar la imagen. El diario Granma que compré por diez pesitos en la calle me lo confirma.
El barrio de Regla
Bajamos de la lanchita al muelle. Llegamos tarde. La Virgen negra, solo la vemos adjunta en una humilde y cuidada capilla. Algunos babalaos y santeras se agrupan en su nombre vestidos de blanco virtuoso. Es martes y andamos por la vías que dividen al pueblo. Un tren eléctrico de grandes magnitudes ha circulado a escasos dos palmos de la puerta de decenas de casas en el barrio hasta hace poco más o menos cuatro años. Sale una vecina para ver qué sugieren nuestras preguntas. Vuelve a entrar.
En medio del sosiego que da el regreso inmediato a la pensión, el bullicio de unos niños en la calle está junto a nosotros. Imitan a Messi. Una pelota bien apedazada con retales rueda entres su pies. En el portal una foto del Che Guevara con el lema “Hasta la victoria siempre”. ¡Gol! Ha entrado en portería ahora. Hoy perdió el Barcelona contra la Juventus. Muy a pesar mío, los chiquillos se ven felices.
Dos niñas en un rellano escriben con tiza en una pared. Dividen en perfectas sílabas palabras como, es-cu-do, ma-ri-po-sa, a-zul, h-i-el ( …ésta no; pero da igual). Las niñas cantan e imaginan. La verdad es, que no sé qué ronda en sus cabezas, pero mueven los brazos como si estuvieran en la sala palaciega de un castillo. Alrededor, no hay ningún príncipe con pantalón corto.
Aunque sea un oxímoron, un “revolucionario” jubilado nos increpa directamente con cortesía:“¡Qué miran! La fachada del ayuntamiento está bonita ¿no?” Cuando intuye que le voy hacer una pregunta me espeta : “Ya sé. Esto es una basura. Es una ciudad destruida. Ud. no tiene derecho a decirlo. Yo sí. Yo he nacido aquí. Y le voy a contestar algo. Si el Comandante viviera, esto no lo permitiría”. Don Antonio padece un ligero parkinson y me ha reconocido que hace dos semanas que no toma su medicación. Las pastillas no han llegado todavía a su clínica. Nos despedimos con un “Buena suerte compañero”. Regresamos juntos a la Habana en bote. Damos una moneda en CUC (Peso Convertible Cubano) que equivale a 25 pesos de la moneda oficial.
El Vedado
El día, hoy, tiene el mismo color que la felicidad. Por eso decidimos ir a donde corresponde. Aunque solo sea para equilibrar este difícil modo de vivir donde todo debe ser positivo. Allí vamos…
El cementerio Colón da fe a su apellido emérito. Un gran descubrimiento repleto de citas históricas, senderos y cruces. Durante la mañana de este miércoles primaveral, está prácticamente sitiado por un desfile militar: acaba de morir un combatiente de Sierra Maestra. Cerca de la entrada, se halla la tumba de Alejo Carpentier. Casi en el centro, La Milagrosa. La efigie en mármol de una mujer que es encontrada con su hijo en brazos al levantar la lápida. Una imagen fúnebre que se convierte en un mito. Y reaparece hermosa bajo la piedra. Dedicatorias y deseos con alguna flor adjunta, riegan de concordia este venerado lugar. Antes de irnos: un café, un pipí y una propina a la mujer que nos provee papel para el baño. Nuestra cita al lugar santo, finaliza.
Tomamos el camino de la calle Línea. El Teatro Trianon; cerrado por falta de aire. Allí nos entrevistamos con Carlos Díaz, el creador del grupo teatral el Público, y grabamos unas palabras para José Manuel Domínguez, el director de Antihéroes Project en Miami. Siguiendo la ruta urbana, nos tropezamos con El teatro Mella y la sala Raquel Revuelta. En el teatro Bertolt Brecht vemos La Cita; una excelente comedia basada en la situación de la mujer a lo largo de la historia de Cuba. La dirige Osvaldo Doimeadiós. Y está escrita por su brillante hija Andrea; actriz y dramaturga en una obra llena de ingenio y crítica.
En el prestigioso ICAIC (Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográfica), una dedicada y amable directora de un departamento que olvidé su nombre, nos recibe. Omite la respuesta cuando le pregunto el porqué El rey de la Habana de Agustí Villaronga, basada en textos del escritor Pedro Juan Gutiérrez, se prohibió filmarla en la ciudad. Es una mujer hermosamente libre en su interior y llena de brío. Durante la conversación hablamos de los posters que se muestran en la entrada, de Gutiérrez Alea, de Jorge Perugorría, Orlando Rodríguez y del film que no se pudo exhibir en el festival de la Habana en Nueva York de este año, Santa y Andrés de Carlos Lechuga. Al final, como si estuviéramos en una película de Buñuel, cerró nuestra entrevista con esta frase: “Quiero ser princesa y ver las cintas que quiera en el cielo. Mi difunto marido me dijo un día: una cosa es penetrar y otra ser penetrada”. A buen entendedor, pocas palabras…
Frente al teatro Mella, al otro lado de la acera, se vende un apartamento en un solar. Entramos. Algunos vecinos nos miran con indiscreción. Pedimos audiencia. Una mujer enferma de obesidad y abundantes cicatrices nos abre la puerta. Vive sola. Consigo encima, solo una bata, un par de sandalias circulares y una gripe mayúscula: “Miren que lindo. Tengo una barbacoa arriba donde duermo. Suban”. La estancia de María Mercedes luce como una celda llena de ropa obsoleta, mugre y fotografías de lo que fue. “Aquí, esta pequeña cocina donde solo hay que arreglar este liqueo que no cesa, y cambiar el fogón. Si quieren, pueden poner un par de armarios más o ‘comoquiera’ dejarlo así. En fin, todo por $12,000”.
El Vedado tiene infinitos recovecos como éste que esconde una miseria abierta o disimulada. En uno de los mejores barrios diseñado antaño por la burguesía postcolonial, para distinguirla de cierta y escogida burguesía afín al gobierno. Aquí viven, entre mansiones reformadas bajo la nueva pintura y lo pudiente: los privilegiados que tienen el CUC en su cartera, el personal de embajadas y organismos oficiales, o los que toman el avión para cruzar el Atlántico con derecho a retorno y sin aprietos.
Entramos en la Dirección provincial de las Casas de Cultura. Un grupo súper amable de funcionarios nos hablan de sus viajes a España. De los pueblecitos de Granada o Sevilla. De la rana escondida en la Universidad de Salamanca. O de la Sagrada Familia de Barcelona. ¿Hablamos de cultura cubana en la actualidad?. No. “Hay lo que hay. Es decir hay nada o poco. Y hacemos lo que podemos con buena voluntad. Esto no es su querida España”. Dice la directora. Mi compañera Àngels explica su experiencia con el tema de la mujer y el desempleo en su ciudad natal. Nos hacemos una foto. La disposición y la honestidad de estas personas salen a todo color, en respuesta al título de este artículo.
Llegamos por fin a Coppelia. Lo habitual y clásico; una cola larga de treinta minutos. Y una monotemática conversación con unos dirigentes que asisten a un pequeño congreso sobre proyectos sociales. Trump y solo el presidente Trump en una mesa compartida llena de variedad de helados, es el escenario para ello. Uno es de Caracas, el otro de Medellín, y con una actitud más firme y decidida, el contiguo, es de Tegucigalpa; la ciudad de las maras. Es cierto. No hay ice creams como éstos en la isla. Degustamos unos de corteza de naranja y piña. Sencillamente únicos.
A la salida intentamos hacer un recorrido por los lugares de residencia pública. El hotel Habana Libre está repleto de turistas. El Capri con el sabor del gatpack de los años 50. En su terraza azul, donde se ve Miramar desde el aire, no hay ni un alma en sus mesas en este instante; son las 8 pm. Una langosta a la Thermidor $38 y una ensalada de verduras $12; el sueldo de tres meses de un trabajador medio si lo sumamos todo junto. “Muchas gracias. Vendremos otra día. Por cierto…la vista es hermosa desde aquí. De noche no parece la Habana.”. Un atisbo cincelado de discreción y complacencia del maître permite que un camarero llame al elevador. Descendemos a recepción silentes. A nuestro lado una ascensorista que lleva más de nueve horas yendo de un piso al otro “Lo crea o no, señor, no puedo más con el sube y baja”. Frente a la entrada del hotel, distintos vagabundos hurgan en los containers de la basura. Alguno esboza un bolero mientras recoge las migajas en una alforja de papel. Otros, esperan su turno y apuran una colilla. Un coche de la seguridad nacional, hace su recorrido en un azul discreto, mientras cruza la esquina a toda velocidad.
Comemos juntos en un pequeño paladar del gobierno a sugerencia de un íntimo amigo mío. Su nombre, La Roca. Un restaurante involuntariamente kitsch. Lleno de rojos inútiles en su decoración. Calor en la sala, e importantes demoras en el servicio. Para detener la nocturnidad, un cafetito en el elegante e histórico Hotel Nacional, y un paseo a pie de tres kilómetros hasta la Casa Púrpura.
A las 12 de la madrugada, la ciudad sugiere esconder su vestuario. Pero no es así. La Habana bulle abierta bajo la timba, la guajira, el reguetón, el guaguancó o una jam session en una sala. El habanero duerme, cuando su cuerpo lo decide.
Cada noche nos despedimos con el canal educativo del televisor en la habitación. El himno, que habla sobre los logros de la patria, nos sirve de nana y biberón. Entonces, acurruco a mi mujer entre mis brazos y cerramos muchas preguntas sin respuesta, hasta la mañana siguiente.
La Habana Vieja
Tomamos la calle Neptuno en dirección al Capitolio. Hay bastantes tiendas suspendidas (…en el tiempo me refiero) y algunas completamente difuntas. Repletas de productos obsoletos o de necesidad, y esparcidos sin ningún cuidado. Aparadores llenos de polvo con long plays del Sonero Mayor, Ray Coniff, Pedrito Rico, las estrellas de las Salsa.
De repente, aterrizamos en La Casa del Tango. Al fondo Carlos Gardel de perfil y su imagen quemada por los recuerdos en sepia. La ceniza de varios cigarrillos está en un plato. Sus profesores son un grupo joven. La mayoría teñidos de rubio y llenos de vitalidad. Disfrutan el tiempo que les legó el uruguayo y el lunfardo de Buenos Aires. Juegan al póker y beben agua. “Las fotos que usted quiera puede hacer…pero no aquella pareja del fondo que baila ahora mismo la milonga”. Entendido.
Mientras caminamos observo con incredulidad los souvenirs de un mercadillo. Al lado, el Hotel Inglaterra. Y muy cerca y en ruinas, el cine Campoamor. La casa de Andalucía nos la muestran desde el vacío que implica su incipiente y lenta restauración. El centro cultural Cubano-Árabe es índigo. Pero lo más hermoso acaba de suceder ahora…
La salida de la escuela de los niños en el Paseo del Prado. El blanco de sus camisas y sus mochilas a la espalda. El grupo masculino sentado en un terraplén contemplando la seducción de las adolescentes bajo la mirada directa y la burla. El griterío. La felicidad por haber finalizado las clases.
La calle Obispo es un Disenyworld original pensado para soñar “lo que fue” esta metrópoli. Un pasillo hacia el mar para no deponer en el tintero sus restauradas tiendas, y la vida que hubo antaño. Arranca con una perfecta y bien restaurada fachada decó de La Moderna Poesía. Sin apenas más libros que no sean del Che, Fidel Castro, guías turísticas, o la revista gubernamental Bohemia. Y finaliza, por poner un ejemplo, en la morada donde Hemingway descansa al concluir su día: El hotel Ambos Mundos.
Arriba, una terraza espectacular e idónea para el reposo. Desde aquí, contemplamos el Cristo de la Habana. Una sublime bandera del país ondea entre El Morro y la escultura de su autora Jilma Madera. Al unísono, un trío matancero pone música de Carlos Puebla al lugar: “Se acabó la diversión vino el comandante y mandó a parar…”. La gente sigue con sus daiquiris y mojitos. Sigue riendo. Por momentos, se escucha un “aaaaay”. En la televisión, juega el Real Madrid.
La parte dedicada al arte contemporáneo en el Museo de Bellas Artes es un clarísimo ejemplo de conservación e incompetencia funcionarial al mismo tiempo. Estuve una hora y media -real: minuto a minuto- esperando a un representante para una entrevista con un típico “..Ahora baja, no se preocupe; ahora baja y le atenderá.” del jefe de recepción. Allí descubro, las espectaculares piezas lúgubres de Antonia Eiriz y el pop de Raúl Martínez escondiendo la erótica de sus falos entre el color extenuante de símbolos como el de los héroes de la revolución, José Martí, o entre la hoz y el martillo. Hago un repaso a la obra de Mendive y revivo a José Bedia, Esson, Pérez Llorca. O me extraño al ver los comienzos de Tomás Martínez antes de iniciar en la tela sus paisajes verdes bajo la mudez.
Saliendo del atiborrado Floridita, decido hacer lo contrario. Voy por las calles colindantes, en busca de la otra Habana Vieja restaurada de amarillo y azul y cerca del amado mar. Me dirijo a las paralelas: Obra-pía, Amargura, Empedrado, O’Relly, San Juan de Dios. Tomamos un descanso en el parque Cervantes. Pongo mi cabeza en el regazo de mi mujer. Y contemplo con fruición los árboles perennes, la paz, el diálogo entre mendigos, los perros libres, papeles al vuelo, el vaho… Al momento, una voz vestida de sencillez abre los párpados de una pequeña siesta que me tomé. Es un mulato cercano a la cincuentena. Afable. Instruido. Preocupándose por si me pasaba algo al verme en posición horizontal. “¿De dónde son?” pregunta. “De Barcelona”. Sus ojos se encienden “Mira por dónde…¿Usted no sabe quién soy yo?”. “Con todo respeto señor, lo desconozco”. Yo soy Rogelio Marcelo campeón olímpico del peso pluma en 1992. Le gané a Eric Griffin en su ciudad aquel mismo año. El domingo viajo como entrenador a Barcelona. Nos veremos allí, ¿no?.” dice con una ilusión en los ojos. “Faltaría más, le respondo. Pero ahora vivo en Miami” Después de una corta conversación sobre su vida, los triunfos suyos y del país que habita… insiste en que vayamos al paladar donde Obama comió cuando quiso romper el protocolo. La última y única vez por ahora que visitó la Isla: “La Familia”; ubicado en la calle San Juan de Dios. Mientras caminamos con campechanía y distensión hacia nuestro destino, se para ante una tienda del gobierno y me dice: “Hágame un favor; porqué no entramos aquí y me compra un paquete de leche en polvo para mis hijos. No es muy caro”. Así lo hice. Su representación, bien mereció pagar aquella entrada al teatro de la vida.
Absortos por lo ocurrido, continuamos a pie durante la noche por la calle Compostela. Antes de llegar a la esquina de Chacón -no olvidaré nunca el cruce: había muerto dos días antes la que había sido primera ministra de defensa española la señora Carme Chacón-, un hombre de mediana edad sentado en el portal de su casa y con un turbante en la cabeza, me induce a que le diga si tengo algunos pesos en el bolsillo. “Le puedo predecir el futuro. San Lázaro le acompañará siempre”. A los pocos segundos, una anciana mujer surge detrás de su sombra y atraviesa la sala del comedor. Su orín rojizo le cae por las piernas. Un suelo de baldosas diseñado con flores lo absorbe en su caída. Al fondo, una lamparita de 20 vatios, una vaso de cristal con agua y varios relatos sin contar en aquella oscuridad. “Muchas Gracias” me dijo al cerrar la puerta.
En el bar Pablo Neruda, ubicado en el mismo malecón y junto al hotel Deauville, despedimos con un daiquiri y un cointreau con hielo a la ciudad. Mañana cogemos el avión.
Viernes 14 de abril; aeropuerto José Martí
Nos despertamos. Hacemos las maletas. Volvemos a comer guayabita, melón de agua, dos bollos de pan, un huevo y, esta vez, yo pedí que me calentaran una manzanilla con anís. Un taxi arruinado en su interior de color verde nos lleva por $25 al aeropuerto. La conversación con el taxista nos devuelve a la realidad. Colgado en el espejo de delante una banderita de España para que nos sintamos como en casa. Durante el trayecto conversamos. “La situación es muy dura como puede ver. Pero no estamos así porque queramos. Es el sistema que no funciona. Repito el sistema”. Aquellas palabras se me quedaron grabadas. La culpa no es de ningún ciudadano que vive en la Isla. Ni de los que gobiernan ni de los que reciben sus consecuencias bajo el yugo. Ni incluso, de los que han huido al exilio y “han traicionado la revolución” y regresan con dólares para dividir al cubano en dos: el que tiene la moneda CUC y el que solo tiene acceso al peso devaluado.
La culpa – insistió- es del “sistema”.
Epílogo
El final está en sus manos: para bien o para mal.
Pero voy a poner un ejemplo. Antes de llegar al aeropuerto y después del discurso, el supuesto taxista me dijo: “Sería mejor que me pagara antes de llegar al aeropuerto José Martí. No quiero que me vean los de la seguridad oficial recibiendo su dinero. Me podrían poner una multa por no pagar los impuestos”.
Está claro que la culpa es de “el sistema”.
Posdata
¡Hasta la victoria siempre! Sin duda… Siempre que ésta se llame democracia y reconciliación. Los cubanos de ambos lados os lo merecéis, le pese a quién le pese. Esta Habana, a pesar de la moral alta y la fuerza de su gente para “resolver”, no puede seguir bajo el color del título en esta crónica.