El sol de media tarde entraba por la ventana frontal de mi apartamento. Su calidez me acariciaba el cuello. Iluminaba además las páginas en las cuales Ana Karénina se enfrentaba a su desesperado y trágico destino. Yo la imaginaba angustiada al final de un amor apasionado que la arrastró, así como a su amante Vronsky, hacia el fatum.
Cuando me enfrenté como lector al destino de Ana, sentí brisas de tristeza, corrientes de compasión y la llama cálida de la empatía.
Hay pasiones con rostro de felicidad que te seducen antes de revolcarte. Cuando te das cuenta ya te arrastran como cabeza de agua en la cuenca pedregosa de un río o te retuercen como marejada de olas furiosas. Tratas de mantenerte a flote, de no ahogarte, de no darte de cabeza contra las piedras, de no partirte en el reventadero. Tratás de no golpear, ni hundir, ni herir a quien va arrastrada junto con vos. Intentás salir vivo y esperás que ella haga lo mismo. Si sabés nadar y la vida te perdona, te recuperás, pero tragás agua amarga y te llevás tus fuertes magulladas y ardientes escoriaciones.
Hay gente que entiende esto. Se sabe humana. Vive y deja vivir. Perdona y se perdona.
Le ha sucedido lo que pensó que nunca le pasaría. Ha sentido lo que pensó que nunca sentiría. Ha hecho lo que pensó que nunca haría. Sabe que puede sentir lo mismo que todo el mundo, cometer los mismos errores y necesitar la misma gracia. Y hay otra gente que juzga: gente que querría vivir una pasión con rostro de felicidad como la que Ana vivió, pero se la niega a sí misma y se juzga superior a quien sí se atreve.
Ana se decidió a vivir el amor que quería. Intentó ser feliz en circunstancias adversas. No esperó a que otros le aprobaran el amor para intentar disfrutarlo.
Nadie le perdonó la osadía. No fue víctima: escogió conscientemente. Pero tampoco encontró compasión. Al final, ni siquiera la encontró en su amante. Durante su último momento juntos, Vronsky leía con frialdad una carta mientras ella se deshilachaba emocionalmente. Luego él le habló con indiferencia y ella le respondió con una amenaza fatídica. Cuando Vronsky percibió la desesperación de Ana al marcharse, quiso correr tras de ella para consolarla, pero contuvo el impulso y se mantuvo rígido y en silencio, con dientes apretados y ceño fruncido. Ana se despeñó.
Me pregunto incluso si el mismo Tolstoi la comprendió. El novelista denunció el efecto nefasto para la mujer de la injusticia social y jurídica, el machismo y la hipocresía. Narró con acuidad la influencia destructiva del aislamiento, la ansiedad, la sospecha, la vanidad y los celos para los amantes. ¿Pero habrá comprendido la fuerza creativa del deseo visceral, la función vital del libido, la profunda necesidad de ternura, la dulzura de la intimidad emocional y las delicias del sexo amoroso?
Para mí el interés en la novela acabó cuando Ana se despidió. Cerré el libro y mis ojos y dejé que el sol me consolara por un buen rato. Abrí los ojos cuando el sol se escondió y empecé a sentir frío. Encendí la luz, me abrigué y retomé la lectura.
Poco me interesaron las últimas páginas que relatan el desenlace de la historia de Levin y Kitty, el contraste moral con Ana y Vronsky. Las leí por formalidad, por saber que terminé de leer la novela clásica. Levin: ¡qué tipo más fastidioso! Mil vueltas filosóficas, dos mil pucheros, para concluir que la felicidad radica en disfrutar de la vida, la comida, la bebida y el fruto del trabajo con las personas amadas.
Extrañaré a Ana. La conocí al leer los primeros capítulos de Ana Karéninaen una hamaca, allá en mi tierra tropical. La admiré en cafés josefinos al comprender su entereza ante la hipocresía del prójimo. Sentí compasión en el vuelo de San José a Nueva York, al verla perder el equilibrio emocional ante el amor frustrado. Y me despedí de ella en una tarde de sol invernal en mi cuevita brooklyniana. En mi última tarde con Ana, procuré ofrecerle ternura y compasión.