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Memorias de la Florida

para Sofía

I

Temprano a la mañana se levantó y salió a fotografiar la fachada del motel, como lo había hecho la mañana previa y las dos anteriores, mientras su mujer seguía durmiendo. Rutina de rocío y aire helado, el sol y la luna se veían claros en los arcos distantes del cielo, en los dos crepúsculos, en tanto una bruma liviana iba desapareciendo sobre el horizonte. Hondas hileras de puertas idénticas, pintadas de verde agua y repetidas tras las barandas del piso superior, diferenciadas apenas por los números sobre los dinteles. Automóviles lujosos estacionados frente a cada una de las puertas, con los vidrios empañados y los techos perlados de humedad, canteros con palmeras de jardín de la altura de un hombre.

Fotografió la perspectiva con la sucesión de umbrales y marcos, el ángulo recto, las fachadas fronterizas, las arcadas de la recepción, el cartel a un costado o sobre las oficinas, Budget, Days Inn, La Quinta, Howard Johnson, New Yorker. Detrás de cada una de las puertas otros hombres y otras mujeres, episodios arremolinados en una sola noche. Aquí las noches duran una sola noche. Bordeó uno de los bloques idénticos y fotografió la piscina, vacía a esa hora, el agua celeste y calma, las reposeras, las mesitas de hierro. La sensación de soledad, la certeza de estar en un lugar donde el arraigo o la nostalgia son imposibles, lo reconfortó nuevamente.

Adentro no hay padre ni madre ni historia personal: pocas veces un hombre está tan expuesto a su propia penuria, a la fragilidad de su supervivencia y de su muerte, a la transparencia de su tinta: de tener que dejar algo escrito debería convertirse en un escultor impío, Rodin furioso, fuera de sí, marcando lo inasible a golpes y chispas y esquirlas. El rostro en piedra, la ancha figura de los hombros, la leve solapa, la laja, la arenisca caída como una hoja de otoño, condenada a ser barrida por el viento, por la devastación de lo anónimo. Es deliciosa esa sensación que no consiente otra huella que la de una sombra donde solo el avezado, el uno mismo, reconoce estampa y rostro.

Esa noche sola que reina en estos lugares solo es reconocible por los pasos ajenos, por los murmullos distantes, por los gemidos que no permiten concluir si se está escuchando la banda de una película porno o la carne estremecida de una mujer real. El viento que surca el corredor de puertas iguales es otoñal en cualquier época del año: arrastra su silbido descompuesto sin importar el carácter del visitante, su pavor o su serenidad. El viento es un quiasmo que afecta al cuerdo y acaricia al loco.

Volvió a su piso y desde el corredor externo miró la ruta, donde el tránsito empezaba a intensificarse y, al costado del estacionamiento y más allá de un alto muro, una enorme playa con decenas de camiones U Haul sobre cuyas carrocerías comenzaba a brillar el sol. Cuando entró al cuarto ella se estaba despertando. Esa mujer, pensó, mucho más joven, joven hasta la virginidad, un raro premio para el jinete atribulado y constante, reunía todas las condiciones opuestas al motel: era el lugar donde se había dedicado a hundir sus últimas raíces y el sitio de donde alejarse unos instantes le provocaba aprensión y pánico. La vio entrar al baño, la vio salir y vestirse para ir a desayunar, la escuchó decir que, tal como la noche previa y las dos anteriores, había tenido pesadillas en las que él le presentaba a otra mujer y le confesaba que la iba a abandonar. Y eso también, de modo irónico y secreto, lo reconfortó. Motel Paradise.

Bebieron café y jugo de naranja, comieron unos bagel casi crudos que untaron con queso crema y mermelada, y se aprontaron para seguir camino. Tampoco la autopista ofrecía arraigo ni provocaría nostalgia: se trata de partir de un lugar y arribar a otro, con poco tiempo para quedarse en un sitio; solo llegar con el fin de fortalecer la condición de forastero. La ruta es una pista negra con campos y viveros a sus orillas (nursery dicen los carteles): ¿qué otra cosa puede quedar que esa línea de tanto en tanto interrumpida –puede rebasar, no rebase, este no es el momento adecuado para que usted tome decisiones trascendentes, espere a que ese enorme camión lo adelante y deje que avance a considerable distancia–? El rostro de ese chofer se mimetiza con lo inesperado: su decisión, su sabiduría, puertas de motel, criaturas inescrutables, bares de mujeres adorablemente abandonadas, tajos. La alternativa está entre conocer todo lo que ocurre puertas adentro o retirarse con la insignificante convicción de que nada de ello formará parte de nuestro mundo.

Esa mujer con su perfil fugazmente observado, su nariz pequeña y perfecta, sus ojos fijos en el camino, su incómoda credulidad, acompasa el vértigo que el automóvil va dejando tras de sí. Recorridos algunos kilómetros aparece otra ruta aun más negra, rodeada de campos amarillentos y magros, y algunos canales paralelos. Agua estancada, espejo sórdido. Y más adelante, los primeros carteles anunciando los pantanos y sus misterios, sus monstruos ocultos, sus pájaros negros e inteligentes hasta lo indecible. Tan inteligentes son que aprenden a robar comida apenas los visitantes muestran la menor distracción, y si tienen que pedir disculpas por el delito cometido lo pueden hacer en varios idiomas. Crowl, Poe, crowl. Son hermosos en su despreciable regateo, como un cobarde pidiendo perdón, como un hombre que siente culpa y se ríe de la culpa. A un costado del camino los aligátores toman sol, cargan energía para sus cruentas noches como suelen hacerlo los amantes desenfrenados, los borrachos tristes, los muertos que han cometido un error, sin percatarse de que los visitantes les solicitan al menos el malabarismo de un bostezo, la gentileza de una dentellada, la sombra que ponga en duda la paradoja de sus sonrisas. Sisean, quietos, y los pajarracos de largas patas y astroso plumaje, convencidos de su inocencia, abren sus alas y bailotean frente a ellos tras abandonar la seguridad de los arbustos. De pronto, un halcón y una paloma surcan el cielo. Uno va detrás del otro. Es la muerte.

De nuevo en el camino. Ah, venir de un país donde todas las sombras se tocan. Otra vez en el camino, en busca de otro motel para ser fotografiado en la mañana, cuando durante la primera luz el rocío y el frío floten como una nube sobre el estacionamiento, y ella duerma y sueñe que otra mujer la amenaza. Ella, una, esa mujer, con su cuello de bebé y sus pechos de diosa.

II

En el acuario hay extrañas ramas que se comportan como animales y animales que se comportan como ramas. Y caballitos de mar de colores inusitados, con un único adelante, que no pueden voltear sus rostros para mirar el pasado. ¿Nadan o flotan? ¿O se dejan llevar, como hace él en la ruta o en la cama de los moteles? Hay dos tortugas apareadas en el borde de un estanque, la deliciosa fortuna de los lentos, mientras unos pájaros blancos las miran sin entender. Paráfrasis de las cantinas, de los bares umbríos donde antes él soñaba que sucedían las cosas importantes, donde florecía el tiempo oscuro de los cronistas, donde de un pasajero aroma nacía la forma de un cuerpo; pero la tortuga que soporta el peso de su compañero será más fiel que aquellas mujeres: al menos ella, con sus monstruosas patas, sus ojos lagañosos y su rostro impasible, no podrá escapar con la misma facilidad, su vuelo será imposible y su deslealtad, irrelevante.

En uno de los corredores hay una alta pared de cristal. No es otra cosa que un continente y adentro un tiburón va de un lado a otro, regio, iluminado, amenazador, vanidoso como un novelista, sin reconocer que su fracaso es fatal: se impulsa tres veces y da contra la pared transparente del mundo, y gira y anda tres impulsos y da contra la otra pared transparente del mundo, rodeado de especies que ni siquiera son comestibles, ahora pendiente de la mano que dejará caer dos o tres veces al día una carnaza inocua como un libro sin pasión. El pulpo, en cambio, tartamudo en otra de las peceras, parece feliz, al menos adormecido. La raya deslumbra a sus espectadores con acrobacias electrizantes: su contrato le permite nadar bocabajo, dejar que los demás –el público y sus adversarios– adivinen dónde carga los ojos, de qué color son sus ojos, qué mira en cada una de sus piruetas. Las rayas son un payaso de mar.

Poco después del mediodía, tras haber caminado por una ciudad desierta, llegan a una ciudad amable, rodeada del agua más silenciosa que haya escuchado. Es celeste y calma y reconfortante. Van a un museo en donde un hombre estableció las rutas para descomponer a una mujer: la primera es simple como una costurera, la segunda tiene pies y manos enormes como una campesina, la última es la madre de Cristo. Todo se deshace y se recompone: pasar de una mujer a otra es como una de las pesadillas de su mujer, anfitriona de la traición. Como un puzle al que falta una pieza maestra. Su mujer queda extasiada frente a una anunciación: allí, a un metro de la enorme pintura de Dalí, parece mi Gala, es su Gala con cuello de bebé y sabores agrios. Un reloj derretido. Una pierna más larga que el camino hasta la luna, que el bastón que la sostiene.

Sobre la tarde van hasta un muelle que se adentra en el agua. Es una construcción extraña, una pirámide invertida con bloques donde se combinan colores primarios, al final de un camino al que llegan pelícanos, gitanos que trasportan un secreto y esconden sus miradas, desconfiados, esquivos, maleducados. Se fotografían. El horizonte no existe. Es una vasta convención que acaso suceda si alguna vez se extinguiera el agua. Él mira hacia una lejanía que parece comprenderlo y que le da su enhorabuena. Ella mira hacia una lejanía que la intriga y a la que está segura de desentrañar. Hacen, pues, una pareja perfecta. Van hasta el hotel y hacen, pues, una pareja perfecta.

A la noche, mientras ella sueña con la mujer que él le habrá de presentar antes de abandonarla, él sueña con la pareja de O. Henry de “El regalo de los Reyes Magos”: pobres, sin un centésimo, ella se corta el pelo y lo vende para regalarle a su esposo una cadena de platino para el reloj de oro heredado del padre y del abuelo, y él vende el reloj para poder regalarle a ella un juego completo de peinetas de carey auténtico, con bordes adornados con joyas y del “color para lucir en la bella cabellera”. Extraño azar, todo laberinto carga una melancolía de atardecer. En la cama, el vacío de su mano pronto se colma. El obsequio es justo, y la segunda mujer desaparece.

En la mañana una bahía de Monet, una neblina gris, la silueta de dos embarcaciones, un puerto leve, sombras, agua oscura. Quedan largo rato frente a la pintura de Monet. Por la tarde, una larga playa de blanquísima arena, un agua verde, serena y fría como las puertas de un motel. Los dos orinan en aguas del Caribe. De una manera u otra, quieren dejar constancia de su paso. Por la noche, ceviche de pulpo –¿aquel pobre y taciturno pulpo feliz?–, papas salvajes y verduras servidas en una canasta que también se come, como las manos que sostienen el mundo.

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