Antes de que llegue la cuenta
No hay mayor desgracia que la vida.
Para esto, el ilustre se recluye: llega y comparte sus llagas en el retiro espiritual de las emociones, donde el devoto de Baco o cia entre la barra espumosa y los cacahuates a medio comer: el bar, la cantina, el tugurio: mediadores entre la psicología posfreudiana surrealista y la telenovela de las cinco de la tarde.
Cada uno de los asistentes, espectador de cualidades. Se sitúan al extremo del consejero motivacional en cursos induc- tivos empresariales y el artista plástico frustrado que vive esperando una beca.
En el bar, la vida es más sabrosa, en el bar te quiero mucho más.
El alcohol, perenne invitado, vía especulativa, pretexto inocuo. La sinceridad ota en el ambiente: ahí los sucesos inexplicables encuentran variedad, comienzan a forjarse las estrías del mundo y, en ellas, los que ahí habitan.
Antes de todo desastre emocional está presente la comparación:
“No, manito”, explica el asistente número uno, “a mí también me despidieron en la mañana de navidad, pero antes, le dije al gerente que su vieja, la secre con la que anda en la o cina, es muy puta, si piensa que nomás él riega ese jardincito, y que tiene más huevos que él.
Habrías visto cuando nos citaron Conciliación y Arbitraje para lo del niquito: ya mero me demanda penalmente por difamación; ah, si será pendejo el gerente: la otra vez que fui a bailar, a su vieja la vi a la salida del rodeo bien peda, agarrada del brazo de un güey con sombrero y enseñando, entre las risas de los guardias de seguridad y su pareja, una ristra de condones que sacó de la maquina del baño, junto a las toallas sanitarias”.
“¿Cómo voy a llegar a la casa?”, asistente número dos, mientras da traguitos al vaso lleno de hielo y se rasca la cabeza, “explicarle a mi vieja que me despidieron de la chamba por grillo; ya estábamos pensando irnos de vacaciones a Tampico con el aumento, ¡chin! Ya ve que viene nuestro aniversario matrimonial; le debo el viaje desde que nació mi hijo mayor, cuando le prometí que, si era niño, la llevaba a donde ella quisiera”.
“¡No, manito, no te preocupes, ya verás que un dos por tres tripas de gato, te alivianas!”, asistente número uno.
“No te quedes en tu cantón, vete de viaje, gasta la indemnización, ya después te buscas jale; con la cabeza fría hasta piensas mejor, eso sí: al llegar a tu casa, le dices a tu señora que ahora sí se van de viaje, que vaya haciendo las maletas, que ya compraste los boletos, se los muestras de corrido, ahora sí no hay excusas; a los niños los dejan en casa de su abuela.
Ya en Tampico, la invitas a cenar, la llevas a los mariscos que están por la costera, no importa el precio, le dices que pida lo que quiera; si te mira extrañada, le devuelves una sonrisa; tú abres con una cervecita para a ojar la tensión de las siete horas del viaje.
Le regalas unas ores, tú aprovechas y compras una cajetilla de cigarros Faros, enciendes uno: en la penumbra te comportas como actor de cine; te traen en la charola el cóctel de camarón que pediste, a tu mujer unos ostiones frescos, ya lo estoy viendo.
Esa noche no van a pegar los ojos. La consientes como buen marido: que se le olvide la ciudad”.
“¿Y luego?”, asistente número dos, mientras le da un trago a su bebida ya caliente y amarga.
“Todos los días hacen vida nocturna, van a bailar y a cenar: que no te importe la lana, para eso se hizo, para gastarse, ¡carajo!
Por si las dudas, suscríbete al periódico, y comienza a señalar con un plumón rojo las vacantes, que de la muerte y el desempleo no hay quien se salve”.
Hora feliz
Los nombres de los bares, don inefable y de castidad para el trayecto en que el observador se decide a entrar, producen por antonomasia los nuevos paradigmas, versiones de lugares inaccesibles, almas abandonadas en el trajinar de la descomposición institucional y drama de multiplicidad de espacios: los hay con tendencias corporativas: La O cina, La Iglesia, El Seguro, El Árbolito; de lugares geográ cos: La Isla del Padre, Reforma, La Pirámide, Copacabana; de personajes chuscos: El Pato Lucas.
Los asistentes se incluyen como parte del culto, de alegría y lágrimas: la hermandad profesa con sabiduría sus puntos débiles hasta hacerlos irreconocibles.
El cantinero extiende su juego: sus discípulos dan lugar al panorama: la venganza del silencio no cuenta, aquí todo es reunión y expectativa coloquial.
Los moralizadores invitan la segunda tanda. El aroma de los orines llega hasta la puerta; no importa, en la juerga no se viene a juzgar, sino a encontrar soluciones y mandas: la vanidad permite al cantinero escuchar con atención al poeta, al obrero, al abogado inexperto y al doctor que evade su casa, a sabiendas del enojo de su mujer, por estar ebrio: los bares, mayormente, son lugares de consejería popular y del albur espontáneo: la moda del topless vino a clari car la postura femenina del espectáculo y la casa chica.
Las cantinas de barriada son lugares íntimos, exclusivos, casi al borde de la extinción.
Los asistentes llevan un seguimiento de las vidas paralelas de sus acompañantes: después de la tercera ronda, los agravios a oran: “¡Sereno, moreno, no se me engoríle, que ya vamos llegando al bar!” Visite nuestro bar.
Hoy no se fía, mañana tampoco
Cuando llegué a la audición y subí al escenario supe que esa vida era mi vida: ser el centro en el horizonte de todas las miradas.
El negocio es sencillo, sólo hay que salir y seguir con la cadencia de la música: mover un poco la cintura de aquí para allá, y de allá para acá, soltar la ropa con ingenuidad.
Eso sí, sonreír para todo: nos dijo el coreógrafo a las tres que pasamos la prueba inicial (“Sin ropa, ¡por favor!, sin ropa, rapidi- to niñas, vamos, vamos”).
Al negocio viene mucho o cinista, algunos estudiantes, políticos y hasta un ministro disfrazado de hippie.
Los niños bien son estúpidos, vienen con la hormona excitada porque las noviecitas santas no sueltan prenda: aquí en el espec- táculo les enseñan un poquito y de volada quieren subirse al es- cenario y tocar: para tocar hay que pagar, y eso sólo si me gusta.
Los privados son un lujo, ¡claro!, ahí la cosa es distinta. Mira, pura calidad. Toca. ¿Qué cómo le hago para conservar la línea? ¡Ni creas!, es herencia de mi madre, pero también hago spinning y no como carne roja, por lo del colesterol y las grasas.
En la calle nunca me he encontrado de frente con ningún cliente.
No me da pena decirlo: yo me gano el dinero con honradez, y como profesional del baile, así debo de actuar.
Comparto un depa con un grupo de amigas, vivo bien, no me falta nada (risas). No tengo novio, pero me gustan con experiencia. Tú me entiendes, ¿no? En este negocio, si te cuidas mucho, ganas buen dinero; los privados son el fuerte: hay quienes man- tienen sus casas aun a sabiendas del marido.
No me da pena admitir que soy una estrella… Por cierto, ya que preguntas tanto, ¿cómo te llamas?
Por el resto, bohemios
El radio de confesión en los bares es delimitado: entre la añoranza de las frustraciones y la elegía al triunfo supremo.
Al sitio de topless se asiste por diversión y por curiosidad, a los bares con la convicción de la fe que todo lo espera: los cuates, amigos, compañeros: “Si la ven, díganle, no sean gachos, que en el fondo, yo también estoy sufriendo”.
De los males, el amor es el más profundo.
En el bar se ahogan conceptos; la aproximación al exceso es sinónimo de castidad: el espíritu requiere templanza y, ante la solicitud, se despacha en el bar: “Oye, cantinero, sírveme otra copa, ¡por favor!, quiero estar borracho, quiero yo sentirme de lo peor”.
Para la bohemia de los bares, del tipo que gasta su salario dos noches seguidas, del abandono, la suciedad intercalada, sin derecho a réplica de la costumbre cruel ante el infortunio desfigurado, no existe límite.
Los bares son modernas clínicas de desintoxicación temporal colectiva: el drama de la vida, al igual que en los cuentos de hadas, está siempre oculto en el fondo de un bar y dentro del espíritu de una botella.